sábado, 31 de mayo de 2014

Cansado



Magritte

Se sentía cansado de la adulación roñosa de los que le rodeaban, de la repetición interminable de las mismas frases, los mismos gestos, la misma sonrisa pretendidamente humilde que escondía un rictus abúlico y burlón.

Se sentía cansado de tener que esconder las canas de las sienes para fingir una juventud que tiempo atrás lo había abandonado, y de ensayar ante el espejo, a solas, a menudo acompañado de una copa de vino hurtada a la mirada inquisitiva de la esposa, el saludo perfecto, la inclinación adecuada con que alabar a quienes le alababan.

Se sentía cansado de vivir la misma farsa día a día, envuelto en su indolencia de hombre afortunado, de creador feraz y diligente, de ciudadano universal que atraviesa las fronteras de los países y de los universos como quien traspasa una puerta, cuando en verdad cada viaje era un paso hacia el vacío que le dejaba agotado e indefenso.

Y sobre todo se sentía cansado de aquel invierno largo y pendenciero que iba calándole en los huesos con la humedad mortificante que el viento arrastra por las calles añorantes del antiguo esplendor ahora empobrecido.

Titiló la luz del camerino y salió por el pasillo angosto a tomar de nuevo su puesto ante la escena. Escuchó los aplausos encendidos y el silencio expectante, pero el calambre  que siempre le empujaba hacia la luz esta vez no se produjo y salió ante la gente con el estómago vacío, la mirada plana y una dicción que era un enumeración más que un fraseo.

El público permaneció petrificado y refractario. Una corriente fría arrasaba el patio de butacas y llegó hasta él robándole la voz. Se dio la vuelta y salió del teatro dejando a su espalda un rumor de mar embravecido que sólo fue cediendo con la distancia y el viento helado de la avenida desierta y empapada por la noche y por la lluvia.

Paloma Ulloa

Lecturas: "La lluvia amarilla", Julio Llamazares



Como en alguna ocasión ha dicho Julio Llamazares sobre su propia literatura, "La lluvia amarilla" no es un libro para entretener, no es un producto de consumo: es el agua fina que cala y nutre la mente, es el "tempo" íntimo y mesurado que conmueve, es un pedazo de alma que busca con los dedos en el alma del lector, lo acaricia, lo estimula y lo enriquece y le obliga a reflexionar y a sentir, a ponerse en contacto consigo mismo, a no seguir huyendo.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Are you a rotot?


¿Te has fijado en lo hermoso que es ver las hojas de los árboles cuando las atraviesa un rayo de luz?
¿Has memorizado el aroma del café en un día concreto, mientras aún te estirabas entre los hilos del sueño?
¿Has hablado con un amigo sobre la vida y la muerte y las estrellas, hasta el amanecer, sin acordarte de tu teléfono móvil?
¿Has saboreado tu plato favorito, como si fuese la primera vez, para no perderte ningún detalle de su textura, de su aroma y de su temperatura?
¿Has temblado ante las últimas páginas de un libro que te ha conmovido sintiendo de antemano la añoranza de sus personajes?
Si a todas estas preguntas tu respuesta es no, tal vez es que no estés vivo. Are you a robot?

Paloma Ulloa

martes, 27 de mayo de 2014

Cuando todo era hermoso




Arvikis

Vuelvo una y otra vez a ese autobús, a esa mañana de mayo en la que el sol jugaba a esconderse pudorosamente entre las nubes después de haber atravesado con sus rayos las verdes hojas membranosas de los árboles. Recuerdo perfectamente que en ese instante fui consciente de que estaba siendo feliz. Era el dueño absoluto de mi tiempo y la vida se extendía ante mí como una página en blanco. Había terminado exitosamente mis estudios, recibía ofertas de trabajo, ningún problema ensombrecía mi horizonte y, sin embargo, poco después de llegar a mi parada la vida me estalló en la cara y me arrastró con ella hacia un infierno que nunca había imaginado.

