Navego por las tripas de Madrid. Un pasajero entra en el vagón leyendo un periódico de tirada nacional, en papel, - no gratuito - y lo miro con una mezcla de agradecimiento y admiración. Me fijo bien en lo que lee. No está ojeando las páginas deportivas, está centrado en las noticias internacionales. Alzo la vista del papel impreso y me detengo en él: es un hombre cercano a los cincuenta años, de complexión normal. No llamaría la atención entre la multitud. Tiene el cabello canoso y una barba bien recortada. Viste pantalón vaquero y un chubasquero discreto, de color azul y, sin embargo, por unos minutos se ha convertido en un ser excepcional en este nuevo mundo en el que en el metro se ven películas, vídeos de Tik Tok y mensajes de WhatsApp; en esta realidad distópica en la que primero nos regalaron las noticias, luego nos las tradujeron a través del púlpito de Internet para, finalmente, volvernos a cobrar por una versión más o menos fiable de la realidad.
Ya no es habitual sentir el aleteo de las páginas del periódico en las mañanas crepusculares de los cafés. Ya casi nadie dedica tiempo a leer y a reflexionar. Se prefieren los noticieros exprés con sesgos claros. La realidad versionada con la conclusión que hay que sacar de ella. En este mundo no hay tiempo para andar pensando por uno mismo, eso son cosas que deberían hacer otros; esos que tienen suficiente conocimiento, los politólogos televisivos, los “expertos” que nadie sabe dónde consiguieron el incuestionable certificado de “sabio” en la materia.
Si, navego las tripas del metro y observo al único pasajero que lee un periódico de pago, de tirada nacional, y siento mucha nostalgia - quién sabe si por la edad - de otro tiempo, el mío, aquel en el que se construyó mi conciencia y mi vida. Aquel en el que el periodismo era una profesión seria y fiable que merecían el pago estipulado por sus noticias volátiles, impresas en papel, honestas, éticas y contrastadas.
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