martes, 26 de agosto de 2014

Ellos siempre vienen a fisgar (Relato nº 83)


Angelo Bronzino

El viejo silencio del cuartel crujía abandonos por las puertas descolgadas y por las ventanas rotas. Habían destrozado muchas veces los candados de la entrada y ya nadie se molestaba en volverlos a poner. Los vagabundos solían refugiarse allí del frío de la noche y de la lluvia.
A veces, por efecto de la humedad, desprendía un olor agrio, extraño, como si de la tierra surgieran vapores etílicos y era tan penetrante el flujo de esos vapores que se pegaba a la ropa delatando a los niños y a los adolescentes que se atrevían a adentrarse entre esos muros.
Durante algún tiempo, las ruinas fueron visitadas por parapsicólogos y periodistas atraídos por cierta leyenda sobre aparecidos, pero la gente del pueblo insistía en que jamás habían oído ruidos extraños, ni recordaban haber visto allí, como decían algunos, ciertos resplandores como fuegos fatuos.
Lo único cierto es que, como cualquier construcción abandonada, el cuartel tenía algo misteriosos que a veces atraía a los curiosos y que siempre refugiaba a desamparados y drogadictos, o lo que es lo mismo, a ese otro tipo de almas perdidas que no necesitan un exorcismo.
Cuando yo llegué con mis recortes de prensa, con mi mochila al hombro y mis ganas de ejercer ese periodismo que bordea las lindes de la realidad, me instalé en una habitación que me había alquilado Paca, la hermana del cura, en una casa pequeña y fría que se calentaba aún con braseros y desconocía el agua caliente. Cuando le pregunté por el cuartel, desconfió de mí y desvió la conversación. Me habló de la sierra, de los prados, de la vieja mina abandonada, de las espesas nevadas invernales de otros tiempos, que últimamente se habían reducido a una presencia esporádica e inconsistente, pero no quiso darme ninguna información sobre las ruinas.
A la mañana siguiente me calcé las botas de montaña y, con mi mochila al hombro, caminé hasta el cuartel abandonado. Hice fotografías de los muros llenos de pintadas, de las vigas de madera corrompidas que colgaban como cuerdas de la ropa al cielo raso, de las paredes embaldosadas de algunas salas, de la vieja cocina y de los retretes.
Cuando ya comenzaba a atardecer, después de haber tomado notas en mi cuaderno de apuntes y de haber revisado casi todo el recinto, descubrí la escalera de bajada al sótano. Como estaba sola y caía ya la noche, no me atreví a bajar y dejé ese recorrido para el día siguiente.
Después de la cena, se acercó hasta allí Jinés, el cura, un hombre robusto de unos sesenta años, que según me comentó había nacido y crecido en esas tierras y por ese mismo motivo había pedido su traslado a la comarca para poder volver a estar cerca de los suyos.
Era un personaje franco, con una risa rotunda y una mirada inteligente y penetrante que no permitía excusas y que te mantenía prendida a sus pupilas durante toda la conversación. Había traído una botellita de vino de misa, una delicia golosa y adictiva que me gustó más de lo que hubiera deseado confesar. Y entre conversación y charlas distendidas, llegamos al motivo de mi viaje. Por supuesto él ya había supuesto que, a pesar de la belleza del paisaje, de la atractiva gastronomía rural y de la inestimable fauna de la zona, mi único interés era el maldito cuartel en ruinas.
- Los jóvenes siempre andáis buscando la eternidad en los fantasmas en vez de en la casa de Dios. Pero creo que, al menos en este caso, te ha fallado el radar. Allí lo único que quedan son restos de ladrillo y de madera, que crujen y se quejan al pasar entre ellos como una vieja reumática.
- Sí, creo que tiene usted razón, hoy mismo he tomado estas fotografías – le comenté ofreciéndole la cámara – y no he encontrado nada de interés. Por otra parte, cuando he hablado con los vecinos, han evitado siempre el tema.
Él sonrió satisfecho y, quizá eso me empecinó más en mi decisión de seguir investigando. Aquella misma noche dejé encendida la grabadora en mi dormitorio. Ya sabía que la captura de psicofonías era improbable, pero no disponía de material sofisticado para intentar captar otras energías y la cámara fotográfica, al menos hasta el momento, no me había dejado ningún rastro espectral.
