domingo, 30 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 48

28 de septiembre de 2018

Contra el tiempo, contra el paso informe, sombrío y rígido del tiempo, sólo cabe la resignación. Una plétora de arrepentimientos me cerca. Al final de mi tiempo culpo a mis otros yo, a los que me precedieron, por su laxitud, por su soberbia, por su desidia, por el abandono y, una vez más me exculpo, maldito cobarde emboscado, por todo lo que no hice: los viajes que quedaron en proyecto, los libros que no escribí, las relaciones que dejé pasar, los silencios, las excusas, las miles de excusas que me sirvieron para levantar muros infranqueables. Moriré sin el perdón, mi propio  perdón, por haberme oscurecido, por haber tomado la senda de la masa y la vulgaridad para no arriesgarme, para no obligarme al antipático oficio de la disciplina y el esfuerzo, para dejarme mecer por la dulce desidia de los perdedores que, sin embargo, al pie de la tumba resulta hiel


G.M.

Diario para el olvido. Día 47

27 de septiembre de 2018

Leo el periódico sentado al sol mientras paladeo un café con leche. Ha habido tantas cosas que me he prohibido por miedo a la escasez, por timidez o por un sentido de la disciplina radical que reconozco en la hosquedad de mi padre y en la fría economía mundana de mi madre. Cada pequeño placer, cada desvío de la rutina ahorrativa de la familia era observada como un tara, un defecto, un pecado original que mostraba ante los demás la mácula indeleble, sobre la frente, de un hedonismo perverso. Y ahora, tan tarde, me dejo acariciar por el sol aún fresco y leo las noticas con un placer tan grande que me remuerde ligeramente la conciencia con un doble cosquilleo de satisfacción al tener que forzarme a bajar a la plaza, a sentarme solo en las sillas de aluminio de este bar aún dormido, a pedir mi desayuno al camarero desconido que me atiende.

Cuántas cosas absurdas me he prohibido a lo largo de estos años. La carne magullada de mi cuerpo ha padecido más que ha disfrutado. He visto en la felicidad y la alegria un signo de debilidad y en la belleza una atracción lícita solo si era contemplativa. Y los días se me han ido sucediendo con una torpe rapidez de náufrago solitario en medio de la masa embrutecida de la ciudad inhumana.

Pasan los niños de caminos a la escuela e intento recordar cómo era yo a esa edad y me vienen apenas ráfagas oscuras: frio, miedo, silencio, ese silencio que se desprende de los secretos, de las ideas demasiado libertarias para expresarlas. Veo a mi padre sentado en su butaca, con algún libro barato entre los dedos. Se podía leer, si, pero no demasiado, que no se despertase la curiosidad por otros horizontes, que no llamase la atención de nadie por tener ideas, porque tener ideas propias era peligroso. Ahora, en cambio, la gente no tiene ideas propias porque no quiere, o porque no las necesita, o porque los han castigado demasiadas veces en el “banco de pensar” y han asociado ese hábito con la tortura de la soledad y la discriminación.

La piel de la ciudad se resquebraja bajo el influjo implacable de esta luz que tatúa ramas, barandillas y torres sobre el asfalto. Respiro y me sorprendo de estar haciéndolo. Nunca pienso en ello. La ingeniería imperfecta de mi cerebro se ocupa de mantenerme vivo sin mi concurso, me entretiene, me retiene, se niega a claudicar. Huele a tierra mojada. Alguien ha comenzado a regar la tierra reseca y se desprende de ella algo así como una promesa de otoños prolongados que me recuerda a los primeros jerséis de lana de la temporada, a las lluvias que calaban mis zapatos demasiado gastados, de camino al colegio, a las tardes plomizas, sentado frente al encerado frente a un maestro de cabello engominado y gesto torvo que repetía una y otra vez las verdades inmutables del Régimen. Y extrañamente me parece haber s8do feliz. A pesar de todo, a pesar de la estrechez, de la angustia, del miedo, de la soledad y del silencio. No puedo saber si este recuerdo es otra trampa de mi memoria para hacerme sentir bien pconmigo mismo o si es el testimonio notarial de un hecho irrefutable, pero me conmueve y me apacigua sentir este destilado del recuerdo. Me deja en paz conmigo mismo y, tal vez, esa es la idea, el cerebro nos reescribe los recuerdos una y otra vez hasta ajustarlos estrictamente a aquello que necesitamos. Sin prejuicios. Igual que la historia se cuenta siempre desde la perspectiva inmutable de los vencedores, los recuerdos deben ser siempre victoriosos.

