Fotografia © Michael Wolf
Había amanecido. El sol brillaba de
nuevo sobre el horizonte bulboso de tejados y abatimiento. La gente
dormitaba aún escondida en los hormigueros verticales, desperezándose
lentamente, y las avenidas esdrújulas se extendían solitarias, como los filos
débiles de una tela de araña enredada en las esquinas.
Alguien se preguntó cómo sería vivir
sólo en aquel laberinto, sin escuchar voces ni vehículos, sin sentir el
parloteo de la gente, el murmullo de los secretos encerrados en las indiscretas
paredes de los apartamentos taciturnos, el gorgoteo de las cisternas, el rumor
del sexo ajeno, la penetrante impertinencia de los televisores, el aroma del
café de las mañanas, el olor a gel de un vecino recién duchado que se asoma a
la ventana para contemplar el nuevo día. Sería extraño y a la vez balsámico no
ver, no sentir, no compartir con nadie toda aquella extensión de luz, toda
aquella mañana luminosa y fresca, invadida de sol.
Alguien se vistió apresuradamente y bajó
los escalones para llegar el primero a la acera, para estrenar la ciudad, para
poner en marcha las piernas entumecidas. Llegó al portal y decidió salir hacia
la derecha, podría, igualmente, haber caminado hacia la izquierda, esquivando
el gran árbol que llenaba el alcorque sobrepasado, pero decidió ir hacia la
derecha, hacia la verdura conocida en la que se respiraba mejor, en la que podría
sentarse bajo el sol y dejarse acariciar sin prisa, sólo aún en la ciudad.
Llevaba un paso ágil, casi rápido, como
si la sola idea del jardín le apresurase. Sorteó los vehículos estacionados, atravesó
la calzada y se perdió entre los altos edificios que imponían la sombra sobre
las aceras. Había en su interior una energía nueva, eufórica, que le impulsaba
a seguir caminando como si sólo con el movimiento de su cuerpo pudiese
cambiarlo todo, renovarlo todo.
Alguien se detuvo confuso en un punto de
la acera, se puso de puntillas en el borde de una empalizada que limitaba el
trabajo de una gran zanja en la que se estaba construyendo un nuevo monstruo de
cemento del que pudo ver sus raíces de hormigón clavándose en la tierra escasa.
Allí también reinaba el silencio. La grúa pendulaba, solitaria, sobre la ruina
en crecimiento. Una hormigonera silenciosa dormitaba en un rincón, cóncava y
oscura, como un agujero negro. Sobre su piel rayada se apoyaban varias palas,
como ramas de una planta sin hojas.
Retrocedió. Sobre la valla había un gran
rótulo en el que se indicaba que se estaba edificando la unidad habitacional
K-314 que alojaría a un total de doscientas dieciséis personas. Alguien suspiró
contrariado, contempló la anchura del proyecto que se presentaba como un
moderno condominio de aberturas irregulares, sin balcones, sin plantas, sin
intimidad y se sintió abatido. Hasta hacía pocas semanas allí había habido un
pequeño parque, algo salvaje, en el que le gustaba refugiarse para sentir el
rápido movimiento de los pájaros en las ramas de los árboles, y el tránsito
amortiguado de los coches que recorrían las calles circundantes. Ya apenas
quedaban jardines, y los pocos que había estaban conectados con líneas férreas que
los habían transformado en parques temáticos abarrotado de personas que
esperaban durante meses su oportunidad para visitarlos. Desde allí tendría que
caminar algo más de una hora para poder llegar hasta el siguiente espacio verde
sin control, una estrecha franja de terreno que había quedado encajada entre
cuatro grandes estructuras de viviendas, a la que apenas llegaba la luz del
sol.
Se sintió deprimido, sólo le quedaba el
oasis de la azotea de su edificio en el que los vecinos, como otros tantos,
habían instalado, trabajosamente, un huerto del que obtenían los alimentos
necesarios para la comunidad, porque el crecimiento demográfico incontrolado
había ido devorando progresivamente el terreno disponible y ya no quedaban
granjas ni huertas como las que había conocido siendo niño.
Deshizo el camino andado y comenzó a ver
cómo se abrían algunas ventanas, estrechas, como los interiores de las
habitaciones, de las que salían rostros pálidos y macilentos. Aquí y allá se
vislumbraba la estructura compacta de los salones dormitorios, los nichos
adaptables plegados en las paredes que se activaban mecánicamente con una sola
orden verbal. Sin duda había sido una gran solución técnica para aliviar la
falta de espacio del planeta, pero para lograr que su aplicación fuese lo más
sostenible posible, los ciudadanos habían tenido que prescindir de todas las
cosas superfluas a las que se apegaban sin sentido: los libros, los discos, los
álbumes de fotos, los cuadros o las fotografías que habían sido integradas en unidades inteligentes
capaces de almacenar millones de gigas de información personalizada. De
esa manera cualquiera podía poseer una obra de arte o un magnífico paisaje
flotando en las paredes. Se había democratizado la cultura, habían dicho
categóricamente los directores internacionales, ahora todos podían ser
realmente iguales, poseer las mismas cosas, tener las mismas escasas oportunidades.
Caminó un poco más, con esa pereza
pegajosa que provoca la tristeza. Cuando llegase a su vivienda programaría
el lector y escucharía alguna vieja historia de esas en las que los hombres se
levantaban en armas y conquistaban el mundo, una de esas absurdas epopeyas que le
hacían sentirse mejor, más libre y que repetidamente le había desaconsejado su
ciberterapeuta.
Se acercó al acceso principal.
- Ciudadano Alguien – repitió la voz
humanizada – desplazamiento exterior no programado número 357/33. Contacte con
su supervisor. Gracias.
La puerta se abrió. Subió las escaleras,
accionó el pulsador digitalizado de su vivienda y entró en el cubículo estrecho
y alargado. Dio algunas órdenes en voz baja y se sentó en un sillón acolchado.
Sobre la pared de enfrente se proyectó un paisaje verde y soleado y desde el
fondo de unos altavoces invisible comenzó a escuchar una voz cadenciosa y
masculina que leía pausadamente:
- “En un lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha mucho…”
Activó la lámpara solar que estimulaba
un bienestar instantáneo y cerró los ojos, dejándose llevar por las palabras
hasta ese mundo viejo e inhumano que tanto le había fascinado desde que lo descubriera,
siendo un niño, en la casa de su abuelo. Se concentró un segundo y pudo sentir
de nuevo el tacto de las tapas de cuero, el olor de las páginas apergaminadas y
las ilustraciones a plumilla que reproducían, cada cierto tiempo, las escenas
imposibles de esa historia sin sentido.
Paloma Ulloa
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