Bebo porque no soporto mi vida. Se me ha cansado el alma. Se me han cansado los dedos, la mente, el corazón, los pulmones.
Bebo porque cuando lo hago me siento más ligero, se difuminan los contornos insoportables del mundo, olvido por unos momentos el miedo, la frustración, la rabia.
Bebo porque cuando el líquido liberador roza mis labios siento una catarsis que me impulsa a creer, por un instante, que todavía todo es posible o que al menos, todavía algo puede ser posible.
Bebo hasta perder la compostura, hasta que las lágrimas me asaltan, hasta que el dolor sale de mi como un veneno y me deja limpio, por unas horas, del pegajoso influjo del fracaso.
Bebo aunque sé que mi cuerpo se retorcerá de asco y de sed dentro de unas horas. Aunque mi vida quedará en suspenso, sujeta a la resaca, culpable, resignada, arrepentida.
Bebo aunque mañana me convenceré de ser más fuerte y planearé maneras de librarme y rescatarme del infierno. Pero según pasen las horas encontraré justificaciones nuevas que me avalen y me lleven de nuevo hacia las voces estancadas del silencio, hacia la partitura incontestable del horror, hacia la sempiterna botella anhelante, tentadora, salvadora.
Bebo porque dentro de ese líquido dorado sobrevive la promesa de una fe que soy capaz de ver pero que cuanto más avanzo hacia ella, más lejana me parece.
Bebo porque a pesar de todo, aún no me he dado por vencido.