G.M.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 46

26 de septiembre de 2019

Pateo este cuaderno otra vez con la esperanza de que escupiendo en él mi dolor la carga sea  más llevadera. No me importa que la presión del pecho me detenga, no me importa el calambre que envara mi brazo izquierdo y me doblega, lo que no soporto es la decepción por todas las cosas que un día soñé hacer y que se quedarán perdidas para siempre. Me reprocho mi ineptitud y mi dejadez. Me reprocho mi falta de ambición, de talento y de constancia. Me reprocho haber despilfarrado mi tiempo, como si me creyese inmortal, esperando a que ocurriese algo maravilloso que me sacase del letargo y me empujase a reescribirme.

La tarde cae, algo enfangada de nubes, algo soñadora de otoños que no terminan de llegar y yo, me siento es esta silla a esperar que la oscuridad lo envuelva todo. Ya no siento el placer de las palabras en el paladar de los libros. Todo me parece insípido. Las frases grandilocuentes de algunos jóvenes escritores me saturan. Las sentencias podadas y embellecidas de los viejos me aburren. Las mías, las mías me parecen hojas secas empujadas por el viento.

Contra la fachada se apoya un chico que lee mientras espera. Ya no se si es real o es una ilusión. Mientras el pecho me sofoca y la agonía del dolor me doblega, lo veo aislado de la realidad, embebido entre líneas de papel y me recuerda a mí, cuando creí que era capaz de entenderlo todo y de transformarlo todo con el simple roce de mi pluma.

Es triste darse cuenta de todo el fracaso que se arrastra a la espalda. Es triste poder inventariar los errores, los abandonos, los olvidos y las ocasiones desperdiciadas, los trenes perdidos, los amores desgastados, las oportunidades despreciadas.

Desde aquí, desde este andén en el que espero mi último viaje, parece todo tan claro, tan evidente, tan insoportablemente claro, que sólo espero poder apagar la luz para no verlo nunca más.

G.M.

Diario para el olvido. Día 45

25 de septiembre de 2018

Hoy me he despertado con la voz de mi madre susurrando en mi oído. En el sueño vislumbré sus manos enrojecidas, maltratadas por los fríos inviernos, por las tareas indignas y  el agotamiento de las jornadas infinitas ¿Será esto el comienzo de la despedida que tanto he anhelado? Me han venido a la memoria los viejos olores de la infancia, a café y a jabón. Incluso me ha asaltado la certeza  de la luz que se filtraba en mi casa en las tardes ateridas del invierno, cuando nos apiñábamos alrededor de la mesa camilla para atrapar el calor en nuestras piernas famélicas. También me pareció ver a mi padre, tan severo y distante, de espaldas, sentado en aquella butaca vieja que había adquirido el olor acre de su piel y que nadie se atrevía a ocupar en su presencia.

Había un tumulto de pájaros al fondo que borraba el sonido de las voces y, sin embargo, nos entendíamos, reíamos y bromeábamos aunque ahora no puedo recordar por qué. Y, en mitad del sueño me sentí tan feliz que pensé que por fin había muerto y me dije “Así que es esto. Esto es la muerte. Pues no está tan mal”. Ahora sonrío mientras escribo estas líneas. La mente genera trampas deliciosas en las que caemos sin remordimiento con el firme deseo de que sean reales y nos lleven, sin esfuerzo, sin miedo, hacia el destino deseado, como los niños esperan apasionadamente, sin dudas, la llegada de los Reyes Magos.

G.M.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 44

22 de septiembre de 2018

La guerra llegará hasta nuestras casas. Yo no lo veré, pero esta tranquilidad bovina nos conduce inevitablemente al matadero. Se salvarán algunos, pero no quedará apenas nada de nuestra civilización decadente. Se tomarán las ciudades calle a calle, manzana a manzana.  Los atentados son la constatación de la guerra total. El hombre ha aceptado su derrota.

No me  gusta el mundo que hemos construido. Me adentro en la Gran Vía y la encuentro enfangada de gente. La vida degenera y se condensa, vomita humo antes de precipitarse al vacío. Grandes masas humanas se manifiestan detrás de consignas enlatadas. La entraña de la ciudad alimenta el flujo imperturbable de la vida y de la muerte. Las generaciones se suceden sin dejar apenas rastro, pero la muerte no existe, se ignora, se niega, se abandona en el arcén de un transcurrir precipitado hacia ninguna parte.

