sábado, 23 de marzo de 2013

¿Dictaduras virtuosas?


Fotograma de "El gran dictador" de Chaplin



Ayer, mientras tomaba un café en Madrid, escuché la conversación que se desarrollaba en la mesa contigua donde, dos hombres españoles de una cierta edad y una mujer extranjera, analizaban los sucesos de España y de Europa con inteligencia y hasta con un cierto grado de ironía que me hizo interesarme por sus reflexiones. 



Sin embargo, en un momento, el hombre que guiaba la charla, en un tono claramente reflexivo y exento de humor, dijo: "Si pudiera ser posible una dictadura virtuosa....", y ese arrebato de melancolía enfermiza, me hizo estremecer porque comprendí que comenzamos a perder la esperanza y que en la búsqueda de soluciones utópicas corremos el riesgo de que el fascismo y el populismo, íntimamente ligados, nos devoren.

Por otra parte, es posible que ya vivamos sumidos en una dictadura, una que tal vez lleva gobernando nuestras vidas mucho más tiempo de lo que pensamos: la temible dictadura de los mercados.

Bajo su imponente dominio los países han perdido su soberanía y se encuentran sometidos a los inclementes caprichos de una oligarquía anónima que, hasta hace unos años, nos había permitido vivir en la ficción de la libertad y hasta del libre albedrío, pero que ahora se obstina en doblegarnos en favor de ciertos intereses opacos y egoístas por los que, al parecer, merece la pena quemar a países enteros en la pira de los sacrificios.

jueves, 21 de marzo de 2013

miércoles, 6 de marzo de 2013

En la oscuridad (microrrelato)


Jacek Kaczynski

Vivo en la oscuridad, me muevo entre sus pliegues con soltura y desde su calor os observo y os acompaño, susurrándoos al oído, acariciando vuestra nuca con mis dedos.

Vosotros me hacéis grande y fuerte, me alimentáis con vuestro pensamiento y acorazáis mis trémulos miembros  de vapor hasta convertirme en una criatura invencible, capaz de colarme en vuestra respiración y de clavarme en vuestro pecho: Soy vuestro temor.

sábado, 2 de marzo de 2013

Puro metal (2ª parte)



Cuando atravesé el umbral supe que algo extraño estaba ocurriendo. El ambiente estaba tenso, electrizado. Subí rápidamente las escaleras hasta el dormitorio de Katja, pero allí no había nadie, pasé después a la sala de juegos y encontré, sentada en una silla, con las manos juntas sobre las rodillas, a una niña que me recibió tan asustada como expectante.

- Hola – dijo con un hilo de voz mientras se ponía de pie de un salto – soy Edwina.

- ¿Has venido con Katja? – Le pregunté. Ella asintió tímidamente - ¿Eres su nueva hermana, verdad? – Volvió a afirmar con la cabeza.

Aparentaba tener aproximadamente la misma edad que Katja, pero era más menuda y su pelo negro y crespo, la piel dorada, y unos hermosos ojos almendrados, definían su origen latinoamericano.

- Está bien – Me acerqué a ella, la besé y la abracé – Bienvenida Edwina.

Sonreí cálidamente, quería transmitirle confianza, dejarla al margen de mi miedo, ayudarla a sentirse más segura. Jugamos durante una hora aproximadamente, después, siguiendo el ritual obligado de la mansión, la acompañé hasta el baño donde disfrutó del agua caliente y de la espuma que cubría la superficie de la bañera, antes de vestirse con uno de aquellos espantosos vestidos de terciopelo marrón para bajar a cenar.

La pequeña se miró en el espejo así vestida y pareció que le gustaba aquella ropa, que se sentía más importante, o más rica, pero no dijo nada. Se limitó a peinarse unas tirantes coletas negro azuladas, se calzó los zapatos, se perfumó y suspiró como si hubiera concluido con un ritual importantísimo que le abriera las puertas de otra vida.

Debo reconocer que bajé al comedor con la pequeña tomada de la mano y un enorme deseo de encontrar a mi otra pupila sentada ya a la mesa, pero lo cierto es que la larga mesa estaba vacía y sólo había dos servicios dispuestos para nosotras. Comimos solas y en silencio, como si se cerniese sobre nuestras cabezas una temible amenaza, mientras la señora Dunwich iba y venía sirviendo los platos.

En el dormitorio infantil todo estaba preparado para Edwina: un camisón de franela colocado sobre la cama, exactamente igual a los que usaba Katja, la chimenea encendida y la lamparilla de noche correspondiente a su cama iluminando un pequeño rodal de la noche.

Aprovechando que la señora Dunwich daba los últimos retoques al dormitorio antes de retirarse, le pregunté por la primera hija de los Gilman. Me informó brevemente que la niña se había sentido enferma después del viaje y que se encontraba en el dormitorio de la Señora Gilman.

- Qué mejor atención que la de una madre cuando un niño está enfermo ¿No le parece? – Me dijo justo antes salir del dormitorio para perderse en la oscuridad del corredor.

- Claro – dije con un hilo de voz. Pero sentí cómo se precipitaba todo el miedo de nuevo sobre mi estómago al pensar en aquella extraña mujer que nunca venía a su dormitorio para darle un beso de buenas noches, ni le leía un cuento antes de dormir.

Acosté a la pequeña, intentando apartar por un momento mi inquietud para no transmitírsela a ella. Me senté en la cama a su lado, le retiré un mechón de cabello oscuro de la frente y le pregunté si quería que leyéramos un cuento juntas.

- Bueno – dijo indecisa.

- Si no te gustan los cuentos o si estás muy cansada no tenemos por qué hacerlo. – insistí para infundirle valor.

- Sí, si que me gustan. Es que allí no nos solían leer cuentos, no al menos en la cama... – Sonrió tristemente. – Además prefiero no quedarme sola – añadió mirando inquieta hacia la oscuridad – Esto es tan grande...

- De acuerdo, pues entonces, leeremos un cuento – Nos acurrucamos juntas en la cama y comencé lentamente, frase a frase, paso a paso, dejando que la historia se abriera como una flor, pero en pocos minutos sentí la respiración rítmica y acompasada de Edwina sobre mi pecho y, con mucha precaución, coloqué su cabeza sobre la almohada, la arropé y me senté en la cama contigua hasta comprobar que no volvería a despertarse sobresaltada. Después me escurrí por el pasillo y salí a inspeccionar. Estaba preocupada por Katja, sentía que era mi responsabilidad comprobar que realmente se encontraba bien y que su madre adoptiva realmente se estaba ocupando de ella.

Encendí mi linterna y rompí la oscuridad del corredor, después la apagué rápidamente por miedo a que me descubrieran merodeando por la noche y bajé la escalera de puntillas, guiándome por la escasa luz que entraba desde el exterior nevado. Iba palpando el sinuoso y desagradable lomo de la barandilla cuando oí el rumor amortiguado de una puerta que se cerraba lentamente, pero el eco me llegaba desde todos los rincones y no pude identificar la procedencia. Lentamente me escondí entre las sombras del descansillo, con las sienes palpitantes y la respiración retenida, esperando lo inevitable.

