domingo, 7 de octubre de 2018

Diario para el olvido. Día 49

30 de septiembre de 2018

No puedo dormir y me lanzo a los brazos infinitos de la noche buscando alivio para mi cabeza encabritada. Las ventanas encendidas son hogueras que me recuerdan que sigue habiendo vidas, millones de vidas que acarrean sus ilusiones, sus miedos, sus resignaciones, sus fracasos y sus victorias y todo eso lo hacen al margen de mi, ignorantes de mi existencia, mientras yo paseo, o más bien corro barriendo las aceras con mi pánico de viejo que se asoma a la muerte y la desea y la rechaza, aterrado, al mismo tiempo. 

Desde el interior de algún local se orina la música impúdica de los vivos. Alguien sale a fumar, alguien ríe desconsoladamente, alguien vomita. El barrio se ha llenado de sombras escarchadas que se besan sin disimulo, que me miran pasar con un gesto de repugnancia o, peor aun, de indiferencia en sus rostros entumecidos. Noto el dolor ardiente que baja por el brazo y me acalambra, pero no quiero parar, aunque me falte el aire, aunque tenga que detenerme a veces, cubierto de sudor frío. No quiero morir solo en mi cama, prefiero caer fulminado sobre la acera viendo pasar sobre mí las estrellas eclipsadas y los bólidos luminosos contra el asfalto reventado.


Llego al bulevar insidioso. La gente transita despacio por las aceras dormidas. Algunos restaurante expulsan a los últimos clientes, la ciudad despavorida se aletarga y yo estoy ahí para verla, para dar fe, como un notario triste, de su tiempo envilecido. Y recuerdo otras noches, muy viejas ya, cuando la juventud empujaba mis impulsos y el viento soplaba a mi favor, cuando curioso de suciedad y de experiencias, me deslizaba de mi hogar y hurgaba en las entrañas de la urbe marginal, impúdica de sordidez avergonzada. Pero entonces ya lo oculto, lo prohibido, era inmutable, igual que hoy, sin nada nuevo, y en poco tiempo el brillo de la noche se apagó para mí con la misma rapidez con la que había prendido. Entonces qué busco en ella ahora. Qué me atrae a su vientre maltratado. Tal vez la seguridad de que, en ella, todos seremos bienvenidos, diosa legítima de los desamparados.

G.M.

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