Detrás de las ventanas de esos ojos que me miran fijamente no hay nada, ignorancia, ideas insertadas por grandes corporaciones, nostalgias de momentos no vividos, deseos y pulsiones de objetos y de personas que en realidad no les gustan.

Hoy ha explotado Irán. Víctimas lejanas que riegan nuestro almuerzo, sangre de otros. Mejor la suya que la nuestra. Mejor si son distintos y no sentimos su sudor y su llanto. Ya no nos conmueven con sus dramas en directo y cambiamos de canal o hablamos de otras cosas para evadirnos, para olvidarnos de todo sin darnos cuenta de que de ese modo no es que abramos ingenuamente la puerta al enemigo, es que le estamos entregando las llaves de nuestra casa para que nos encierre dentro, o nos desaloje o nos fusile cuando quiera.

G.M.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 43

21 de septiembre de 2018

Hoy he decidido seguir la estela de la noche mercenaria, oler las pieles usadas, acariciar su carne tumefacta, repetir los ritmos marinos e insidiosos- tal vez por última vez - que nos saltan del vientre. La calle cálida se resentía de paseos clandestinos. Los cuerpos se ofrecían, jóvenes o viejos, mórbidos o firmes, en las esquinas, seguidos de cerca por las miradas torvas  de hombres invisibles. Y ahí estaba ella, abrigada por las estrellas de la química que navegaba por su sangre y la mantenían en pie, anestesiada y frágil, sobre sus tacones imposibles. La miré despacio, como se mira un producto en el mercado, antes de decidirse a comprarla y por fin me adelanté y le hablé. Ella solo contestó a media voz una cifra irrisoria por poseer su juventud maltratada y nos fuimos calle abajo hasta una pisito mínimo y sucio donde Ella se bajó la blusa y se subió la falda triste ante la cama taciturna ofreciéndose en un sacrificio cósmico mil veces repetido; y yo sentí como mi alma se encogía y mi cuerpo se burlaba de mis estúpidas pretensiones de viejo moribundo. 
Hurgué en mi cartera y dejé algunos billetes sobre la cama deshecha. Bajé la escalera oscura con la náusea apretada en la garganta en un nudo entre la vergüenza y el asco. 
Apreté el paso entre la gente. No se me escapó la mirada burlona y negra de uno de esos hombres invisibles que rondan a las putas y corrí hasta aquí, hasta mi ventana de farero para recuperarme de la infamia.


G.M.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 42

16 de septiembre de 2018

¿Por qué? No suele haber respuestas sencillas a esta pregunta. Miro desde mi atalaya las vidas grandes y pequeñas, ambiciosas y conformitas, egoístas o generosas que parecen transitar el camino sin ver los cruces que podrían llevarlos a otros sitios. Ella lee cada noche en un soliloquio que parece hecho para mí. La pareja del piso de arriba degusta los placeres del principio derrochando caricias. Los padres del primero, sobrepasados por el cansancio y la responsabilidad, arrastran los pies como fantasmas entre tomas de biberones y cólicos de lactante. La anciana del principal parlotea animadamente con la asistenta mientras la va persiguiendo por la casa huérfana de conversaciones y de cariño.
 
¿Por qué? Esa es la pregunta. Por qué hacemos lo que hacemos y no intentamos hacer otras cosas. Por qué buscamos nuestro nicho, nuestro rincón confortable, aunque sea triste, solitario o aburrido, aunque no nos satisfaga ni nos haga sentirnos vivos, y nos quedamos en él, y no rompemos los muros y miramos lo que hay más allá. Por qué el hombre se convierte en una mascota en vez de en un ser rebelde a la altura de sus capacidades. Por qué la gente acepta que todo lo que les rodea es como debe ser y no puede ser cambiado. Por qué hemos admitido que éste mundo es el mejor posible. Por qué cada mañana se encienden las mismas luces en las ventanas. en la misma sucesión, y que me miran desde el otro extremo de la calle, a la misma hora,  repiten las mismas rutinas de autómata, escuchan la misma cadena de noticias, se duchan con el agua a la temperatura acostumbrada y degluten el mismo desayuno. Por qué es tan difícil cambiar, por qué es tan fácil resignarse, como yo, a una vida prescindible.
 