Oí unos pasos ligerísimos que se acercaban a mí y la silueta alargada de la Señora Gilman pasó rozándome sin verme. Me fijé bien en ella, caminaba con la sutileza de un fantasma, parecía no mover el aire a su paso. La seguí a cierta distancia hasta que se detuvo al fondo del pasillo, se movió ligeramente, abrió una puerta apenas durante lo que dura un parpadeo, y me quedé parada en al oscuridad, justo en el límite en el que la luz procedente de la estancia lamía el suelo de mármol. Pero ella ni siquiera levantó la mirada del suelo, tal vez, si lo hubiera hecho, me habría encontrado allí clavada, con los ojos desorbitados por el terror. Tardé una eternidad en lograr comprender lo que acaba de presenciar: el Señor Gilman, inclinado sobre un cuerpo inerte, parecía estar practicando algún tipo e intervención quirúrgica a un ser humano.

Sentí que se me detenía el pulso. No sabía cómo debía reaccionar. Me aterrorizaba abrir la puerta y comprobar que la joven que se encontraba sobre la mesa de operaciones pudiera ser mi alumna y me debatía entre mi deseo de salvarla de aquella bestia insensible y mi propio instinto de supervivencia.

Recuerdo que cuando logré moverme subí las escaleras a tal velocidad que casi no llegaba a rozarlas con los pies. Abrí la puerta del dormitorio de las niñas y vi que Edwina dormía plácidamente. No quise despertarla, pero tampoco estaba dispuesta a dejarla sola en mitad de aquella noche de pesadilla, así que me acurruqué sobre la colcha de la cama de Katja, cerré los ojos e intenté respirar acompasadamente hasta doblegar el galope de mi corazón y de mis pensamientos que se enardecían con cada pequeño ruido, cada chasquido de la madera en la chimenea, cada roce del viento en los cristales que me obligaba a abría los ojos violentamente intentando palpar la oscuridad, para enfrentarme de nuevo el horror, hasta que el propio cansancio fue apoderándose de mi y caí en un inquieto sueño, lleno de presagios en los que la imagen de aquella operación clandestina se repetía una y otra vez con diferentes víctimas.

A la mañana siguiente, me esforcé en repetir las rutinas diarias con mi nueva pupila. Edwina era más retraída que Katja, escuchaba y obedecía sin hacer preguntas, sin duda esperaba la  caricia y el calor de sus nuevos padres, pero ante su ausencia, aceptaba mi cariño con avidez, acercándose a mí con cualquier excusa para atrapar mi atención. Revisamos brevemente su nivel académico, no era una niña brillante, pero sabía todo lo que debía saber para su edad y tenia cierta habilidad para encontrar caminos alternativos a los problemas que no sabía solucionar.

A la caída de la tarde, mientras ella repetía algunos ejercicios, me las arreglé para evitar la mirada controladora de la Señora Dunwich, y subir hasta el primer piso para buscar la entrada del quirófano que había vislumbrado la noche anterior pero, ante mi estupor, al final del corredor no encontré ninguna puerta, sino un grueso muro de mármol profusamente tallado.

Reflexioné. Seguramente el miedo me había confundido. Tal vez todo lo que creía que había visto el día anterior no había sido sino un sueño, pero eso no me parecía plausible porque tenía la impresión de que todos mis temores se iban materializando, por absurdos que pudiesen parecer.

Durante la siguiente noche retorné sobre mis pasos y busqué, escuché y me volví a ocultar en la oscuridad, pero todo fue en vano. Parecía que la mansión se estuviese protegiendo a sí misma. No se escuchaban rumores y la luz de la luna llena se filtraba clandestinamente a través de las vidrieras, rompiendo el suelo en temibles sombras de mil pedazos.

Regresé al dormitorio más desasosegada que la noche anterior. Comenzaba a tener dudas. Estaba empezando a madurar la posibilidad de hablar con el Señor Gilman y presentarle mi renuncia. Mi parte racional quería imponerse sobre toda aquella absurda situación para reclamar calma. Si le explicaba que me encontraba mal, que quería volver con mi familia, que el trabajo se estaba duplicando y nadie me había informado sobre ello, tal vez lograría dejar atrás aquella pesadilla. Pero había algo en mí que me decía una y otra vez que estaba atrapada, que vivía en el nido del terror, en una cárcel temible de la que jamás podría salir.

Al abrir la puerta del dormitorio infantil todas esas ideas daban vueltas en mi cabeza, angustiándome hasta tal punto de que no me di cuenta de que Katja estaba durmiendo en su cama, junto a su nueva hermana. Al descubrirla levanté el cobertor y la observé detenidamente. No parecía tener vendas o señales de haber sido intervenida quirúrgicamente, no había signos de ninguna clase de violencia en su cuerpo, que se revolvió ligeramente buscando el refugio de las mantas.

No estoy segura de si esa noche me acurruqué en una butaca de la habitación de las niñas para para estar a su lado porque quería protegerlas o porque seguía estando aterrorizada y no quería quedarme sola. Traje una manta de mi dormitorio, me envolví en ella y cerré los ojos deseando despertarme de aquella espantosa pesadilla. Al amanecer Katja me despertó con un beso. Parecía tan normal: sonreía y parloteaba como todas las mañanas, pero no recordaba nada de su enfermedad ni de su convalecencia y una cierta frialdad asomaba a sus preciosos ojos oscuros.

Las niñas parecían entenderse bien, se ayudaban, jugaban juntas, se peinaban y se disfrazaban. Por primera vez desde mi llegada se sentían voces infantiles desgarrando el inquietante cansancio de aquella propiedad y eso me permitía tener más tiempo libre para analizar la extraña actividad de la Señora Dunwich, que parecía obedecer a un patrón mecánico, perfectamente pautado, del que no se salía jamás. Observé sus movimientos, anoté mentalmente la cantidad de veces que veía a los Señores Gilman. Comprobé que nunca salían coches de la mansión hacia la ciudad, ni tampoco llegaban repartidores que trajesen suministros.

Para estar segura de que no me fallaba la cordura, fui escribiendo en una pequeña libreta que llevaba siempre conmigo todos los pequeños detalles que construían mi locura: las puertas que desaparecían, los extraños símbolos que rodeaban algunos de los relojes de las habitaciones, la niebla que siempre parecía flotar, hiciera sol o no, en torno a la propiedad.

Con el transcurrir de los meses fueron llegando más niñas, siempre de la misma edad, siempre con rasgos bien diferenciados, como si la familia quisiera tener un muestrario de razas que adornase su árbol genealógico.  Tras la llegada de Edwina, vino Emma, con sus enormes ojos azules y asustadizos, su cabello rubio de ángel y su piel casi transparente. Ella comenzó teniendo pesadillas cada noche. El mismo día que llegó a la mansión durmió acurrucada debajo de la cama, decía que no podía dormir porque los monstruos vivían en el sótano, así que le permití que durmiese conmigo durante una semana entera, después cayó enferma, como todas las demás, estuvo dos noches ausente y a su regreso no volvió a temer la oscuridad. Aseguraba que su mamá le había explicado que los monstruos no existen y un brillo inquietante pasó a través de sus pupilas transparentes al decirlo. Definitivamente se le había borrado el terror de la mirada y en su lugar una sonrisa beatífica ocupaba su rostro. Desde aquella convalecencia nunca más quiso dormir en mi cuarto y esquivaba mis preguntas como si tuviese un secreto enorme escondido en su pequeño cuerpo. Pasó de atemorizarse a cada paso en la inquietante mansión a vivir en simbiosis con ella. Ya no sentía escalofríos al tocar la barandilla bulbosa, ni se sobresaltaba en la oscuridad. Algo había cambiado en ella, igual que en Katja y en Edwina, pero de una manera mucho  más profunda, más intensa. No sólo convivía con la extrañeza, sino que parecía disfrutarla intensamente.