Me acosté convencida de que allí no existía ningún fenómeno paranormal y dormí plácidamente, quizá también acunada por los vapores del vino de misa. A la mañana siguiente volví a las ruinas para asegurarme de que no me había dejado ningún detalle por explorar y, con la linterna en la mano y libre de aprensiones, bajé a los sótanos del cuartel.
Allí abajo el olor era fortísimo y los ruidos, acrecentados por el eco de las salas vacías, resultaban extremadamente inquietantes. A mi espalda quedó un chorro de luz natural que arañaba la densa oscuridad en la que me estaba adentrando. Poco después, los crujidos y los ecos comenzaron ya a inquietarme, pero ese nerviosismo, en cierto modo estimulante, sólo me convencía de que estaba sugestionada y de que todo aquello era normal, producto de la vejez y del abandono.
Continué por el pasillo oscuro y, al fondo, me pareció poder ver una luz. Temí que, tal vez, algún vagabundo estuviese viviendo allí y al verme, quisiera atacarme, pero aún así continué caminando. El resplandor se movía como si se tratase del efecto de una fogata, chocaba contra las paredes embaldosadas y se derramaba por el corredor, invitándome a entrar.
Allí no había nadie y, sin embargo, cuatro antorchas de jardín iluminaban las esquinas. Nada espeluznante ocupaba la sala, tampoco había signos de presencia humana, excepto el fuego. En las paredes, había multitud pintadas obscenas, propias de adolescentes, y el suelo conservaba casi intacto, el terrazo original.
Me pareció escuchar una voz a mi espalda, me giré violentamente, asustada. Pero no pude ver a nadie. Algo decepcionada y a la vez aliviada, saqué de la grabadora la cinta que había registrado durante la noche y que aún no había escuchado, y puse otra. Dejé el aparato en el suelo, durante unos minutos y después, sin apagarlo, volví al corredor para buscar la salida.
En el camino de vuelta me asusté en varias ocasiones por que me pareció escuchar ruidos. Con la oscuridad me desorienté y tuve que retroceder en varias ocasiones antes de encontrar la salida. Una vez en la calle, bajo el sol primaveral, me reí de mis miedos y disfruté de mi paseo de vuelta: el día estaba especialmente hermoso, hacía frío pero la luz, dorada, le daba una calidez única al campo.
Una vez en mi habitación vacié la mochila, revisé las pocas fotografías que había tomado y me tumbé en la cama, con la grabadora y las dos cintas al lado para escuchar, con paciencia, el largo vacío.
La grabadora comenzó a funcionar y, efectivamente, no se escuchaba absolutamente nada anormal en la grabación de la noche anterior: pequeños crujidos y estática. Sin embargo, muchos minutos después, me pareció oír algo parecido a un susurro. Emocionada rebobiné y volví a escuchar una y otra vez hasta lograr identificar el sonido: sin duda se trataba de una que decía:
“Ellos siempre vienen a fisgar”.
Comencé a temblar de pies a cabeza. Me senté con la espalda pegada al cabecero de la cama, aterrada y, en cierto modo, feliz por lo que había logrado “cazar”. Seguí escuchando sobrecogida, pero no pude encontrar nada más. Aunque después de aquel hallazgo habría que procesar toda la grabación con detenimiento.
Enseguida, introduje la otra cinta en el reproductor. El mismo silencio llegó desde el pequeño altavoz, salpicado de crujidos. Después de cinco minutos escuché lo que me pareció un suspiro y después una voz que decía: “Vete”, coincidiendo con eso oí cómo había recogido la grabadora del suelo y, con ella encendida, recorría el camino de vuelta. Durante todo ese espacio de tiempo, las voces insistían, empujándome hacia la salida: “Márchate”, “Fuera de aquí”, “Vete”, “Esta es nuestra casa” repetía un hombre en un susurro.
Estaba tan asustada con lo que había captado, que no pude continuar ni un segundo más allí. Preparé mi bolsa, hablé con la señora, le aboné lo que le debía de la habitación más algo más por marcharme tan precipitadamente, me subí al coche y comencé mi camino de regreso a casa.
Temblando, introduje la cinta en el viejo radiocasete y continué escuchando. Cuando la grabación ya estaba a punto de llegar a su fin, exactamente en el kilómetro 325 de la autovía, oí el último mensaje que decía: “Ella va a morir, avísala, ella va a morir, no debe viajar”. Y justo en ese momento reventó uno de los neumáticos, perdí el control del coche y choqué de frente contra un camión que no tuvo tiempo de frenar.
Safe Creative #1104229043172

