Ernest Descals
Huele
a prisa, a gente que entra y que sale, a urgencias de retorno a casa después
del trabajo. Alguien me toma del brazo y me guía hasta un asiento libre y noto
sus dedos rígidos como garfios apretándome la piel.
-
Gracias, gracias – susurro entre dientes – no hace falta, estoy bien, de
verdad.
Pero
el hombre que me conduce no acepta mi desenvoltura, debo sentarme, debo
obedecer a su necesidad de hacer el bien. No importa, ya estoy acostumbrada,
antes me enfurecía la indefensión que provoca la indefensión, pero ya lo he
superado, los desconocidos se sienten mejor cuando piensan que pueden ayudarte,
cuando se apiadan de ti porque creen que no puedes verles.
Mi
oído se expande en el aire, siento el cansancio de la gente que me rodea, el
quejido de sus respiraciones, la cadencia de los pasos embrutecidos, aplastados
por el peso de las esperanzas, de los fracasos, de las ambiciones. Alguien lee
a mi lado, siento la leve brisa de las páginas que me abanican al pasar, como
alas de mariposa, transportando un suave perfume de mujer.
El
tren se detiene, una bocanada de vidas se escurre por las puertas neumáticas
mientras otras porfían por entrar en el vagón. Alguien pasa a mi lado dejando
tras de sí un agrio aliento alcohólico pobremente camuflado tras el velo de un
chicle de menta. Por la forma que tiene de mover el aire le imagino ancho y
corpulento, algo escorado hacia la izquierda, el cabello ralo pegado a la
cabeza. Arrastra ligeramente los tacones de sus zapatos deformados provocando
una fricción pesada y repetitiva sobre el piso de goma.
El
tren arranca con un suave tirón y se embala por la tubería intestina. Los
viajeros hablan entre sí, repiten risas y anécdotas de la jornada de trabajo o
de las clases, atienden llamadas telefónicas que empapan la soledad, teclean,
sobre sus pantallas táctiles, mensajes insustanciales que les hacen sonreír.
De
unos auriculares cercanos se resbala la salmodia de un audio libro que no logro
identificar. Una voz masculina va contando, lentamente a veces, a golpes de
diálogo en otras ocasiones, la trama de una historia que comienza a interesarme
pero de la que me cuesta robar de vez en cuando una palabra.
Pero
debo estar atenta, estoy llegando a mi destino. Me pongo de pie, agarrada a la
barra vertical y avanzo entre la gente. Siento sus miradas tocándome el cuerpo
cuando descubren mi ceguera y el vacío silencioso que van dejando ante mí para
facilitarme el paso.
El
tren se detiene bruscamente, las puertas neumáticas se abren con su resoplido
zoológico y me dejan pasar. Extiendo mi largo bastón y voy topando con los pies
de los viajeros hasta llegar a la pared del fondo, firme refugio que me guía
hasta el ancho hueco de las escaleras, por el que me deslizo sin urgencia.
Los
ecos del pasillo me devuelven las formas densas de los cuerpos que se
desplazan, los pasos taconeados de algunas mujeres, el balanceo amortiguado de
las suelas deportivas, los acordes de una guitarra que se derraman por los
pasillos alcanzando con su calidez las heladas miradas de los viajeros programados.
La
calle está ahí fuera, detrás del rumor de los tornos que se abren y se cierran
como tijeras contando cuerpos. Desde arriba llega el bullicio de los coches, el
ruido de la gente que habla y pasea y se queja, el olor de la pastelería de
Inés y de las castañas asadas de Manuel, la voz de Claro, el quiosquero con el
que me entretengo cada madrugada antes de dirigirme al trabajo, el fragor del
bar de Pepe en el que los que comenzaron la jornada tomando un buen café,
rematan el día con una cerveza y una conversación de viejos amigos mientras
esperan que comience la retransmisión deportiva o la partida de dominó.
He
llegado a mi barrio, a mi casa; al lugar en el que las calles tienen formas
definidas y las irregularidades del suelo son balizas con las que puedo
orientarme, donde las voces que me saludan diseñan un mapa único
que me guía sobre la tierra sin necesidad de tocarme, ni de apiadarse de mí, ni
de ayudarme si yo no se lo pido. He llegado a ese refugio sagrado en el que
sólo soy Elena, una vecina más con una historia a sus espaldas, no más pesada
que la de los demás.
Paloma Ulloa
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