Yo seguía investigando y cada noche me desplazaba por los pasadizos buscando algo, no sabía con exactitud el qué, pero esperaba encontrar cualquier indicio que me permitiese proteger de mis niñas. Por otra parte apenas podía conciliar el sueño, las pesadillas me atenazaban, imaginaba a las pequeñas presas de peligros intangibles, las oía gritar. A menudo me levantaba bañada en sudor, en plena noche, convencida de haberlas oído llamarme. Atravesaba las habitaciones atropelladamente, a tientas y cuando llegaba al dormitorio las encontraba descansando tranquilamente.

Muchas veces llegaba hasta la planta baja en mi búsqueda de la verdad, bajaba los primeros peldaños hasta el sótano y una energía incomprensible me paralizaba antes de poder llegar hasta la gran puerta talla con extraños símbolos. Nunca lograba atravesar la barrera de oscuridad que parecía anidar allí abajo, pero tampoco pude volver a ver jamás la terrible escena en la que el Señor Gilman parecía jugar a Frankenstain sobre una mesa de quirófano.

Los meses transcurrían y yo iba uniendo laboriosamente las piezas de un rompecabezas estremecedor. La señora Dunwich me vigilaba de cerca cuando estábamos en la casa o en el jardín y el señor Ward tenía la extraña habilidad de aparecer inesperadamente en cualquier momento, sin hacer ruido, como si pudiese desplazarse por el aire.

Llegó la primavera, las siete niñas jugaban en el jardín y yo aprovechaba para leer los extraños libros que poblaban la biblioteca y que alimentaban aún más mi inquietud. Acababan de incorporarse a la prole las pequeñas Angélica y Virginia y por lo que parecía ya no llegarían más niñas, la familia estaba completa: siete niñas de siete años, lo suficientemente mayores para que pudiesen razonar, lo bastante pequeñas para poder moldearlas a su imagen y semejanza.

Las noches fueron haciéndose más breves. El sol lamía con dificultad aquella mole gótica que parecía ir cambiando a lo largo de los días. Un olor a humedad parecía haberse hecho fuerte en el interior de la mansión. Se acercaba el solsticio de verano y comencé a notar cierta actividad extraordinaria en la casa. Los Señores Gilman se dejaban ver más a menudo junto a sus hijas, incluso compartían algunas comidas con ellas, sentados a la mesa del gran comedor umbrío. El servicio iba y venía desocupándose de mí que, por otra parte, parecía el único ser de aquel conjunto de criaturas dispares que no parecía formar parte de la misma escena.

El 23 de junio, mientras leía sentada al sol en el jardín, escuché la voz del Señor a mi espalda:

- Esta noche cenaremos todos juntos, Señorita Morn – Me estremecí – Hoy tenemos mucho que celebrar.

Me hubiera gustado preguntar qué era lo que teníamos que celebrar, pero su voz me pareció metálica y amenazadora. En su rostro  se volvía a dibujar aquella mueca incómoda que quería evocar una sonrisa. Miraba hacia el horizonte como si pudiese ver cosas que estaban vedadas para mí. Poco después se acercó a nosotros la Señora Gilman y colocó a su mano helada sobre mi hombro, como si me estuviese dando un voto de confianza del que había carecido hasta aquel momento y permaneció inmóvil, combinando aquella extraña trinidad incompleta.

Todo mi cuerpo temblaba. Me sentía presa de todo tipo de temores. Ahora todas las miradas parecían fijas en mí. Las niñas habían dejado de jugar y nos miraban. La señora Dunwich y el señor Ward, también habían fijado sus inexpresivos ojos en nosotros y en mi cabeza se consolidó la idea de que tenía que huir esa misma tarde.

Las niñas parecían excitadas, se miraban entre ellas, murmuraban, se reían, me sentía presa de una de esas estúpidas escenas de película de terror en las que el protagonista hace exactamente todo lo que la prudencia considera  inoportuno.

- Voy a dar un paseo – dije como para mí misma – Caminé en la misma dirección que aquella tarde de invierno, con la ansiedad pegada a la piel, andando, corriendo, en busca de los límites de la propiedad. Ya no había tiempo que perder, el peligro me acechaba, lo sentía pegado a mí como un mal olor, denso y pegajoso. Llegué a la empalizada de piedra y no me detuve, trepé quebrándome las uñas, me puse en pie sobre la piedra. Me giré inquieta, no parecía que nadie me hubiese seguido y eso me resultó extraño, extendí el brazo hacia el frente para tomar impulso y sentí cómo todo mi cuerpo rebotaba, provocándome una sacudida. Había tocado una superficie fría y mórbida, elástica, desconocida.

Comenzó a temblarme todo el cuerpo, pero volví a extender la mano lentamente esta vez y ví como penetraba en aquella viscosa cobertura y abría un orificio que me dejaba ver un horizonte mecánico, oscuro y desconcertante que nada tenía que ver con el mundo real.

¿Dónde me encontraba? ¿Dónde había estado viviendo durante todos aquellos meses?

La pequeña y fría mano de Emma tomó la mía:

- No tengas miedo – me dijo con dulzura – Todo está bien, todo está bien.

Me sentía derrotada, sin voluntad. La niña tiró de mí hacia la casa y la seguí. En el camino se fueron uniendo todas las pequeñas: Katja, Edwina, Rachel, Eve, Angélica y Virginia, mis siete pequeñas, mis niñas, que me devolvían al corazón del pánico aprovechando que mi cerebro era incapaz de aceptar lo que acababa de ver, que mi  cuerpo no reaccionaba a los impulsos naturales de huída, que todo el miedo de aquellos meses me mantenía profundamente paralizada.

Lo que ocurrió desde ese momento se grabó en mi mente como una película en la que la inquietud se amortigua ante la comprensión de que los acontecimientos terribles le ocurren a otro. Cada movimiento de los miembros de aquella extraña compañía parecía repetidamente ensayado. No había espacio para el error.

Las pequeñas se vistieron para la cena con sus trajes de gala, al igual que sus padres. El señor Gilman, por primera vez, lucía en su dedo anular de la mano izquierda un anillo grueso y brillante que representaba una calavera con una pequeña piedra rosada incrustada en uno de sus globos oculares y la señora Gilman lucía sendos pendientes con el mismo inquietante motivo.

