Los fantasmas no hacen ruido. Son
seres evanescentes y discretos que saben guardar secretos, que te espían
mientras comes porque añoran el placer físico de los aromas y los sabores en el
paladar. Que suspiran mientras la gente se ama entre las sábanas acaloradas del
verano. Que hacen vigilia con las madres asustadas que velan al niño
enfebrecido y con los padres que se sientan pegados al teléfono cuando la
madrugada avanza y los hijos aún no han vuelto a casa.
Los fantasmas no hacen ruido, pero acarician la nuca, algunas veces, para que sepamos que siguen con nosotros y nos susurran secretos al oído, avisos, noticias aparentemente intrascendentes que nos hacen cambiar el rumbo rutinario de la vida y nos salvan de un naufragio o nos arrojan al olvido según sea su memoria y su tristeza.
Los fantasmas no hacen ruido, pero construyen telarañas invisibles a nuestro alrededor y remueven con sus fríos dedos las memorias de los durmientes y, a veces, cambian las cosas de sitio, solo por divertirse.
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