¿Por qué? Podría encadenar un sinfín de preguntas partiendo de esta premisa. Podría plantearme, por ejemplo, por qué el hombre se ha perdido cuando perdió a los dioses que le constreñían y le dominaban. Por qué en un mundo en el que se puede ser igual, en el que las leyes protegen esa igualdad, cada día somos más distintos. Por qué en vez de encontrar los puntos de conexión con aquellos que nos rodean buscamos, instintivamente, las fricciones que nos enfrenta: hombres/mujeres; occidente/oriente; derecha/izquierda; blanco/otros; mío/tuyo; y así hasta que todas las posibles contraposiciones pudiesen exponerse en un continuo casi infinito de posibilidades. Por qué no somos capaces de mirarnos a los ojos y de comprender la duda o la razón en el otro. Por qué todos creemos que lo que nosotros elegimos o heredamos es, indiscutiblemente, lo mejor.
 
¿Por qué?

G.M.

martes, 18 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 41

14 de septiembre de 2018

Los seres humanos somos máquinas imperfectas: cagamos, meamos, sudamos, eructamos, follamos, lloramos, parimos, producimos mucosidades y fluidos, almacenamos basura, contaminamos, destruimos y combatimos por placer, competimos por minucias, nos matamos por ideas y creencias insensatas, nos masturbamos pensando en fantasmas de ceros y unos, y deseamos con pasión cualquier cosa que nos parezca inalcanzable.

Si, somos bestias imperfectas capaces de razonar, aunque no siempre; capaces de creer en dios, aunque no todos, capaces de amar, sobre todo a nosotros mismos, capaces de fingir interés, ternura, placer, comprensión, solidaridad, austeridad u opulencia, sencillez o sofisticación, indefensión o invencibilidad.

Somos máquinas de orgullo y complejos; concatenación de anécdotas y vacío; territorios baldíos que se perderán con el mismo silencio anónimo con que llegamos, sin dejar siquiera el más mínimo rastro a nuestra espalda y, en cambio, vivimos de espaldas a esta gran verdad. Consumismo nuestros días como si fuésemos inmortales. Las personas hermosas creen en la belleza eterna, los ricos piensan que a ellos nunca les afectará la enfermedad ni la miseria, los inteligentes desprecian a los tontos que con su trabajo y constancia podrán un día adelantarlos. Los mediocres ejecutan a los capaces para poder reinar en sus pequeños territorios. Los enfermos aborrecen a los sanos y les desean los males del dolor y del infierno. Somos seres despreciables, criaturas enferma de dioses manipuladores y pequeños que exigen y promete pero jamás cumplen. Somos la chispa divina en el peor de sus registros. Somos, en definitiva, polvo vivo y excretante en mitad del espacio. Nada.

G. M.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 40

13 de septiembre de 2018

A veces se apodera de mí un desaliento cósmico. Siento una decepción y un cansancio que van más allá de mi imposible supervivencia. No soporto la resignación del rebaño. ¿Es esto realmente lo mejor de lo que es capaz la humanidad? ¿Es éste el mejor sistema, la mejor opción posible?

Quisiera ser optimista, especialmente ahora que la muerte me acecha. Quisiera creer que el mundo que dejaré a los demás será mejor de lo que ha sido el mío, pero no es así. Seguimos caminando en círculos, tal vez en círculos cada vez más amplios, pero en círculos a fin de cuentas.

Las páginas de los diarios de hace más de treinta años relataban catástrofes económicas y sociales muy parecidas a las que ahora se desgranan, con más ingenuidad, con menos conocimiento, pero con el mismo temor. Tal vez es que no seamos más que burros atados a una noria que giramos sobre nosotros mismos sin ser conscientes de que no llegamos a ninguna parte. Nos sentimos ungidos por la mano de Dios porque poseemos una inteligencia de la que hacemos dejación en la mayor parte de los casos, porque hemos sido capaces de esclavizarnos a la tecnología, porque consumimos cosas que nuestros padres o nuestros abuelos jamás habrían comprado. Somos niños grandes ocupando espacio en el tiempo, como animales de granja, con vidas delimitadas, absurdas, destructivas.

Si esto es lo mejor de lo que el ser humano es capaz es que nuestra chispa divina se perdió para siempre en algún recodo de la presunta evolución.