Me senté a la mesa temblando, notaba una electricidad temible en el aire, una expectación brumosa e intangible. La señora Dunwich me sonreía mostrándose casi  amable, el Señor Ward había perdido el acartonamiento de sus facciones y las pequeñas parecía más cariñosas que nunca.

- Señorita Morn – dijo Katja – Hoy es un gran día para todos nosotros – Buscó la mirada de complicidad de su padre adoptivo y por primera vez vi que había entre ellos una relación intensa, llena de sobrentendidos, que no lograba comprender cómo podría haberse producido dado el escaso contacto  que tenían entre ellos. – Después de esta cena todos nosotros seremos una gran familia.

Me pareció escuchar unas risas ahogadas. Bebí un sorbo de agua, tenía la boca seca como cuando me enfrentaba a los exámenes de la facultad. Me sudaban las manos, miraba a mi alrededor intentando averiguar cómo podría escabullirme, el corazón se me salía por la boca.

- Sí, querida – dijo la Señora Gilman finalizando rápidamente aquel discurso – Pero es hora de cenar, tras la cena tendremos tiempo suficiente para hablar de todas esas cosas.

Su esposo la miró complacido. Vi cómo todos hundían sus cucharas en la crema de verduras y guardaban silencio. A mí me temblaba las manos. Bebí de nuevo, me sentía exhausta, comencé a notar que me abandonaban las fuerzas. La señora Dunwich llenó de nuevo mi copa de agua y volví a beber todo su contenido de un trago, con ansiedad, con vehemencia, con desesperación y cuando la hube vaciado comprendí que perdía el conocimiento, que había caído en la trampa, que mi cuerpo se rendía a algún tipo de narcótico que me dejaba indefensa en manos del enemigo.

Lo siguiente que recuerdo es que me llevaban tumbada en una angarilla. Tenía una conciencia entrecortada y neblinosa en la que pude ver que toda la familia me seguía en una procesión macabra. Se dirigieron a la primera planta, exactamente al final del pasillo en el que yo había vislumbrado el quirófano clandestino aquella noche de invierno. Se detuvieron ante el muro de piedra y la pequeña Katja pulsó varias figuras hasta que la piedra cedió, impulsada hacia arriba como la puerta de una nave de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto.

Me intenté remover inútilmente. Apenas podía sentir el rumor de mi garganta, los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. Depositaron mi cuerpo inmóvil sobre una camilla, tal vez la misma en la que vi el cuerpo inerte de Katja aquella noche. Toda la familia me rodeaban mientras el Señor Gilman preparaba su instrumental decimonónico y hablaba en voz baja, sólo para mí, con un tono tranquilizador, pausado.

- Sentirás un poco de dolor – decía – pero pronto pasará porque después serás perfecta.

- Yo no quiero ser perfecta – pensé, pero mi voz no pudo salir de mi garganta.

El señor Gilman hizo una incisión larga y dolorosa en mi frente, otras dos a lo largo de los brazos, siguiendo el curso del radio, y sendos cortes en las piernas, junto a las tibias. Después separó sin piedad la carne de cada uno de los cortes e introdujo su grueso anillo en ella hasta asegurarse de que el metal estaba en contacto directo con el hueso. Una oleada de frío se fue clavando en mi cuerpo sin piedad. Era muy doloroso, lo que fuese que surgiera de aquel anillo se instalaba en mis huesos bajando desde el cráneo hacia la garganta y los hombros. Cuando llegó el turno de los brazos el dolor me quemó el pecho, las costillas, las caderas, más tarde llegó el turno de las piernas y los pies y en poco tiempo el frío en mi interior era tan intenso que pensé que estaba muriendo.

- Tu cuerpo está sufriendo una mutación – dijo tranquilamente el Señor Gilman. – No luches contra ello porque sería más doloroso.

Entonces la Señora Gilman se acercó a mí y me habló lentamente, casi con dulzura.

- Ahora eres una de nosotros. Tu cuerpo se está transformando: tus miembros se hacen más fuertes, tus órganos tendrán una vida más prolongada, ajena a las debilidades humanas, porque tus células son ahora biomecánicas, transforman el calcio de tus huesos en puro metal, renuevan la sangre convirtiéndola en un fluido ajeno a la oxidación, pero perfectamente compatible con tu origen orgánico. En definitiva, ahora estás preparada también tú para  mejorar la especie.

Aquel pensamiento sacudió mi conciencia, ahora lo comprendía todo. Habían preparado a sus hijas, cada una de una raza, cada una con unas características físicas concretas, para colonizar la tierra.

- No puedes luchar contra ello – Intervino el Señor Gilman – Ya no. Cuando regreses a 2013, nuestras hijas ya habrán tenido biznietos que llevarán a nuestra raza al poder. Tú sólo eres el eslabón que faltaba, el elemento necesario para llevar a cabo el plan.

Mi pensamiento se desbocaba. Era demasiado increíble para que todo aquello pudiese ser real. Aquella criatura insinuaba que me habían hecho retroceder en el tiempo, que me habían mantenido aislada en una burbuja espacio-tiempo a la que habían ido trasladando también a las niñas, desde el futuro.

Mientras más luchaba contra toda aquella información, más dolor sentía.

- No te resistas – dijo Katja acariciándome el pelo – Cuando todo haya terminado podrás entenderlo y verás que es mejor así.

- La información genética que hemos depositado en tu cuerpo también invadirá tu cerebro – dijo la Señora Gilman – Dentro de poco tendrás una imagen completa de todo lo que ha ocurrido y de lo que va a suceder. En el momento en que eso ocurra, la parte humana de tu conciencia quedará latente pero incapaz de actuar contra lo que eres ahora. Podrás sentir la presencia de los que son como tú y actuarás de acuerdo con tu nueva vida.

Notaba cómo todo mi cuerpo bullía, sentía un cosquilleo intenso que regeneraba mi estructura ósea, mis músculos, mi piel, que comenzaba a cerrarse y a cicatrizar espontáneamente. La tumefacción de mis miembros fue cediendo y recuperé la movilidad. Me sentía ligera, llena de energía y profundamente confusa porque en mi memoria comenzaban a instalarse, como si de un programa informático se tratase, una larga serie de datos, imágenes y sensaciones que nada tenían que ver conmigo y que, sin embargo, parecían haber estado allí desde siempre.

Ahora se que el futuro, tu presente, es nuestro y, si al leer mi historia sabéis de lo que estoy hablando, es porque vosotros mismos habéis descendido de algunas de mis pequeñas, pero si no es así, estad bien atentos a las personas que os rodean, observad sus rostros, la expresión vacía de sus ojos y, sobre todo, desconfiad de aquellos que, en el dedo anular de su mano izquierda, porten un extraño anillo de puro metal... 

Texto registrado

jueves, 28 de febrero de 2013

Puro metal (1ª parte)


Puro metal (www.purometal925.com). Una nueva e inquietante línea de joyas en plata maciza 
diseñadas por mi buen amigo Álvaro Pérez para www.elpasogaleriadecomuniacion.com)




Llegué a Providence el 28 de febrero de 2013. Una gruesa capa de nieve cubría la calle y el viento soplaba colándose por debajo de mi abrigo como si quisiera desnudarme con sus helados dedos. Mientas avanzaba pegada a los edificios, en mi cabeza sólo había una idea, llegar lo antes posible a la mansión de los Gilman con la esperanza de que, tal y como imaginaba, fuese una confortable residencia bien caldeada, en la que podría refugiarme del frío y de la soledad que traía acumulada desde Nueva York, como una pesada carga de secretos.

