sábado, 11 de marzo de 2023

Conectados


Entro en el vagón del metro, como todos los días. Hay muchas personas conectadas (literalmente) a sus teléfonos móviles. Algunas están manteniendo videollamadas intrusivas en las que todos somos espectadores pasivos y figurantes al mismo tiempo. Algunos grupos de adolescentes hablan a voces de sus cosas. Una señora relata a gritos (sin permitir que su compañera intervenga en ningún momento) un suceso de su vida. Entre el ruido ensordecedor de la catarata de palabras y el silencio sumiso de los que vegetan frente a sus pantallas, una vida distópica avanza hacia nosotros sin que podamos verla. 

Alguien silba una melodía recurrente para aderezar la ensalada sonora. Alguien tose sin taparse la boca como si el confinamiento por el COVID no hubiera ocurrido nunca. Alguien levanta la mirada de las páginas de un libro y, frustrado, lo vuelve a cerrar.

La metralleta de palabras vacuas continúa disparando hacia todos los rincones. No es la única. Nunca hemos hablado tanto y nos hemos comunicado tan poco. Su interlocutora la mira y asiente de vez en cuando pero tiene en los ojos la mirada ausente de quien está pensando en otras cosas. En realidad no importa porque la mujer que habla no hace más que repetir un monólogo interior que expulsa de su cuerpo como si pudiese exorcizarla.

El vagón se detiene en mi estación. El andén se llena de pasos presurosos y de un cierto silencio balsámico. Sobre la acera las voces se expanden y se difuminan. El sol lame mi cansancio y me pierdo. El tren sigue avanzando por las tripas de Madrid y la voz, insidiosa y chillona, se pierde con él para siempre.

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