sábado, 16 de agosto de 2014

El gigante de la Transición se desploma



Dicen que a veces los sueños se entretienen en las ramas del tiempo y allí quedan detenidos sin motivo. Tal vez España se enredó en su propio sueño y se durmió en él y ahora despierta en esta pesadilla intrusa en la que nos encontramos; en la que el nombre heroico de la Transición se desploma como un gigante con pies de barro y nos deja con las manos vacías y la memoria enferma.

Tal vez debimos pedir más, aspirar a más y no conformarnos con una libertad partida que miraba ciegamente hacia el futuro, intentando olvidar un pasado gangrenado que antes o después tendría que alcanzarnos. Quizá deberíamos haber exigido a los adalides de la nueva libertad sus referencias humanas antes de dejar en sus manos, inocentemente, el timón de nuestras vidas.


Pero todo eso es pasado, ahora tendremos que exigir como ciudadanos maduros lo que como niños ilusionados no supimos pedir antes. Es el momento de que la política comience a ser un referente para el pueblo y no un pozo infecto en el que todo se salva con una mentira más o con un nuevo chivo expiatorio arrojado a las llamas de los sacrificios por el bien común del resto de la escoria. Tal vez, por fin, es la hora de que cada ciudadano tenga un nombre y una mirada, y no sea un número que añadir a una lista de criaturas invisibles a las que trasegar de un extremo a otro de una encuesta como gotas entre vasos deformados.

Paloma Ulloa

martes, 12 de agosto de 2014

Todos llevamos en nuestro interior un lector ávido


Autor desconocido

La lectura es un entretenimiento gozoso y, desde luego, un camino hacia la cultura y el conocimiento pero, lamentablemente, muchos niños llegan a ella únicamente a través de la escuela y carecen de la delicia de escuchar cuentos antes de dormir, del privilegio de encontrarse rodeados de adultos que amen los libros, o de descubrir una biblioteca o una librería hasta que se enfrentan con la obligación inexcusable del aprendizaje.

Por otra pate, estoy convencida de que los maestros intentan atraer a sus alumnos hacia las páginas escritas, y nunca como ahora se han podido encontrar ediciones tan bellamente ilustradas que pretenden seducir tanto a los niños como a sus padres, pero aún así, frente a otros divertimentos más sencillos e inmediatos (y a menudo también más económicos), el libro queda muchas veces relegado.