Deseaba experimentar la vida idealizada de las ciudades pequeñas: buenos vecinos, comida abundante, reuniones familiares de Acción de Gracias y entretenimientos provincianos con olor a  galletas de jengibre. Sin embargo, una extraña inquietud anidaba en mi estómago desde el mismo momento en que acepté el trabajo y comencé a tener terribles pesadillas de las que despertaba en mitad de la noche empapada en sudor.

Tomé el tren en la Gran Central con una pequeña mochila azul a la espalda y mucha inquietud, tanta que en varias ocasiones estuve a punto de bajarme del vagón, sin embargo, poco  tiempo después de que arrancara el convoy sentí un suave olor a flores, tal vez el perfume de alguna pasajera entrada en años que había desempolvado una vieja fragancia y caí en un sueño inquieto y denso.

Desperté cuando el revisor, me avisó de que estábamos llegado. Según la información que había recopilado a través de Internet, debía llegar a la moderna estación de ferrocarril, pero cuando el tren se detuvo, me encontré en el andén de una construcción decimonónica y desierta en la que nadie más que yo se apeó. Parecía un apeadero fantasma de esos que quedan a su suerte en algunos pueblos abandonados del interior. No había señal de vida humana: ni viajeros, mi maleteros, ni las socorridas máquinas de refrescos que sustituyen a las personas en los lugares con poca afluencia de viajeros.

Estuve sentada en los duros bancos de madera de la sala de espera durante más de veinte minutos, ya que según las instrucciones que me habían dado llegaría un coche a recogerme a mi llegada. Inquieta saqué del bolsillo en varias ocasiones mi teléfono móvil para comprobar invariablemente que no tenía cobertura. Después desdoblé la carta que guardaba en el interior de mi abrigo, en la que se indicaba la dirección exacta de la casa y salí al exterior. Con un profundo suspiro de desolación contemplé el ancho desierto helado que se extendía ante mi, envuelto en una niebla plomiza y perturbadora y comencé a caminar sobre las aceras heladas.

En varias ocasiones sentí la tentación de regresar a la estación y tomar el primer tren con destino a cualquier parte, pero seguí avanzando como un zombi hasta que, desde el fondo silencioso de la avenida me llegó un siseo desconocido que rompía el tedioso silencio. Alcé la vista sobresaltada y ví cómo un viejo trineo tirado por cuatro caballos negros de piel brillante y mirada asustadiza se acercaban a mí a toda velocidad hasta detenerse justo a mi lado.

La portezuela se abrió violentamente y una mujer menuda descendió de él tendiéndome la mano. Tendría más de cincuenta años e iba vestida con un abrigo anticuado y un sombrero de piel pasado de moda.

- ¿Señorita Morn? Soy la Señora Dunwich. Suba al coche, por favor.  – Parloteaba con mucha soltura, como si fuésemos viejas amigas - Lamento haber llegado tan tarde, pero los señores Gilman decidieron ayer mismo trasladarse a su villa de las afueras de Providence y, desafortunadamente, la nevada de esta noche nos ha dejado algo aislados. – Sonrió como si estuviese recordando una escena entrañable – El Señor Ward,– dijo señalando hacia donde debía encontrarse el pescante -  ha tenido que retirar una buena cantidad de nieve de la entrada de la cochera, pero a pesar de eso, el único vehículo capaz de salir de la finca esta mañana, ha sido esta vieja antigualla.

- Entiendo – contesté tímidamente mientras observaba el cálido refugio entelado que resultó ser aquel carruaje. Desde luego, podía pensarse que se trataba de una pieza de museo, una nueva extrañeza que subrayaba mi inquietud.

Dorotea Dunwich sonrió distraídamente mirando hacia el exterior. Todo parecía estar dormido. Pasábamos velozmente junto a las viejas villas cerradas, no se veían personas en las ventanas ni en las calles, no había luz tras los cristales de las tiendas y tuve la sensación de que el viento nos seguía, nos rodeaba y hasta nos empujaba, como si estuviésemos atravesando un túnel de pruebas.

- Es hermosa la nieve – dijo como si pudiera leer mis pensamientos y quisiera tranquilizarme  – Cuando nieva se hace el silencio y todo se detiene.

Mis pies y mis mejillas comenzaban a entrar en calor. El cosquilleo gratificante de la sangre que circulaba de nuevo alegremente por mis venas, el cansancio acumulado del viaje y un sutil olor a flores que me resultó vagamente conocido, se apoderaron de mí arrastrándome a una irresistible somnolencia. No se cuanto tiempo estuve inconsciente, pero al despertar el carruaje estaba atravesando las altas puertas de hierro de la antigua mansión Gilman, un enorme palacio de piedra gris, cuajado de formas arbóreas que le daban un temible aspecto orgánico desde los cimientos hasta excéntricas almenas cuajadas de espeluznantes gárgolas.

Me estremecí de nuevo y tuve que reprimir el impulso de huir.

- Ya hemos llegado, querida – dijo la señora Dunwich mientras abría la puerta y se lanzaba al exterior con una agilidad que no correspondía ni a su edad ni a su silueta algo entrada en carnes. Yo bajé inmediatamente después. El suelo estaba resbaladizo. La nieve había dejado de caer hacía tiempo y el viento había congelado la superficie.

Caminé cuidadosamente hasta llegar a las anchas escaleras que terminaban en un profuso portón tallado de madera oscura que se abrió justo cuando estábamos a punto de alcanzarlo.

- Bienvenida a Arkham House. – Dijo una dilatada voz masculina que se deslizó desde el interior de la mansión y que precedió a la alta y distinguida figura de un hombre de rostro alargado y tortuoso que me resultó extrañamente familiar.

- Señor Gilman – intervino rápidamente la señora Dunwich – ella es Leonora Morn, la nueva institutriz.

- Por supuesto –dijo él tendiéndome una mano helada mientras plegaba su rostro acartonado en lo que quería ser una  sonrisa. – Enseguida conocerá a mi hija, pero antes acompáñeme a la biblioteca, allí podremos hablar sobre lo que se espera de usted mientras entra en calor junto a la chimenea.

Al atravesar el umbral sentí aún más frío que en el exterior. El edificio era enorme, las escaleras ascendían acompañadas de una barandilla que se retorcía sobre sí mismas como la espalda de un animal del abismo. Las ventanas, veladas con enormes vidrieras de colores, filtraban enérgicamente la luz exterior convirtiendo las salas en lugares inquietantes y llenos de sombras móviles. Los ecos de las pisadas ascendía como amenazas rebotando en las paredes. En definitiva, la imagen idílica y confortable que me había hecho de mi estancia en Providence se diluía rápidamente como papel mojado.

