lunes, 10 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 38

8 de septiembre de 2018

Ha amanecido un día de frescura otoñal que permite respirar. Se esponjan los pulmones y las ideas. El cerebro vuelve a funcionar. Me llega una cierta añoranza de bosque y de tierra mojada. Un cierto deseo de infancia, de libros nuevos, de lapiceros y de cuadernos pautados, blancos de esperanza.

Me vienen a la mente recuerdos de un tiempo de ropas escasas y carreras por la acera, contra el frío; de olor a castañas asadas y a contención; de dinero escaso e imaginación despierta y bien nutrida; de canicas  hurtadas a los hijos consentidos del tendero y del lechero; de tirachinas insidiosos fustigando los descampados desdentados de la posguerra. Me vienen recuerdos de estraperlo y hambre; de inocencia truncada y de tabacos liados a escondidas con los restos de las colillas encontradas por la calle. Y siento que mi infancia fue plena y feliz, a pesar de la escasez y del frío. Recuerdo los tebeos desgastados, pegados con papel y engrudo, los libros manoseados, manchados de  grasa y sudor, mil veces leídos, mil veces olvidados sobre el suelo del terrado o de la cocina. Recuerdo, con la misma claridad que estoy viendo ahora esta ventana, la ancha acanaladura en la que escondíamos tesoros olvidados. El cóncavo calentador de cobre que la abuela pasaba por las sábanas frías; el olor de la sopa de mi madre cuando el pellizco del estómago vacío se sentía sorprendido por el pasillo largo y húmedo de la casa superpoblada.

La vejez es el país de la nostalgia y yo me adentro en el frondoso bosque de mis recuerdos con el placer de quien comienza gratamente la despedida del último viaje.

G.M.

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