Una cresta de silencio se riza en esa esquina
y una queja de huesos de hormigón estremece el aire justo enfrente.
El niño ríe y se desliza por la ladera mórbida del parque ausente.
El crujido indeciso delata el suicidio inexorable de una rama.
Un rayo lame las heridas que desangran el lomo virgen sobre un caparazón dormido.
La voz roca de una pala arranca la carne sucia del asfalto envilecido.
Una gota repiquetea, impertinente, horadando el cansancio de las horas.
La ciudad intenta despertar, remueve el edredón caliente del invierno. Retoma el pulso detenido, se quita el maquillaje y se desnuda,
poco a poco, con un rictus de pereza en las aceras.
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