Me senté tiritando junto a la chimenea. Aún no me había quitado el abrigo. El señor Gilman se sentó frente a mí, envuelto en su batín de terciopelo y me tendió una taza de té humeante antes de comenzar a hablar:

- Las normas de esta casa son sencillas pero estrictas. Está prohibido bajar al sótano y salir del recinto de la Mansión sin la compañía del señor Ward. Eso es todo, como puede ver, señorita, no es mucho pedir. En cuanto a mi hija Katja, usted misma comprobará que se trata de una niña muy dócil y afectiva, por lo que espero que su estancia  aquí sea agradable y prolongada.

El señor Gilman volvió a repetir un esbozo de sonrisa para dar por terminada nuestra conversación. Inmediatamente, como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta, entró la señora Dunwich y me indicó con una mirada que debía acompañarla. Di un último sorbo a mi taza de te y salí de nuevo al corredor.

Noté cómo el vello de todo mi cuerpo se erizaba mientras subíamos las escaleras hacia mi dormitorio. La señora Dunwich brincaba alegremente sin dar señales de fatiga, mientras que yo había comenzado a jadear y sentía la irregularidad bulbosa de los peldaños bajo las suelas de los zapatos.

En el rellano del último piso nos encontramos con Katja, una silueta sonriente y silenciosas que esperaba clavada en mitad de aquel frío insufrible con un anticuado vestido de franela y el pelo retenido en dos gruesos lazos de terciopelo de azul. Me dio un vuelco el corazón al verla con las manos enlazadas a la espalda igual que un soldadito. Jamás en mis años de experiencia me había encontrado con ningún niño de siete años capaz de esperar quieto y silencioso durante varios minutos a la llegada de su profesor.

Cuando estuve a su altura me tendió una manita helada e hizo una reverencia mientras decía con su voz infantil:

- Encantada, señorita Morn.

Me produjo escalofríos.

- Hace mucho frío aquí, ¿verdad? – dije reaccionando rápidamente. – Vamos a algún sitio más acogedor y nos conoceremos mejor. – Ensayé una sonrisa que calculo que debió de resultar muy insegura porque enseguida la Señora Dunwich tomó el relevo y con paso ágil nos condujo hasta el final del corredor.

- Este será su dormitorio – Sentenció mostrándome una recargadísima habitación devorada por cortinajes y paneles de madera tallada.

- Como verá el dormitorio infantil, la sala de estudio y la de juegos están todas comunicadas entre  sí para que tengan mayor independencia. De ese modo no tendrán ningún motivo para transitar por los helados pasillos de la mansión – dijo con un ligero rastro de ironía antes de mostrarme las salas contiguas.

El dormitorio infantil no era una habitación sólo pa ra Katja, sino que resultó ser una enorme sala en la que se alineaban siete  camas con dosel que se separaban unas de otras por una amplia alfombra, una mesilla y una pequeña cómoda. Instintivamente busqué mi teléfono en el bolsillo del abrigo y comprobé que seguía sin conexión. La señora Dunwich de un vistazo atrapó mi consternación y dijo:

- Lamentablemente aquí no tenemos cobertura para poder utilizar dispositivos electrónicos,  de manera que vivimos bastante aislados y felices.

Si lo había dicho con ironía yo no lo había notado, pero tuve una sensación de angustioso aislamiento que me recorrió la espalda con un espasmo que no debió pasar desapercibido porque la niña me tomó de la mano y me llevó a rastras hasta la sala de juegos.

- Siéntese señorita Morn, jugaremos a tomar el té y a las mamás.

- Bueno, las dejaré solas para que se vayan conociendo - dijo la Señorita Dunwich y salió de allí con una sonrisa.

Cuando volví los ojos hacia mi pupila encontré a una niña totalmente diferente, menos inexpresiva y sonriente, mucho más humana.

- ¿Es un poco extraña, verdad? – me dijo – Aquí nada es del todo normal.

- ¿Por qué dices eso? - pregunté.

- ¿Has conocido a mi padre adoptivo? – me devolvió la pregunta como un boomerang.

- Por supuesto – dije expectante.

- ¿Y no te ha parecido un poco.... anticuado? – continuó bajando la voz. – Yo llevo aquí sólo unas semanas, pero todo me parece viejo, empezando por esta ropa que me obligan a ponerme.

- Entiendo. – dije – Bueno. Ahora estoy yo aquí y espero que nos entendamos bien.

- Y tú ¿por qué has venido? – preguntó – Quiero decir que yo estaba deseando tener una familiar y salir de aquella horrible institución y, a pesar de que todo esto sea un poco misterioso, estoy mucho mejor aquí.

- Bueno, digamos que yo también necesitaba una vida nueva – dije y, sin darle tiempo a que siguiese con aquel interrogatorio, me levanté dando una palmada – Pero ya está bien de preguntas, ahora ayúdame a deshacer el equipaje y nos organizaremos.

- Claro – saltó de su asiento y me siguió a través de las puertas contiguas hasta mi habitación.

- A esta mansión le falta un poco de alegría y de luz – dije y ella se rió – Abrí la ventana y miré al jardín cubierto de nieve. Desde esa altura debería verse una vista amplia del paisaje que rodeaba la mansión, pero lamentablemente una densa niebla se alzaba como un muro unos metros más allá. – Cámbiate de ropa y saldremos a jugar un poco.

- Estupendo – gritó Katja y salió corriendo de la habitación.

Pocos después estábamos tirándonos bolas de nieve y riéndonos. Había dejado de nevar y el sol calentaba tímidamente, a través de las nubes. La niña se divertía, parecía que hacía mucho tiempo que no jugaba con nadie. Pero mientras corríamos lejos de la fachada principal, noté que una sombra alargada se movía detrás de los cristales. Se abrió la ventana y vi la silueta inexpresiva del Señor Gilman observándonos. No puedo decir que su actitud fuese reprobatoria, desde luego, pero había algo de extrañeza en su manera de mirar, como si jamás hubiera visto a unos niños jugando con la nieve.

Unos días después de mi llegada, bajé a la cocina para hablar con la Señora Dunwich:

- Señora Dunwich – rectifiqué buscando su complicidad – Dorotea. La niña y yo desearíamos acercarnos a la ciudad para hacer unas compras.

La mujer se volvió a mirarme como si no comprendiese de lo que estaba hablando.

- ¿Hacer compras? – repitió – No creo que sea necesario. Puede usted pedirme a mí o al Señor Ward todo lo que necesite y se lo traeremos encantados.

Dudé durante un segundo:

- Por supuesto, por supuesto... Pero creo que sería una buena experiencia para la niña salir de aquí durante unas horas. A pesar de que la mansión sea grande, bueno, hay un mundo por explorar ahí fuera y los niños, también tienen que conocerlo. – Sugerí como si no tuviese importancia su negativa.

- En fin, lo consultaré con el Señor Gilman. – Me dijo con una sonrisa – Como comprenderá esa decisión no depende de mí.

