La montaña en calma se
remueve, sobrecogida por la temprana llegada de la primavera. Abajo la ciudad de
Davos, grosera e impersonal en sus edificaciones menos brillantes, duerme el
descanso que le corresponde después de la temporada de esquí y se mece en un
silencio decadente, como decadente es la humanidad que la consume.
Llegué hasta aquí
buscando el rastro de una novela que me había conmovido hasta las raíces del alma, y he
encontrado los restos de una sociedad perdida. No es extraño. Thomas Mann
describía ya los primeros síntomas indiscutibles de la muerte de un mundo que
tal vez nunca existió. Aquí la gente esquía, hace negocios, se deja ver,
comprueba su solvencia y la de los que se atreven a compartir su espacio,
escucha el ronroneo del poder y del dinero en las cumbres y congresos que la
habitan y, mientras tanto, se deja fluir, viviendo de espaldas a la realidad que la sustenta.
Crespas, irreverentes, hermosas y altivas, las cumbres se recortan contra el cielo y se imponen a la ordinariez del hombre arrancado a la pequeña ciudad de su modorra sosa. Sólo ellas, con su grandeza sobrecogedora, dan testimonio de la pequeñez del ser humano que sigue venerándolas como a un dios y buscando el resguardo de su sombra para tejer sus planes de miseria y sus ideas fatuas y vacías contra el mundo.
Un sol sin nombre desgarra el visillo sutil de las nubes y estalla contra la nieve pura, astillada de abetos clavados en la roca. Una chimenea destila una voluta de humo indiferente. El sucio perfil amarillento de un edificio anodino mancha el paisaje con su presencia hostil. Del fondo, de la recepción del hotel, me llega el balbuceo gangoso de un alemán estrangulado que reverbera en el vacío del pasillo. Nos marcharemos pronto, tal vez en una hora, y
la silueta de Hans Castorp se proyectará a nuestras espaldas, con su traje
grueso y su sombrero de primavera. Sonreirá con una mueca burlona y tomará el
camino de regreso hacia Schatzalp, donde dormitará para siempre, observando la decadencia
humana desde su existencia inalterable de papel. Y así, cerrando el último capítulo, la Montaña Mágica volverá a ser mágica para siempre, aunque la ciudad a sus pies ya no conserve su esencia.
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