Todo cambia. Todo permanece inalterable.
En el quiosco sonámbulo de la esquina venden noticias frías, libros baratos, caramelos y pasatiempos. Los rusos vuelven a protagonizar películas de villanos. Las armas son un derecho constitucional en los Estados Unidos, como si siguiese siendo un país de colonos. Como si los blancos aún se creyesen en peligro por los ataques de los nativos que defendían su tierra y su legado. El hambre asola los territorios del otro lado del espejo.
Todo sigue igual. El perpetuo cambio consolida la injusticia y la miseria.
Paseo por la ciudad. Leo carteles al pasar: “Charcutería selecta”. “Selecta”. Esa palabra me suena a pasado, a infancia, a bocadillo de jamón. “Compro oro”. Los pequeños joyeros de los pobres van adelgazando al ritmo del paro, de las subida de los precios, de la desesperanza. “Apuestas deportivas”. La pobreza cae en las garras de la esperanza fútil. “Alimentación”. La tienda que enarbola ese nombre sagrado no vende bacalao, ni tocino al peso, ni dulces envueltos en papel de seda. Es un local sucio y oscuro, con los escaparates cubiertos de pegatinas despegadas y descoloridas por el sol. Allí se apilan los tetrabrik de leche junto a las bolsas de patatas fritas y a las cervezas frías. Allí se apila la prisa olvidadiza del supermercado y el desinterés por esos hombres de mirada rasgada que ven telenovelas chinas en pequeñas pantallas junto al mostrador.
Hace tiempo que camino por el barrio sin destino fijo y aún no he encontrado ninguna librería. Tampoco he visto papelerías fragantes de cuadernos vacíos y lápices sin estrenar, ni mercerías con mostradores mágicos llenos de lazos, botones y tiras de encaje.
Todo cambia. Todo sigo igual. Todo se desvanece y se perpetúa en un ciclo infinito de rutinas y desidias desiguales.
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