jueves, 4 de junio de 2020

"La voz de silvia"

De mi viejo reto "Un día, un relato", vuelvo a compartir hoy el cuento número 282: "La voz de Silvia" como homenaje a parte del pueblo norteamericano que sigue sufriendo, en pleno siglo XXI, una discriminación racial propia de tiempos remotos y brutales.

Este relato fue publicado por primera vez el 9 de noviembre de 2011




Silvia tiene una voz negra, una mirada negra y un alma de soul. Cuando canta cierra los ojos y se abren las catacumbas de la nostalgia. Los transeúntes recuperan sus almas abrasadas por la prisa de Manhattan; pierden, sin querer, su indiferencia y recuerdan de improviso que también tienen sueños, que aman, que sufren, que sienten.

Silvia abre el silencio de la mañana con su voz y el cielo se detiene por unos segundos, asombrado por tanta belleza. En el viento tirita la melancolía de una pérdida, de una injusticia largamente soportada, de un ritmo telúrico y profano que contiene el pulso limpio de la vida. Se derrama sin prisa en su lamento que acalla el eterno bramido de la ciudad concéntrica.

Cuando su voz se extingue vuelve a caminar sin prisa hacia alguna iglesia, o hacia un jardín tranquilo o hacia el muelle que conserva el olor de la vieja brea de los emigrantes que dejaron prendida su nostalgia contra las maromas del tiempo. Y una vez allí, extiende su ancho pecho de matrona con una respiración acompasada, plácida, doliente y contempla el mundo como si lo supiera todo, como si lo comprendiera todo desde la atalaya de su fortaleza doblegada.

Hoy sus pasos la han llevado hasta la iglesia de la Trinidad. Se ha acomodado al fondo de la nave. Ha elevado sus cansados ojos negros hacia dios y ha sonreído, con paciencia, como solo se puede hacer cuando no se espera nada.

Se ha abierto la puerta para dar paso a una pareja de turistas con sus miradas redondas y Silvia ha sentido el capricho de ofrecerles un regalo y ha dejado que su voz manase, clara y reverberante, en un viejo canto teñido de cadenas, de algodón y de sudor. La pareja se ha detenido en el centro de la nave, raptada por una emoción sanguínea; consciente de estar viviendo ese instante único que, a veces, con fortuna, cosechan los viajeros que saben rastrear el mundo con paciencia. Cuando el silencio regresa, tardan un tiempo en volver a sus cuerpos itinerantes. La miran desde la distancia, con las pupilas húmedas y se escucha un humilde agradecimiento quebrado que se hace eco y fluye, aleteando sobre las bancadas, hasta tocarle la piel. Después, volviéndose de vez en cuando hacia ella, salen de allí y se pierden tragados por la nada.

Silvia se siente bien, tiene de nuevo el alma limpia. Se ha vaciado del dolor y de la prisa que ha visto durante toda la mañana. Ha enjugado el llanto de los desheredados que la han ignorado; de los espíritus atrapados que no encuentran la salida; de los soberbios que ignoran que también son mortales; de los vagabundos que la miran a los ojos y la sonríen con la esperanza desdentada.


Se pone en pie lentamente. Dirige una última mirada cómplice al sacerdote que atraviesa el altar y regresa a la calle. Un rayo de sol la baña, iluminándola en el centro gris de la acera inconcreta y, con un gesto inapreciable, extiende sus enormes alas negras y vuelve a volar, recogiendo el silencio ensordecedor de Manhattan desde el cielo.

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