- Desde luego – Contesté creyendo haber logrado superar una barrera infranqueable. Pero la respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche el dueño de la mansión me hizo llamar y me invitó de nuevo a sentarme ante él en la biblioteca. En esta ocasión su rostro alargado, circunspecto, de mirada un tanto asombrada, no esbozó ningún intento de sonrisa sino que clavó en mí sin piedad antes de decir:

- Señorita Morn, entiendo que a veces se le hará difícil no salir de este recinto, pero créame – hizo una pausa que se me antojó temible – que por su bien y por el de la niña están mucho mejor aquí, lejos de todos los peligros que acechan en el exterior. – Aquel discurso me resultó trasnochado, oscuro e intenté rebatir:

- Pero Señor Gilman, lo único que pretendo que es que su hija crezca como una niña normal, que salga de compras, que vaya al cine, que se divierta – Tal vez el gesto de extrañeza que cruzó su rostro debería haberme avisado de que había algo más que excentricidad detrás de su actitud, pero en ese momento sólo veía una cosa, la necesidad de ganar la primera batalla que me dejase consolidarme en ese entorno hostil.

- Creo que no me ha comprendido bien, Señorita – continuó él sin cambiar el tono de su voz y sin parecer contrariado – No quiero que mi hija sea una niña normal.

Me estremecí. No había ninguna posible réplica a aquella aseveración y la mirada insensible que me taladraba desde sus inquietantes pupilas subrayaban aquella hipótesis que se concretó con la entrada en escena del señor Wad. Se acercó hasta mí con su rostro cetrino y su riguroso traje negro y, sin llegar a rozarme, sentí cómo me obligaba a ponerme en pie y a salir de allí.

Desde aquel encuentro estuve estudiando detenidamente la mansión y a sus habitantes. Sobre la azotea no existían antenas ni repetidores y el sistema eléctrico resultaba incomprensiblemente precario. Una enorme y anticuada caldera de carbón calentaba escasamente las habitaciones que, afortunadamente, mantenían siempre encendidas sus anchas chimeneas humeantes.

Por otro lado, el servicio doméstico parecía evitar el contacto con la niña y conmigo. En ocasiones  les veía cuchichear entre ellos con cautela y volvían a sus tareas indescifrables de subidas y bajadas, de apariciones como si nosotras no existiésemos. A veces Katja y yo podíamos pasar horas sin encontrarnos con nadie. Salvo en las rigurosas horas de comida, clases y baño, las habitaciones principales parecían no tener vida. El silencio se instalaba como una amenaza húmeda que lo llenaba todo.

Recuerdo que poco tiempo después, mientras leíamos un viejo libro de cuentos infantiles, inclinadas sobre las ilustraciones decimonónicas, notamos la presencia de la señora Dunwich a nuestra espalda y las dos gritamos sobresaltadas. La mujer no se sorprendió por nuestra reacción ni hizo ningún comentario al respecto, sencillamente se limitó a recordarnos que habíamos sobrepasado la hora marcada para ir a dormir y que debíamos retirarnos.

Aquella noche la pequeña me llamó desde su cama en varias ocasiones porque no podía conciliar el sueño. Decía que cada vez que cerraba los ojos veía el rostro del ama de llaves iluminado por el resplandor de la chimenea y que el corazón volvía a ponerse en movimiento como una locomotora.

Una semana más tarde, cuando me levanté por la mañana, no pude encontrar a Katja en su dormitorio. La busqué en el jardín, en la cocina, incluso me aventuré a llamar a la puerta de la biblioteca con la intención de preguntar al señor Gilman por su hija, pero allí me encontré a una mujer delgada y hermosa a la que no había visto nunca antes, ataviada con un vestido largo y demasiado elegante, que me recibió con una calurosa sonrisa.

- Señorita Morn – me estrechó la mano – Soy Mona Gilman, la madre de Katja. – Parloteaba con ligereza, sonriendo y gesticulando con elegancia – Le extrañará no encontrar a mi hija por aquí pero hoy está cumpliendo una importante misión junto a mi esposo y a la señora Dunwich.

Yo no sabía cómo reaccionar, así que esperé pacientemente a que continuase su discurso.

- Hoy será el gran día – continuó – porque Katja elegirá a su nueva hermanita – Dijo con una sonrisa soñadora.

- Nadie me había avisado de ello – intervine extrañada. Pero la mirada de la mujer, algo confusa, se fijó en mí y me vi obligada a añadir, titubeando – Pero supongo que eso es ... fantástico ¿Verdad?

- Claro que sí, querida. La familia Gilman crece, y seguirá creciendo durante mucho tiempo. – Aquella frase quedó temblando en el aire y me resultó tan enigmática como temible.

Salí de allí sin saber qué debía hacer. Vagabundeé por la mansión vacía, el día me pareció interminable y temible: los sonidos de la mansión crecían y chocaban contra las paredes de los corredores recordándome mi inquietud. Los relojes martilleaban machaconamente su cantinela que rebotaba en mi cabeza llena de temores, hasta llevarme a un estado de ansiedad que me obligaba a respirar desacompasadamente, como si estuviese sufriendo una crisis de asma. La realidad asfixiante de aquel lugar, sin la presencia de la niña se me hacía totalmente insoportable y decidí salir a dar un paseo. Me puse el abrigo, me calé el gorro de lana, la bufanda, los guantes, respirar aire fresco.

Bajé hasta la superficie nevada con la única idea fija en mi cabeza de llegar como fuese al límite de la propiedad. Quería ver los confines de ese mundo privado en el que me sentía recluida y en el que Katja y yo habíamos llegado a desarrollar una relación muy estrecha, llena de complicidades, en la que nos sentíamos más seguras. Juntas entre la pequeña multitud de seres extraños que transitaban a nuestro alrededor como marionetas malignas.

La nieve nueva, crujía y se hundía fácilmente bajo mis pies. Caminé con dificultad alejándome de la casa. Cada paso me suponía un esfuerzo enorme que me hizo sudar enseguida, pero después de una agotadora hora de fuerza de voluntad y zozobra, logré vislumbrar los límites de la propiedad. En mi cabeza había comenzado a formarse la idea de huir, de escapar, de alejarme lo más posible de allí, huir. Giré varias veces la cabeza para asegurarme de que nadie me seguía y continué anotando cada rumor de mis pies, cada jadeo que parecía delatarme en mitad del silencio, cada oleada de calor que subía desde mi pecho perlando mi frente de gruesas gotas de sudor.

Llegué hasta la valla, que no era más que una pequeña empalizada de piedra, nada que pudiera retenerme, nada que no fuese capaz de superar de un salto. Respiré aliviada. Coloqué mis manos sobre la roca y me puse de puntillas para averiguar qué había con exactitud al otro lado, pero solo pude ver el bosque,  solitario y misterioso, extendiéndose ante mis ojos. Intenté subir sobre la empalizada para ver si lograba tener una mejor perspectiva, pero entonces sentí ese pequeño rumor que me obligó a mirar detrás de mí. Desee encontrar algún animal pequeño, quizá un conejo, que habría me hubiera sobresaltado sin ningún motivo, pero en vez de eso encontré de frente con el rostro cetrino y hermético del Señor Ward, que me observaba amenazante.

