martes, 4 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 34

4 de septiembre de 2018

Me han entregado una larga lista de actividades y consejos que deberé respetar a partir  de ahora para mantenerme con vida. La enfermera, con esa amabilidad embalsamada de la nueva sociedad "bien pensante", me ha obligado a escuchar la diatriba infantil que pretendía reconvenirme por todos aquellos usos y costumbres que han llevado a mi pobre corazón a ponernos fin. Es sorprendente la refracción de esta mujer, totalmente ajena al aburrimiento que su monolítica obsesión me produce.

En la taquilla minúscula, metida en bolsas de basura, he encontrado mi ropa. Olía a sudor ajeno y a polvo. Me ha resultado tan extraña que me la he puesto sobre la piel con el escrúpulo de vestir las prendas de otro.

Al salir del hospital me ha fulminado un calor seco como una llamarada y me he sentido tan solo y desorientado que durante unos segundos no he sabido hacia dónde dirigirme. Solo he sido capaz de reaccionar cuando he visto que una mujer hacía el ademán de acercarse a mí para socorrerme en mi indefensión y me ha horrorizado tanto la escena que me he dado la vuelta y he comenzado a caminar tan rápido como me ha sido posible sin saber aún hacia donde dirigirme.

El camino hasta mi casa ha sido extraño. Pensé tomar el autobús pero, me he sentido tan cansado que me he decidido a explorar mi cartera para comprobar cuánto dinero llevaba y, finalmente he parado un taxi gangoso que me ha llevado hasta el origen de todo.

Ante la puerta de mi piso he encontrado unas flores, algo fúnebres en su soledad lapidaria. Me he agachado trabajosamente para recogerlas antes de entrar. La casa estaba inundada de luz. El calor y el sol se habían adueñado de todo. Junto a la ventana abierta la silla seguía derramada, como un cadaver imposible alineado con la pared. He avanzado lentamente. Mi soledad bajo aquella luz me ha parecido más aguda, más concreta.

He ido cerrando persianas y entornando ventanas a mi paso. He recogido algunas páginas sueltas que habían volado empañando los suelos y me he vuelto a sentar en la silla, mirando a la fachada de enfrente y preguntándome quién, por qué y cómo ocurrió todo aquella noche. Entonces recordé el las flores y busqué entre el papel de celofán la tarjeta.

“No se dé por vencido. Yo sigo aquí”. No había firma. Solo aquella frase de novela policiaca de mercadillo de verano. Nada más. Hasta la soledad era mediocre. Hasta el misterio debía subrayar lo patético de mi supervivencia involuntaria.

Volví a sentarme en la silla, bañado en sudor. Encerrado en aquellas ropas que poco antes me parecieron ajenas y que ahora se amoldaban al fraude de mi carne retornada con la naturalidad de los objetos comunes, bien y largamente usados.

Sigo sin entender por qué me han salvado, si es que alguien lo ha hecho. Sigo sin poder perdonar a ese buen samaritano anónimo su benevolencia cruel. Pero me resigno y espero. Si, espero. Sin curiosidad y sin rencor. Sentado aquí. Solo. Sin más esperanza que la rutina acompasada e infalible del paso de los minutos. Sin más expectativa que la muerte.

G.M.

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