Camino por mi ciudad como si fuese una turista. Siempre
me ha gustado esta práctica errática, paseo sin destino,
dejándome seducir por una fachada o por un personaje pétreo que me mira desde
sus alturas, como en su día hice cuando escribí “Madrid al detalle”, casi
veinte años atrás. Es un ejercicio interesante. No es extraño que a veces
alguien se detenga a mi lado y siga mi mirada para intentar averiguar por qué
me paro, por qué fotografío un balcón o sonrío, aparentemente sin motivo,
clavada ante un portal o bajo cualquier cornisa.
Hoy mi deriva me lleva hasta la iglesia de las
Salesas, ese conjunto que eleva su hermosa enormidad sobre la calle de Santa
Bárbara, cincelada contra el cielo nudoso de un Madrid que se deja palpar sin
pudor. Junto a ella tiembla el Tribunal Supremo con su ventilador de noticias macilentas que destilan vetustez y cansancio.
La entrada principal del templo se abre orgullosa, hierática, tras el
enrejado que parece querer detener a los intrusos. Se distancia de los
transeúntes sobre la escalinata gris, rodeada de un jardincillo que invita a
remolonear bajo el sol de primavera. Me dejo seducir por la
tentación y traspaso los tres arcos de la la entrada para penetrar en la nave vacía, rotunda, hermosa, bañando por el silencio más profundo.
Siempre me resultó difícil imaginar la
fe en un sitio como éste en el que el frío barroquismo pétreo de los poderosos
se aleja tanto del recogimiento y hasta del miedo medieval. Me siento entre los
bancos vacíos y observo la luz que entra atravesando los gruesos muros sin
piedad, pero no veo a Dios, sino la opulencia bochornosa de los caprichos del
poder.
El retablo del altar se eleva sobre seis robustas
columnas oscuras que parecen querer alcanzar por sí solas el cielo. En el
centro el enorme lienzo de Francisco de Mura describe la visitación de la
virgen y, sin embargo, apenas soy capaz de entretenerme en él, es tan rotunda y
tan atractiva la escultura que lo corona, con su sol dorado en lo alto que tanto
pretende y que tan poco transmite.
A la derecha el sepulcro del rey Fernando VI,
imponente, me recuerda que el tiempo vuela y que la muerte nos iguala a todos
en el instante definitivo. Y a la izquierda, custodiado por sendos leones
alados, el Duque de Tetuán descansa tendido y convertido en piedra, con el
gesto sereno y la majestad estática de la belleza inútil.
Hacia el centro de la nave, de nuevo a la izquierda,
el púlpito se pone de puntillas sobre los fieles. Es un conjunto casi orgánico,
torneado y hermoso que parece hablar más de los gozos de la carne que de la
finitud de la vida, de la bondad de Dios o de la justicia entre los hombres.
No, no logro encontrar aquí la fe. Ni bajo la hermosa
linterna de la cúpula, ni frente al sepulcro de la santa. Los ángeles no
sufren, los hombres y mujeres cincelados no conocen el dolor, no saben de las
necesidades del cuerpo y del alma, permanecen inmutables en su contemplación
pasiva, y pienso que esta iglesia no fue hecha para los humildes ni para los
desamparados, sino para los poderosos que podían dedicar su tiempo al regodeo
del ojo y de la imaginación porque no debieron preguntarse jamás cómo alimentarían
a sus hijos al día siguiente o por qué Dios los había abandonado.
Fuera, Madrid palpita. Se extiende entre calles
enredadas, salpicadas de conversaciones en voz alta, de urgencias anónimas, de
obligaciones inventadas. Fuera la gente vive y siente y se oculta y no mira
hacia el cielo en busca de un milagro, sino que palpa el futuro incierto, más
incierto cada día, lejos de la reverberación hueca de los hermosos templos que
también les pertenecen.
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