G.M.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Diaro para el olvido. Día 39

12 de septiembre de 2018

La sociedad no avanza, ni madura, ni aprende. Ayer se cumplieron diecisiete años del terrible atentado que sufrió Estados Unidos en el corazón neurálgico de la economía mundial y muchos recordaron y lamentaron lo sucedido sin siquiera avanzar mínimamente en el análisis histórico de aquel acontecimiento que desencadenó cambios importantísimos en todo el globo de los que aún no llegamos a conocer en profundidad sus consecuencias.
 
Entre tanto seguimos viendo a través de nuestras pantallas las figuras algo estrafalarias que repiten rituales de orgullo y dolor con una condescendencia bovina mientras el gran fantoche vomita estúpidas descalificaciones a una velocidad inconcebible. Después de cada catástrofe, de cada guerra, parece que no se podrán volver a alcanzar cotas de barbarie tan altas, pero el ser humano siempre encuentra el camino que lo conecte con su brutalidad y, una vez desencadenada la bestia, nada podrá pararla.
 
El caldo de cultivo comienza estar a punto. Descontento económico, grandes migraciones, represión. Huele a pólvora en el aire. El mundo se prepara en el suspiro previo al primer fogonazo. El horizonte descama anchas costras catárticas que romperán la linealidad imaginada imponiendo la única certeza que conmueve al hombre: la violencia.
 
G.M.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 38

8 de septiembre de 2018

Ha amanecido un día de frescura otoñal que permite respirar. Se esponjan los pulmones y las ideas. El cerebro vuelve a funcionar. Me llega una cierta añoranza de bosque y de tierra mojada. Un cierto deseo de infancia, de libros nuevos, de lapiceros y de cuadernos pautados, blancos de esperanza.

Me vienen a la mente recuerdos de un tiempo de ropas escasas y carreras por la acera, contra el frío; de olor a castañas asadas y a contención; de dinero escaso e imaginación despierta y bien nutrida; de canicas  hurtadas a los hijos consentidos del tendero y del lechero; de tirachinas insidiosos fustigando los descampados desdentados de la posguerra. Me vienen recuerdos de estraperlo y hambre; de inocencia truncada y de tabacos liados a escondidas con los restos de las colillas encontradas por la calle. Y siento que mi infancia fue plena y feliz, a pesar de la escasez y del frío. Recuerdo los tebeos desgastados, pegados con papel y engrudo, los libros manoseados, manchados de  grasa y sudor, mil veces leídos, mil veces olvidados sobre el suelo del terrado o de la cocina. Recuerdo, con la misma claridad que estoy viendo ahora esta ventana, la ancha acanaladura en la que escondíamos tesoros olvidados. El cóncavo calentador de cobre que la abuela pasaba por las sábanas frías; el olor de la sopa de mi madre cuando el pellizco del estómago vacío se sentía sorprendido por el pasillo largo y húmedo de la casa superpoblada.

La vejez es el país de la nostalgia y yo me adentro en el frondoso bosque de mis recuerdos con el placer de quien comienza gratamente la despedida del último viaje.

G.M.

Diario para el olvido. Día 37

7 de septiembre de 2018

Entre la puerta y el marco he encontrado una carta. No me divierten estos juegos. Ya no tengo paciencia para ellos. Alguien quiere hacerme creer que se preocupa por mí. Resulta patético.
 
No he llegado a leer el mensaje, para qué. Realmente no me interesan las patrañas que pueda contener. He dejado el sobre ostensiblemente olvidado junto a la puerta. No quiero generar malos entendidos.
 
El apartamento huele a café. Hace tiempo que disfruto de nuevo de este placer prohibido. He comprado, además, una nueva pipa y tabaco fragante con el que envenenarme dulcemente mientras espero. Creo que nunca me había sentido tan vivo. Por otra parte estoy dilapidando buena parte de mi pensión en comprar esos libros que siempre me había prohibido para poder llegar a fin de mes. Ahora ya no me importa dejar deudas. Tengo una tarjeta de crédito que no había utilizado nunca y mi pequeña reserva para los imprevistos ya no crecerá más. Ha llegado el momento de cosechar. Ha llegado el momento de dejarse ir con todas las comodidades.
 
Este mundo apático me mira como si fuese un estorbo, pero en realidad es el mundo el que me estorba a mí: no comprendo sus exigencias fatuas; no me gustan sus pulsiones desintegradoras; no entiendo ni quiero entender la modernidad tecnológica que empuja al pueblo al marasmo y el vacío.
 