Es cierto que los niños que ven leer a sus padres, que escuchan cuentos desde que apenas saben hablar, se acercan con curiosidad a los libros que los rodean, los abren, los miran, los pintan incluso, intentando interactuar de alguna manera con ellos y se adaptan a su tacto y a su presencia de la misma manera que casi todos son capaces de jugar con una pantalla táctil o manejar el mando a distancia de un televisor o de un reproductor de vídeo. Pero también es verdad que los adultos tendemos a mantener a nuestros hijos en permanente actividad para huir de la terrible y amenazadora frase: “me aburro”, que nos lanzan como un reproche. Sin embargo ¿no sería necesaria una cierta dosis de aburrimiento para que se sientan inclinados a explorar de nuevo esos juguetes que se amontonan en una estantería; para imaginar aventuras increíbles; o para acercarse a un libro?

A menudo los padres preocupados por el rechazo de sus hijos hacia la lectura intentan llevarlos a la biblioteca, compran los títulos de moda que leen sus amigos, incluso los amenazan con castigos o los incentivan con recompensas, sin éxito, y se preguntan qué han hecho mal. No hay que frustrarse, puede ser que nuestros hijos no hayan tenido aún la fortuna de acertar con el texto que habla de esos temas que les interesan, o que les falte o les sobre madurez para enfrentarse a una obra, o sencillamente, que aún no haya llegado su momento, pero hay que estar siempre receptivo y admitir que no hay libro menor, que cualquier historia, cualquier novela, cualquier cómic, puede ser la llave que abra la puerta de la literatura a un niño, a un preadolescente, a un adolescente y hasta a un adulto. 

No hay edad para comenzar a leer por placer, como no hay edad para seguir aprendiendo y por eso recomiendo a los padres que se preocupan por el desinterés de sus hijos hacia la literatura que no bajen nunca los brazos y que sigan intentándolo (sin imposiciones ni reproches) con la misma paciencia con la que les enseñaron en su día a comer la fruta triturada o a lavarse los dientes, porque todos llevamos en nuestro interior un lector ávido, sólo hay que encontrar el camino para llegar hasta él.

Paloma Ulloa




miércoles, 6 de agosto de 2014

El problema de Israel.




Israel sigue dejando caer su lluvia de fuego sobre Palestina. Día tras día el número de muertos aumenta irresponsablemente arrastrando tras de sí una larga lista de niños aterrorizados, mutilados y traumatizados que serán el caldo de cultivo del que surgirán, forzadas por la miseria y la ignorancia, las nuevas generaciones de fanáticos que decidirán morir por la libertad de su tierra y por su Dios.

Y, entre tanto, el lector de diarios del mundo en calma ya casi ha olvidado que, si no recuerda mal, esta ofensiva comenzó como respuesta a los asesinatos de tres adolescentes hebreos que resultó que no habían sido cometidos por palestinos radicales. Pero tal vez las cosas ya habían llegado demasiado lejos como para poder rectificar y ahora, la servil dependencia económica y geoestratégica de las democracias occidentales (los ojos de un aliado en esa zona pueden servir para controlar a un enemigo generalmente imprevisible y profusamente dividido) obligaba a lanzar tibias reprobaciones desde una Europa en decadencia y desde una Norteamérica demasiado comprometida por sus negocios con Israel.

Sin embargo el pueblo hebreo, que ha experimentado en carne propia que la única manera de lograr que todo su país apoye un exterminio es transmitir a sus ciudadanos que el enemigo es un ser inferior, una bestia que sobrevive, cueste lo que cueste, hacinado entre la suciedad y azotada por el fanatismo, continúa su ofensiva aplastante y su campaña mediática, enarbolando la bandera de la justicia y sacralizado por la mano del único Dios verdadero, frente a los "terroristas bárbaros que quieren robarles la patria".

Pero ¿Qué deberíamos hacer nosotros que observamos, desde la calidez de nuestros salones, cómo avanza la locura que llena de cadáveres de niños nuestros telediarios y que convierte, de nuevo, las tensiones de Oriente Próximo en un polvorín que nos podría estallar en la cara? Tal vez tendríamos que reflexionar un poco sobre cómo llegó a existir Israel como país para conocer el origen de esta furia homicida que enfrenta a dos pueblos mucho más emparentados entre sí de lo que ellos mismos estarían dispuestos a admitir.