Todo mi cuerpo comenzó a temblar presa del pánico y me pedía que saliera corriendo de allí lo antes posible, ya, en aquel mismo instante, pero las piernas no me respondían y aquel hombre estaba demasiado cerca, demasiado como para que no le hubiera sentido caminar sobre la nieve fresca, demasiado como para que no hubiera producido ningún  ruido antes de llegar junto a mí.

- La señorita Gilman ya ha llegado – dijo como si su presencia no fuese una amenaza sino un simple servicio para notificarme la llegada de mi pupila. Pero yo no podía moverme. Me sentía atrapada en mi cuerpo como si fuese víctima de una droga paralizante. Él esperó pacientemente a que reaccionase, sin volver a hablar, pero también sin retirarse. Parecía alerta, presto a actuar si tomaba la decisión equivocada y, finalmente, logré ponerme en movimiento y seguirle a través del páramo helado mientras me decía a mí misma una y otra vez que acababa de desperdiciar la única posibilidad que tendría de huir de aquella cárcel.

(Continuará....)

Texto registrado

martes, 1 de enero de 2013

Feliz 2013

Ansel Adams
 

Feliz 2013 lleno de esperanza.

Miremos hacia el futuro sin miedo, como lo hacen los niños, con la sensación de que cada día es una sorpresa y una oportunidad, con el convencimiento de que, con nuestro sólo esfuerzo, seremos capaces de lograr todo lo que nos propongamos. 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Vanna

Sarolta Ban


Como un cíclope, Edmundo miraba con su único ojo hacia la puerta de la librería de segunda mano que regentaba en el barrio viejo de la ciudad. Cuando sonaba la campanilla indiscreta y alzaba la vista, casi siempre descubría la actitud insegura de un delator o de un confidente que, escudándose en su anonimato, dejaría bajo los primeros volúmenes del expositor de la  entrada, una traición cobarde y sin sentido.

Edmundo los reconocía por la sordidez de su vergüenza, por la previsible cobardía de sus preguntas esquivas sobre cualquier novela y por el breve intercambio comercial que se desarrollaba sobre su mostrador con el tintineo de las monedas que se manejan con mano temblorosa.

Después, con su sucia cosecha bajo el brazo, caminaba hacia el café, se sentaba al fondo y esperaba a que algún empleado de los servicios secretos ocupase la mesa contigua y retirase  discretamente el sobre marrón que llevaba en su interior la muerte o, en el peor de los casos, la destrucción de otra vida.

Con el tiempo, el asco que se había producido a sí mismo por haberse visto obligado bajo tortura, a  colaborar con el estado, se fue transformando en un odio sin fronteras contra los que vendían, gota a gota, la sangre más pura del país para dejarla al albur de la soberbia de unos pocos déspotas que se alzaban de puntillas sobre la convicción de su invulnerabilidad.

Pero aquella mañana del 8 de noviembre, soleada de primaveras porteñas, fue diferente. Sonó la campanilla y alzó la vista con la boca ladeada en un gesto de asco que se quebró en el aire al ver la silueta demasiado joven, demasiado ligera y desenvuelta de una muchacha que empujaba con ímpetu la puerta quejosa y le miraba de frente, dirigiéndose a él sin artificios.

- Buenos días. - Canturreó - Estoy buscando a Edmundo Morales.

Él notó cómo se le arrugaba algo en las entrañas, algo gomoso, justo en la boca del estómago, y no logró responder. Pero ella esperaba, con su sonrisa nueva, sin urgirle.

- Se que trabaja aquí. - Le miró detenidamente - Llevo mucho tiempo buscándole.

Edmundo titubeó. Las primeras palabras le salieron rasposas de silencio y de desuso, después logró dominar su voz:

- Yo soy ¿Qué desea de mí? 

- Sí, ya lo sabía  - Dijo ella riéndose despreocupadamente, dejando que el sonido alegre de su garganta chocara contra todos aquellos viejos libros apilados que parecían recibir su alegría con gratitud. Extendió su mano en un gesto espontáneo de saludo - Yo soy Nana.

Tal vez ella esperaba que aquel nombre despertase algún recuerdo en él, pero no fue así. Seguramente quedó decepcionada pero no desfalleció:

- Nana, de Giovanna - Volvió a canturrear alegremente.

"Giovanna" repitió Edmundo, y aquel eco del pasado rompió el dique de la memoria trayéndole de pronto un torrente de impresiones, de olores, de esperanzas que venían de mucho tiempo atrás, de cuando aún tenía confianza en el ser humano, de cuando había intentado luchar contra la maldita dictadura y había creído que un sólo hombre podía ser capaz de mover el mundo.

"Giovanna", volvió a decir. Y la recordó tan joven, tan hermosa como esa muchacha que tanto se le parecía. ¿Qué habría sido de Vanna? ¿Dónde había ido a parar su recuerdo? Tal vez por miedo a delatarla en los interminables interrogatorios o en las visitas recurrentes de los servicios de inteligencia la había borrado de su memoria como se borra un mal sueño que ahora venía de nuevo a las orillas de esa librería oscura y sucia, de esa cárcel en la que sobrevivía sin vivir, envenenado por la culpa.

- Ella se marchó justo a tiempo. - Dijo Edmundo como para sí mismo - Yo tendría que haberla seguido unos días después pero...  - Se detuvo, se le acumulaban los recuerdos, las voces. El pensamiento que había mantenido reprimido, doblegado durante décadas, ahora  quería salírsele todo de una sola vez con tanta urgencia que se le derramó en lágrimas que babeaban sin decoro de su ojo izquierdo.

- Sí, nosotras nos marchamos justo a tiempo - Dijo Nana tomándole de la mano y volviéndole a mirar de frente, como no le habían mirado desde que el mundo se había convertido en un barro gris y doloroso que lo envolvía todo.

- "Nosotras" - repitió llenándose de asombro - "Nosotras"... - y aquellas palabras se fueron abriendo camino en su inteligencia - Tú.... Ella... Nosotros...

La puerta volvió a abrirse con el rumor cansino de la madera dilatada y en el umbral se recortó otra silueta de mujer, más mayor, más firme y certera pero igualmente hermosa que  le vino a su encuentro sonriendo.

- Vanna - dijo - Vanna. - Y la abrazó con desesperación, con sorpresa, con alivio, como un náufrago se agarra a su tabla de salvación. Pero enseguida la retiró violentamente. - Aquí corres peligro ¿A qué has venido? Ellos te detendrán - miró a Nana - Os detendrán... Después de estar a salvo, después de haber escapado de la tortura, del miedo, de la muerte.

Ella le acarició la cara, le acarició la tela negra que tapaba el ojo ausente y le dijo:

- Ya no, por fin todo ha acabado, por fin todo ha acabado...

Edmundo la miraba sorprendido, intentando abarcar en un solo vistazo los veinte años transcurridos, la belleza de la mirada doblegada, la sutil sonrisa perfilada de carmín.

- Vanna. - Volvió a decir y un dolor agudo y largo, como el filo de un cuchillo impertinente le partió el pecho en dos y apagó la luz de su memoria.

"Vanna" iba diciendo mientras la ambulancia, renegada, atravesaba rugiendo la ciudad para salvarlo de sí mismo.

Texto registrado