He decidido que no quiero sobrevivir, lo que quiero es vivir el tiempo que me quede con la conciencia permanente de estar consumiendo y usando mi herencia vital. No quiero que me prolonguen la existencia en una cama de hospital ni que me optimicen, como a una máquina, sobre medicándome para mantenerme vivo pero sin esperanza. Me horrorizan los viejos de mirada resignada que recorren las calles como fantasmas descarnados, con la mirada vacía y el tiempo flácido flotándoles en torno como un hedor.
 
Abro la ventana, me siento y enciendo mi pipa. El humo crece en volutas aromáticas, impregnándolo todo. Un poco de viento casi otoñal lo empuja. Frente a mí, la eterna comedia de la vida se representa igual a sí misma. Ahora que soy un espectador consciente comprendo cómo despilfarramos nuestro tiempo. El mundo es un bucle absurdo en el que las vidas se suceden sin descanso y sin esperanza, en una carrera hacia el final que nos condena para siempre.

G.M.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 36

6 de septiembre de 2018

La distopía que en su día imaginó Ray Bradbury ya está aquí:  la humanidad vive atada  a una pantalla que le informa de lo que debe experimentar, lo que debe sentir y cómo hacerlo. Por la calle los ciudadanos caminan con sus dispositivos electrónicos conectados a sus oídos y dispuestos  ante sus bocas avarientas como si fuesen a comerse una tostada. Las conversaciones insustanciales lo invaden todo. Las películas, las series, los videos más o menos caseros, ocupaban cada uno de los instantes libres de sus días. El aburrimiento es un privilegio que solo pueden permitirse los viejos y los pobres. Los niños transitan de una actividad a otra con un frenesí desconcertante. El mundo ya no se estremece con las pequeñas cosas, ahora se compenetra en oleadas masivas de emociones: millares de personas lloran o ríen a la vez. Millones de consumidores leen el mismo libro o ven la misma película construyendo una red enorme de lugares comunes que los interconectan y los hacen comprenderse aunque hablen idiomas diferentes y procedan de lugares completamente opuestos. Cualquier imbécil evangeliza desde una webcam sin necesidad de saber siquiera hablar correctamente. La diversidad lingüística, estética y cultural se está borrando por la lixiviación de la información globalizada. La máquina distópica de la uniformización lo apisona todo en un proceso del que yo, definitivamente, no quiero formar parte.
 
Paseo por una Gran Vía desventrada que recuerda más la postguerra que la era de la postverdad. Los hermosos edificios ya no albergan los cines de antaño, ocupados por multinacionales del vestir que nos convierten en monigotes clónicos. Los libros más vendidos no tienen nombres españoles, las hamburgueserías malolientes se apoderan de las bellas esquinas que fueron hermosas joyerías. Definitivamente el mundo vuelve a la estupidez de los años treinta y la horrible sombra de "1984" nos oculta el sol del presente sin darnos apenas cuenta.
 
El que me devolvió a la vida cometió un grave pecado de orgullo o de soberbia al suponer que eso era lo mejor para mí. Cualquier persona inteligente querría dejar de formar parte de este absurdo de inmediato.
 
G.M.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 35

5 de septiembre de 2018

Hacia décadas que no dormía tanto. En mis sueños, flotaba. Había atravesado la membrana de la vida y, asombrado, navegaba en un fluido prístino en el que podía percibir otras presencias aunque no podía verlas. Pero con esa lucidez asombrada de los sueños yo pensaba “Así que esto es lo que me han hurtado. Ésta es la paz que me correspondía y que me han robado con el afán absurdo de atarme a una vida que ya no es la mia, en un escenario que ya no me pertenece y en el que no deseo seguir viviendo”.

Es extraño. Para mí la muerte fue siempre la más estremecedora concreción del vacío, de la nada, el puro no ser y, sin embargo mis devaneos de viejo chocho o la química sabia del cerebro han comenzado a engañarme sutilmente para que deje de temer lo inevitable, para que prepare mi mente y mi cuerpo para el único objetivo ineludible de la vida: la muerte.

Sea, pues. No opondré resistencia como tampoco lo hice la otra noche. Al final del camino solo queda polvo de pasado entre los dedos y una pesada carga de cansancio en la mochila que cada día se hace más difícil de sobrellevar.

G.M.

martes, 4 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 34

4 de septiembre de 2018

Me han entregado una larga lista de actividades y consejos que deberé respetar a partir  de ahora para mantenerme con vida. La enfermera, con esa amabilidad embalsamada de la nueva sociedad "bien pensante", me ha obligado a escuchar la diatriba infantil que pretendía reconvenirme por todos aquellos usos y costumbres que han llevado a mi pobre corazón a ponernos fin. Es sorprendente la refracción de esta mujer, totalmente ajena al aburrimiento que su monolítica obsesión me produce.