Algunos datos históricos:

Durante la Primera Guerra Mundial los británicos logran arrancar a los Otomanos el poder sobre el Próximo Oriente.

En 1916 se firma el acuerdo Sykes-Picot sobre la reparación de la Turquía asiática entre Francia e Inglaterra; Inglaterra se reserva Palestina e Irak; Francia Siria y Líbano. Este acuerdo contradice las promesas inglesas hechas tanto a árabes como a judíos.

A partir de 1933 la presión migratoria judía aumenta constantemente. En 1939 un tercio de la población en la zona y el 12 % del territorio están en manos judías. Aumenta la oposición árabe, económicamente atrasada y políticamente dividida.

Entre 1936 y 1939 se desarrolla una guerra civil en la que la administración británica apoya, alternativamente, a los partisanos árabes y al Haganah judío.

En 1937 se presenta el plan PEEL de partición, rechazado tanto por los árabes como por los judíos.

En 1939 el gobierno británico presenta el Libro Blanco en el que se dan concesiones a los árabes: se limitan las migraciones judías y las adquisiciones de tierras y se toman medidas contra el terrorismo contra la población árabe.

En 1942 una brigada de voluntarios judíos lucha en la Segunda Guerra Mundial en las filas del ejército británico. Pero tras la guerra Inglaterra continúa con su política de bloqueo del transporte clandestino de inmigrantes judíos y de protección a los árabes expuesta en el Libro Blanco. Se producen repatriaciones forzosas de judíos y se abrieron campos de concentración para la inmigración irregular en Chipre. Como consecuencia surgen el terrorismo judío y el contraterrorismo árabe.

En 1946 una comisión angloamericana presiona para que se abran las fronteras a 100.000 inmigrantes judíos. Desde Inglaterra se intenta solucionar el problema en la conferencia sobre Palestina celebrada en Londres, donde la Liga Árabe, decidida a entrar en guerra, somete el problema a la ONU.

En 1947 el Comité Especial de la ONU recomienda la división de Palestiana, aprobada por la Asamblea General de la ONU y por la Agencia Judía, pero rechazada por los árabes y un “ejército de liberación” de la Liga Árabe ocupa Galilea y ataca la ciudad antigua de Jerusalén.

En 1948 Gran Bretaña renuncia a su mandato sobre Palestina y retira sus tropas y funcionarios precipitando la anarquía en la zona.

El 14 de mayo de 1948 se proclama el Estado de Israel por el Consejo Nacional Judío.

La historia de terrorismos y contraterrorismos, de ataques, masacres e injusticias, desafortunadamente, llega hasta el día de hoy. Es recomendable que, al menos, los espectadores pasivos de esta larga tragedia sepamos cómo comenzó todo para poder entender qué es lo que estamos viendo.

Fuente resumida: Atlas histórico mundial (Editorial Istmo).

Pie de fotos: Los niños son todos iguales. En estas fotos se ve un niño israelí aterrorizado, en la otra dos niños palestinos muertos. ¿Alguna de esas vidas vale más que la otra?

martes, 5 de agosto de 2014

Lecturas: "El valle de la alegría" de Stefan Chwin



Con una ironía electrizante y una narrativa fluida y mórbida, Stefan Chwin secuestra al lector y lo arrastra a través de una sucesión de situaciones surrealistas desde la Alemania de entre guerras, a la residencia privada de Hitler en el Berghof, al frente oriental, a la Rusia soviética en la que se describe un imaginativo e improbable encuentro con Stalin y con el cuerpo momificado de Lenin, para devolvernos finalmente a la Polonia de postguerra con la sensación de haber vivido toda una aventura salpicada de reflexiones y de anécdotas imposibles.

Vibrante, crítica, intensa y prolija, la novela de Chwin es todo un regalo para leer con calma en un largo verano como este.

Paloma Ulloa