viernes, 7 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 36

6 de septiembre de 2018

La distopía que en su día imaginó Ray Bradbury ya está aquí:  la humanidad vive atada  a una pantalla que le informa de lo que debe experimentar, lo que debe sentir y cómo hacerlo. Por la calle los ciudadanos caminan con sus dispositivos electrónicos conectados a sus oídos y dispuestos  ante sus bocas avarientas como si fuesen a comerse una tostada. Las conversaciones insustanciales lo invaden todo. Las películas, las series, los videos más o menos caseros, ocupaban cada uno de los instantes libres de sus días. El aburrimiento es un privilegio que solo pueden permitirse los viejos y los pobres. Los niños transitan de una actividad a otra con un frenesí desconcertante. El mundo ya no se estremece con las pequeñas cosas, ahora se compenetra en oleadas masivas de emociones: millares de personas lloran o ríen a la vez. Millones de consumidores leen el mismo libro o ven la misma película construyendo una red enorme de lugares comunes que los interconectan y los hacen comprenderse aunque hablen idiomas diferentes y procedan de lugares completamente opuestos. Cualquier imbécil evangeliza desde una webcam sin necesidad de saber siquiera hablar correctamente. La diversidad lingüística, estética y cultural se está borrando por la lixiviación de la información globalizada. La máquina distópica de la uniformización lo apisona todo en un proceso del que yo, definitivamente, no quiero formar parte.
 
Paseo por una Gran Vía desventrada que recuerda más la postguerra que la era de la postverdad. Los hermosos edificios ya no albergan los cines de antaño, ocupados por multinacionales del vestir que nos convierten en monigotes clónicos. Los libros más vendidos no tienen nombres españoles, las hamburgueserías malolientes se apoderan de las bellas esquinas que fueron hermosas joyerías. Definitivamente el mundo vuelve a la estupidez de los años treinta y la horrible sombra de "1984" nos oculta el sol del presente sin darnos apenas cuenta.
 
El que me devolvió a la vida cometió un grave pecado de orgullo o de soberbia al suponer que eso era lo mejor para mí. Cualquier persona inteligente querría dejar de formar parte de este absurdo de inmediato.
 
G.M.

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