En la taquilla minúscula, metida en bolsas de basura, he encontrado mi ropa. Olía a sudor ajeno y a polvo. Me ha resultado tan extraña que me la he puesto sobre la piel con el escrúpulo de vestir las prendas de otro.

Al salir del hospital me ha fulminado un calor seco como una llamarada y me he sentido tan solo y desorientado que durante unos segundos no he sabido hacia dónde dirigirme. Solo he sido capaz de reaccionar cuando he visto que una mujer hacía el ademán de acercarse a mí para socorrerme en mi indefensión y me ha horrorizado tanto la escena que me he dado la vuelta y he comenzado a caminar tan rápido como me ha sido posible sin saber aún hacia donde dirigirme.

El camino hasta mi casa ha sido extraño. Pensé tomar el autobús pero, me he sentido tan cansado que me he decidido a explorar mi cartera para comprobar cuánto dinero llevaba y, finalmente he parado un taxi gangoso que me ha llevado hasta el origen de todo.

Ante la puerta de mi piso he encontrado unas flores, algo fúnebres en su soledad lapidaria. Me he agachado trabajosamente para recogerlas antes de entrar. La casa estaba inundada de luz. El calor y el sol se habían adueñado de todo. Junto a la ventana abierta la silla seguía derramada, como un cadaver imposible alineado con la pared. He avanzado lentamente. Mi soledad bajo aquella luz me ha parecido más aguda, más concreta.

He ido cerrando persianas y entornando ventanas a mi paso. He recogido algunas páginas sueltas que habían volado empañando los suelos y me he vuelto a sentar en la silla, mirando a la fachada de enfrente y preguntándome quién, por qué y cómo ocurrió todo aquella noche. Entonces recordé el las flores y busqué entre el papel de celofán la tarjeta.

“No se dé por vencido. Yo sigo aquí”. No había firma. Solo aquella frase de novela policiaca de mercadillo de verano. Nada más. Hasta la soledad era mediocre. Hasta el misterio debía subrayar lo patético de mi supervivencia involuntaria.

Volví a sentarme en la silla, bañado en sudor. Encerrado en aquellas ropas que poco antes me parecieron ajenas y que ahora se amoldaban al fraude de mi carne retornada con la naturalidad de los objetos comunes, bien y largamente usados.

Sigo sin entender por qué me han salvado, si es que alguien lo ha hecho. Sigo sin poder perdonar a ese buen samaritano anónimo su benevolencia cruel. Pero me resigno y espero. Si, espero. Sin curiosidad y sin rencor. Sentado aquí. Solo. Sin más esperanza que la rutina acompasada e infalible del paso de los minutos. Sin más expectativa que la muerte.

G.M.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 33

3 de septiembre de 2018

He debido estar durmiendo al menos veinte horas. No recuerdo haber soñado en ningún momento. Ha sido un descanso negro y profundo como una piedra. Al despertar de nuevo en el hospital me he reconocido como un náufrago. Los recuerdos me llegaron a girones. He leído las pocas cosas que anoté en los días precedentes y me cuesta reconocerme en ellas. Son extrañas, fascinantes, alucinadas.
 
El médico pasó a visitarme hace unas horas. Me habló de una dolencia cardiaca que impuso una operación urgente para salvase la vida, pero no supo darme respuesta a cómo llegué hasta aquí. Quién me trajo. Yo no recuerdo haberme sentido enfermo. Mi último recuerdo, como ya escribí en mi cuaderno, alucinado entre calmantes, es estar sentado junto a la ventana, en silencio, mirándola a ella. Y ahora pienso qué estará haciendo, a qué dedicará esta mañana ligeramente más fresca de septiembre. Tal vez habrá ido a trabajar o estará haciéndose el desayuno, casi desnuda, mientras escucha una emisora de radio babeante que se derrama por la ventana hacia la calle.
 
Las horas aquí pueden ser largas. Voy a pedir que me traigan algún libro. La televisión, según me han dicho, se alimenta con monedas, como una hucha voraz que arranca el tiempo de las pupilas, hora a hora, minuto a minuto, con un suave tic-tac de metrónomo cruel, irreverente en la sacrosanta blancura de la enfermedad aterrada.