Desde entonces vuelvo una y otra vez a aquel autobús que atravesó la avenida veinte años atrás, cuando todo era hermoso, cuando fui capaz de capturar, casi sin esfuerzo, uno de esos momentos de felicidad que a veces nos regala la vida y que suelen pasar inadvertidos para nuestra consciencia, e intento corregir las pequeñas desviaciones, los errores de la memoria y del destino. Hilvano nuevos presentes desde ese pasado, rehago caminos, tomo decisiones, construyo familias, cambio de trabajo, compro una vivienda nueva y después me corrijo a mí mimo y decido alquilar un rincón rumoroso del barrio viejo desde el que puedo sentir el grosor de la historia y el olor de la madera bajo mis pies.

Hoy también es 27 de mayo, el sol esquivo juega a acariciar los árboles del jardín que rodea la residencia. Los visitantes caminan con prisa, inconscientes de su poder, de su libertad, de su independencia, mientras yo los observo desde esta ventana ante la que me sientan, cada mañana, para que entretenga mi inmovilidad y mi silencio, mientras se mueven a mi espalda, limpiando mi cuarto y ordenando mi cama, en la que pasaré el resto del día, sin moverme, sin hablar, sin poder comunicarme.

Hoy construiré una familia nueva, sentiré el pálpito de la vida bajo la piel tensa del vientre de mi esposa y después tomaré en mis brazos a esa criatura recién nacida y le daré un nombre y sentiré la angustia de ser padre y el orgullo de ser padre y la extrañeza de ser abuelo. Y después volveré a meditar, como siempre, en lo estúpidos que podemos llegar a ser los hombres. Si tan sólo hubiera comprendido que vivimos encerrados en el interior de estos cuerpos frágiles e imperfectos, si me hubiera detenido un segundo más sobre la acera, si hubiera reflexionado un instante, jamás habría cruzado la calzada sin mirar para no llegar tarde a aquella cita.

Paloma Ulloa

domingo, 25 de mayo de 2014

La victoria del miedo



Sarolta Ban

Llámenme ignorante, pero tengo la impresión de que la victoria de la extrema derecha en Europa es la victoria del miedo. El miedo a perder el trabajo, el miedo a las políticas que impone Bruselas, el miedo a no poder alimentar a los hijos, el miedo a lo desconocido y el miedo, en definitiva, a la expansión de esa sombra grande, mórbida y desconcertante que es “el mercado” y que ha dado muestras de una voracidad inconmensurable.

Después de estos resultados, a muchos nos viene a la memoria el eco del hambre que llevó a la Alemania de entreguerras a la locura del nazismo y al exterminio de los diferentes. Y si los políticos que nos representan, miran hacia otro lado, estoy convencida de que el sueño de Europa desaparecerá entre el humo, ya veremos si del desplome de las ruinas o de los bombardeos.

viernes, 23 de mayo de 2014

Crónica de la indecisión




Se termina la campaña electoral europea y aún no me he decidido. La mayoría de mis amigos y conocidos apenas hablan sobre ella y cuando lo hacen, se encogen de hombros y hacen un gesto entre la indiferencia y el asco que no sé muy bien cómo interpretar.

Me siento confusa como cuando tengo que elegir entre varias cosas que no me gustan para no dejar mal a algún invitado. Entonces intento decantarme por el mal menor, pero, ante las elecciones europeas, entre todas las nuevas formaciones, la plúmbea esgrima PSOE y PP, las meteduras de pata de los candidatos parcheadas con silencios y tibias solicitudes de disculpas, entre los canales de derechas y los de izquierdas, los periódicos progresistas y los conservadores, la rabieta sexista de Arias Cañete y las declaraciones ramplonas de Valenciano, aún no he logrado comprender qué votamos ni para qué y, sobre todo, cuál es la propuesta real de cada uno de los candidatos del “misterioso” voto útil.

