El
viento empujó su melena rojiza, indiferente. Todos la miraron sobrecogidos, incapaces
de moverse ante el espectáculo de su exuberancia. La gente salía a recibirla a
puertas y ventanas. La fotografiaron y grabaron. Inmortalizaron la elegancia de
su aurora, el abrazo cálido con el que fueron agraciados y, finalmente, su huida hacia los cielos infinitos por los que viajó sin detenerse hasta envenenar el planeta, por completo, con su radiación inapelable.
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