domingo, 10 de mayo de 2015

Alguien


Fotografia © Michael Wolf

Había amanecido. El sol brillaba de nuevo sobre el horizonte bulboso de tejados y abatimiento. La gente dormitaba aún escondida en los hormigueros verticales, desperezándose lentamente, y las avenidas esdrújulas se extendían solitarias, como los filos débiles de una tela de araña enredada en las esquinas.

Alguien se preguntó cómo sería vivir sólo en aquel laberinto, sin escuchar voces ni vehículos, sin sentir el parloteo de la gente, el murmullo de los secretos encerrados en las indiscretas paredes de los apartamentos taciturnos, el gorgoteo de las cisternas, el rumor del sexo ajeno, la penetrante impertinencia de los televisores, el aroma del café de las mañanas, el olor a gel de un vecino recién duchado que se asoma a la ventana para contemplar el nuevo día. Sería extraño y a la vez balsámico no ver, no sentir, no compartir con nadie toda aquella extensión de luz, toda aquella mañana luminosa y fresca, invadida de sol.

Alguien se vistió apresuradamente y bajó los escalones para llegar el primero a la acera, para estrenar la ciudad, para poner en marcha las piernas entumecidas. Llegó al portal y decidió salir hacia la derecha, podría, igualmente, haber caminado hacia la izquierda, esquivando el gran árbol que llenaba el alcorque sobrepasado, pero decidió ir hacia la derecha, hacia la verdura conocida en la que se respiraba mejor, en la que podría sentarse bajo el sol y dejarse acariciar sin prisa, sólo aún en la ciudad.

Llevaba un paso ágil, casi rápido, como si la sola idea del jardín le apresurase. Sorteó los vehículos estacionados, atravesó la calzada y se perdió entre los altos edificios que imponían la sombra sobre las aceras. Había en su interior una energía nueva, eufórica, que le impulsaba a seguir caminando como si sólo con el movimiento de su cuerpo pudiese cambiarlo todo, renovarlo todo.

Alguien se detuvo confuso en un punto de la acera, se puso de puntillas en el borde de una empalizada que limitaba el trabajo de una gran zanja en la que se estaba construyendo un nuevo monstruo de cemento del que pudo ver sus raíces de hormigón clavándose en la tierra escasa. Allí también reinaba el silencio. La grúa pendulaba, solitaria, sobre la ruina en crecimiento. Una hormigonera silenciosa dormitaba en un rincón, cóncava y oscura, como un agujero negro. Sobre su piel rayada se apoyaban varias palas, como ramas de una planta sin hojas.

Retrocedió. Sobre la valla había un gran rótulo en el que se indicaba que se estaba edificando la unidad habitacional K-314 que alojaría a un total de doscientas dieciséis personas. Alguien suspiró contrariado, contempló la anchura del proyecto que se presentaba como un moderno condominio de aberturas irregulares, sin balcones, sin plantas, sin intimidad y se sintió abatido. Hasta hacía pocas semanas allí había habido un pequeño parque, algo salvaje, en el que le gustaba refugiarse para sentir el rápido movimiento de los pájaros en las ramas de los árboles, y el tránsito amortiguado de los coches que recorrían las calles circundantes. Ya apenas quedaban jardines, y los pocos que había estaban conectados con líneas férreas que los habían transformado en parques temáticos abarrotado de personas que esperaban durante meses su oportunidad para visitarlos. Desde allí tendría que caminar algo más de una hora para poder llegar hasta el siguiente espacio verde sin control, una estrecha franja de terreno que había quedado encajada entre cuatro grandes estructuras de viviendas, a la que apenas llegaba la luz del sol.

Se sintió deprimido, sólo le quedaba el oasis de la azotea de su edificio en el que los vecinos, como otros tantos, habían instalado, trabajosamente, un huerto del que obtenían los alimentos necesarios para la comunidad, porque el crecimiento demográfico incontrolado había ido devorando progresivamente el terreno disponible y ya no quedaban granjas ni huertas como las que había conocido siendo niño.

Deshizo el camino andado y comenzó a ver cómo se abrían algunas ventanas, estrechas, como los interiores de las habitaciones, de las que salían rostros pálidos y macilentos. Aquí y allá se vislumbraba la estructura compacta de los salones dormitorios, los nichos adaptables plegados en las paredes que se activaban mecánicamente con una sola orden verbal. Sin duda había sido una gran solución técnica para aliviar la falta de espacio del planeta, pero para lograr que su aplicación fuese lo más sostenible posible, los ciudadanos habían tenido que prescindir de todas las cosas superfluas a las que se apegaban sin sentido: los libros, los discos, los álbumes de fotos, los cuadros o las fotografías que habían sido integradas en unidades inteligentes  capaces de almacenar millones de gigas de información personalizada. De esa manera cualquiera podía poseer una obra de arte o un magnífico paisaje flotando en las paredes. Se había democratizado la cultura, habían dicho categóricamente los directores internacionales, ahora todos podían ser realmente iguales, poseer las mismas cosas, tener las mismas escasas oportunidades.

Caminó un poco más, con esa pereza pegajosa que provoca la tristeza. Cuando llegase a su vivienda programaría el lector y escucharía alguna vieja historia de esas en las que los hombres se levantaban en armas y conquistaban el mundo, una de esas absurdas epopeyas que le hacían sentirse mejor, más libre y que repetidamente le había desaconsejado su ciberterapeuta.

Se acercó al acceso principal.

- Ciudadano Alguien – repitió la voz humanizada – desplazamiento exterior no programado número 357/33. Contacte con su supervisor. Gracias.

La puerta se abrió. Subió las escaleras, accionó el pulsador digitalizado de su vivienda y entró en el cubículo estrecho y alargado. Dio algunas órdenes en voz baja y se sentó en un sillón acolchado. Sobre la pared de enfrente se proyectó un paisaje verde y soleado y desde el fondo de unos altavoces invisible comenzó a escuchar una voz cadenciosa y masculina que leía pausadamente:

- “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho…”


Activó la lámpara solar que estimulaba un bienestar instantáneo y cerró los ojos, dejándose llevar por las palabras hasta ese mundo viejo e inhumano que tanto le había fascinado desde que lo descubriera, siendo un niño, en la casa de su abuelo. Se concentró un segundo y pudo sentir de nuevo el tacto de las tapas de cuero, el olor de las páginas apergaminadas y las ilustraciones a plumilla que reproducían, cada cierto tiempo, las escenas imposibles de esa historia sin sentido.

Paloma Ulloa

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