Al
fondo de la librería de viejo, entre una carcoma de palabras, Agustín rumia
líneas miles de veces recorridas con el índice y rememora aromas de imprenta
pasados de moda.
Hace
ya más de cincuenta años que no se imprimen libros porque son poco ecológicos, pesados y sucios; y que los
viejos negocios como el suyo permanecen en el fondo palpitante que cabalga
entre lo inadecuado y lo prohibido, pero nunca le han faltado clientes; a
menudo se abre la puerta temblorosa y algún curioso, algún desorientado, algún
inadaptado recorre los estantes atestados de ancianidades apiladas que rebosan
entre las páginas amarillentas una emoción perdida, el pulso de una luz de
primavera en otro meridiano, el fulgor de la nieve de un tiempo entumecido,
anterior a las sequías pertinaces y al calor, la sombra de una frase larga,
yuxtapuesta, subordinada y lúcida que ya nadie enjareta con soltura ni es capaz
de traducir.
Agustín,
que lo ha visto casi todo en esta vida, ha encontrado alguna vez lágrimas en
los ojos de algún visitante emocionado; ha descubierto algún lector abrazando
contra su pecho un ejemplar polvoriento; ha sorprendido dedos enamorados que
acariciaban una portada cuarteada y ha registrado suspiros de amor y hasta de
sorpresa al descubrir, de improviso, un nombre, un título o una historia.
Hoy
el librero ha inclinado la cabeza sobre un volumen pequeño y opaco, de gruesas
pastas de cuero y ha comenzado un largo viaje hacia Constantinopla, impulsado
por el brumoso viento engañoso del Adriático y por la emoción de una voz
gutural que hilvana órdenes marineras. En la memoria lleva sueños de caravanas
hacia oriente, aromas de especias, sabores nuevos y una terquedad de explorador
bregado en la rutina del frío y del cansancio que conforma la herencia
recibida.
La
tienda se llena con los quejidos de la naos que se balancea al son del agua y
de la bruma, cuando inesperadamente unos pasos macilentos de
verdugo del presente se le acercan con decisión atravesando los pasillos sin detenerse.
Alza la vista. La sombra de un traje oscuro y bien cortado se va
concretando ante él y comprende que, sin darse cuenta, acaba de transitar, definitivamente, el paso invisible entre lo
inadecuado y lo prohibido. Mira a su alrededor, se entretiene en los anaqueles
llenos de palabras, en las solapas arrugadas, en los lomos descoloridos, en los
tejuelos insolentes, porque sabe que su tiempo ha terminado.
Acaricia
con la punta de la lengua la pequeña irregularidad que esconde desde hace
demasiado tiempo entre sus muelas, la desprende y la muerde con decisión antes
de que el desconocido alcance su escritorio y se presente, con su acreditación
inevitable y su olor a muerte.
-
No merece la pena vivir sin mis historias. – Le dice en voz alta, sin esperar
respuesta, mientras siente cómo el amargor del veneno invade su lengua y se
derrama por la garganta hacia el instante sin retorno.
El
desconocido se da cuenta demasiado tarde lo que pasa y se abalanza hacia él, con
el tiempo justo de retenerle entre sus brazos evitando que caiga desplomado
sobre el suelo.
Al
fondo de la librería se siente el lento latido de un reloj de cuerda que bate
los segundos, mientras el responsable del orden y la higiene ciudadanas
sostiene el cuerpo de Agustín entre sus brazos como un juguete roto. No tardarán
en desembarcar los equipos de limpieza que recogerán los restos de celuloide
contaminante para reciclarlos en una planta de residuos; lo limpiarán todo y empujarán hasta el infierno del olvido las últimas
narraciones de papel que aún sobreviven pero, durante unos
segundos, apenas lo que dura un parpadeo, la mirada del desconocido se posa sobre el libro que
el viejo tenía entre las manos y un escalofrío, la sombra de una duda, recorre
como una sacudida su cerebro.
Paloma Ulloa
3 comentarios:
Parece que cada vez queda menos para que ocurra eso... Empar
Ya estábamos echando de menos tus relatos. Isabel
Pues si echábamos de menos tus relatos Palomita
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