Qué puedo hacer sino pensar, a través de estas páginas, sobre mi propia vida alucinada. Me pregunto qué pensaría Emilio, mi Emilio de papel, mi personaje amputado por mi pereza y mi impericia que no logra saltar a la vida. Seguramente él se quejaría, llamaría impertinentemente al timbre del servicio de enfermería para que le aclarasen todas sus dudas y después rezongaría airadamente durante horas esperando que pasara el tiempo. Pero yo no soy Emilio, sólo soy yo, sentenciado a unos días de reclusión menor en un hospital tan impersonal como cualquier otro. En breve me escupirán  a las  fauces de mi soledad doliente, después de haberme salvado de los dulces brazos de la parca sin mi consentimiento, y me dejarán morir en la soledad de mi casa insomne. La humanidad deshumanizada de la humanización clínica. En el mundo de hoy hay que ser feliz por decreto y hay que sobrevivir por ley aunque tu cuerpo y tu mente ya no lo deseen. A qué rincón me llevarán después, aún no puedo siquiera imaginarlo.

G.M.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Diario para el olvido. Día 32

1 de setiembre de 2018

Hoy al despertar entre las brumas de los calmantes me ha venido una imagen a la cabeza, una epifanía, pero es tal la bruma que me retiene que no puedo saber si es fiable. Después llegó una enfermera diligente y pragmática que revisó mis constantes y me hizo algunas preguntas cortas y precisas como ladridos. Al irse un olor a almendras amargas se extendió por la habitación y supe que estaba soñando, que ni la habitación, ni la enfermera eran reales, o al menos no eran de este mundo. Más tarde me dormí con todas las cautelas, intentando sembrar mi sueño con balizas que me permitieran regresar.

Ahora espero. Observo detenidamente cada uno de los objetos y personas que aparecen junto a mí e intento discernir qué es sueño y qué es realidad. El papel vibra, se diluye. El bolígrafo se ablanda y serpentea entre mis dedos, se me escapa y caigo, caigo, caigo...


G.M.

Diario para el olvido. Día 31

31 de agosto de 2018

Y si dios fuese un algoritmo. Y si todo esto, todo lo que me rodea, no fuese más que una retícula digital. Creo que me han drogado. Pienso cosas extrañas. Sueño con dragones y lo único que me hace sentir en paz es imaginarme delante de mi ventana, mirándola a ella. Pero ¿quién es ella? Estoy muy confuso. Me cubre el dolor, como una ceniza espesa que va calando en mi piel.

¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo entraron? ¿Quién me encontró? ¿Para qué? Preguntas que me llegan como olas a este lado de la conciencia, mientras me lamen una y otra vez arrastrándome de nuevo hacia el delirio de los calmantes. 


G.M.

Diario para el olvido. Día 30

30 de agosto de 2018

Como las líneas discontinuas de una carretera, las luces del pasillo me cosían a la camilla mientras me empujaban hacia delante, pasando puertas con olor a asepsia y a muerte.

Alguien me agarraba la muñeca. Alguien derramaba desgastadas palabras de consuelo en mi oído. Alguien manejaba mi cuerpo como un pedazo de carme inane, macilenta, poniéndome sobre una superficie fría y dura.  Después todo se borró. Cayó sobre mí una negrura espesa a la que a veces llegaban voces gomosas y redondas que no lograba comprender.

Al despertar una aguja de luz se clavó dolorosamente en mis pupilas. No recuerdo cómo llegué aquí. No recuerdo nada.

Hace unas horas pedí papel y bolígrafo para escribir, para intentar ordenar mis ideas. Lo último que me viene a la memoria es haber estado sentado ante la ventana abierta, nada más.

Las enfermeras revolotean a mi alrededor con una solicitud postiza, hablándome de tú, como si me conociese de toda la vida, maldita modernidad. No es suficiente perder la personalidad y la dignidad, no es suficiente con convertirte en un ser anónimo e indefenso en las manos de un ejército de desconocidos, además tienes que soportar esta familiaridad ignominiosa que iguala y lamina la singularidad humana.

La boca me sabe a narcótico. Todo huele a orinas de viejo camufladas bajo litros de lejía. Y un asco largo me recorre el estómago.

Dicen que me han operado de urgencia ¿por qué? Yo no he pedido una prórroga. Yo no llamé a emergencias para que me salvasen, o al menos eso creo.

La enfermera manipula mi gotero. Me pesan los párpados, ya no puedooooo


G.M.