10 de octubre 2018
Irina escapó de Ucrania para acabar aquí. Parece una mujer feliz, alegre, una de esas mujeres que aprovechan las ocasiones y trabajan sabiendo explotar, a cambio, cada una de las ventajas que la vida le pone a mano. La conocí en el mercado, entre los atunes y el cerdo, repiqueteando con su risa el aire denso de los abastos diarios. La invité a tomar un café y ella se rió, me acarició la cabeza pelada y se agarró a mi brazo con camaradería, igual que lo habría hecho con cualquier colega del instituto, supongo. Fue muy refrescante tenerla a mi lado. Después de mi vecina lectora, hacía meses que no me fijaba en ninguna mujer. Ella hablaba rápidamente cometiendo pequeños y deliciosos errores gramaticales que salpicaban sus comentarios sin importancia y yo la escuchaba, sonriendo, barrido por ese frenesí vital que lo iluminaba todo a su paso. Por un momento, solo por un momento, me apenó recordar el poco tiempo de vida que me queda. Y en un momento indeterminado ella se levantó, me besó en la frente y se fue, dejándome en el bar, entre el rumor de las máquinas tragaperras y la baba incandescente de la televisión. Fue como si me hubiera acercado demasiado al sol sin llegar a quemarme. Fue como si la vida hubiera querido mostrarme, justo antes del final, otra de esas cosas maravillosas que ya nunca podré tener.
G.M.
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