Nos han hecho saber que unos se postulan contra el machismo mientras otros se declaraban libres de él, que si ganan “los de antes” caerán sobre España las siete plagas de oriente y que si ganan “los de ahora” veremos llegar el Apocalipsis; que uno no ha terminado su carrera universitaria y al otro se le cuestionan ciertas relaciones empresariales en los límites de lo ético; que el reventón de la burbuja inmobiliaria que ha agravado la crisis de nuestro país, así como la dudosa política de los bancos en la época de bonanza es responsabilidad de ambos, por las políticas especulativas puestas en funcionamiento por unos, y el aprovechamiento incoherente de las mismas que los otros hicieron, mirando hacia otro lado cuando fue necesario; y que ambas formaciones hablan de la política estatal como si las políticas fallidas y corruptas de las comunidades autónomas que unos y otros gobiernan no tuvieran nada que ver con ellos.

Pero nadie nos informa seriamente sobre lo que nos jugamos en estas elecciones, sobre si, realmente, existe un futuro para esta Europa que es una unidad de mercado sin una estructura política y legislativa común, ni sobre para qué, exactamente, estamos votando.

Mañana podremos reflexionar, lejos del ruido mediático de los discursos y de los telediarios. Lástima que precisamente mañana se celebre la emocionante final de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid que, seguramente nos mantendrá ocupados hasta altas horas de la madrugada y en eso, estoy segura, habrá muy baja abstención. ¿Será que el deporte y los grandes clubes millonarios hacen llegar su mensaje con más facilidad y menos esfuerzo que los partidos? Tal vez los políticos deberían saltar a la arena mediática en pantalón corto y sudar, como lo hacen los jugadores, para que alguien los tome en serio.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Iberyanair o cómo una compañía solvente se está transformando en una línea de bajo coste




Viajar, hoy por hoy, se ha convertido en un deporte de riesgo, una de esas actividades que uno debería de pensarse un par de veces antes de acometer con todas sus consecuencias, pero si, además, ese viaje o ese desplazamiento aéreo (para ser exacto), tiene usted previsto hacerlo con Iberia, es posible que la larga sombra de la nostalgia le alcance al darse cuenta de cómo ha ido cambiando la compañía en los últimos tiempos.

Yo, que hace ya algún tiempo superé la barrera de los cuarenta y oteo los cincuenta con una cierta perspectiva, recuerdo aquellos vuelos de los años ochenta y noventa en los que, a pesar de utilizar las tarifas más asequibles para turistas, me sentía atendida y confortable en mi asiento de tejido azul con breves trazos amarillos; cuando facturar una maleta no suponía la imposición de un sobre-costo, ni mi familia sufría una diáspora en el avión, con la asignación de asientos separados y aleatorios (sin distinción entre niños o adultos) con el fin de cobrarte un suplemento por la lujosa operación “selección de plaza”; cuando aún te deleitaban con el controvertido zumo de naranja de botella (que tantas críticas injustas recibió en su día) y con un tentempié caliente que, a pesar de lo que entonces muchos pudiesen comentar, servía tanto para “matar el gusanillo” dignamente como para entretener parte del tiempo que duraba la travesía.

Llámenme romántica, pero hace algún tiempo que comencé a añorar todos esos pequeños detalles que hacían de Iberia una compañía solvente que podía mirarse cara a cara con otras empresas de aviación civil europeas y que, a pesar de la crítica cáustica de “lo nuestro” de la que los españoles siempre hemos hecho uso, nos hacía sentirnos parte del primer mundo.

En cambio ahora, no sé si como consecuencia de la globalización (como algunos pretenden) o de la fusión con British Airwais, todos los pasajeros llevan consigo sus equipajes de mano y casi nadie factura para evitar (como me ocurrió a mí en mi último viaje) pagar 30 euros por cada maleta, lo que provoca que para embarcar se organicen largas y caóticas hileras humanas, impelidas por la necesidad de acceder a su asiento antes que los demás para poder tener sus pertenencias a mano y controladas en todo momento (como dicen desde la megafonía del aeropuerto), no sea que alguien decida robarles los pantalones talla XL, los calzoncillos sucios o la esmerada selección de prendas primavera-verano que se han comprado ex profeso para la ocasión.

Es entonces cuando comienzan a sucederse, en el interior del aparato, escenas similares a las que antes se producían en los vagones de tercera clase de los trenes de principios del siglo XX, aunque, en vez de gallinas y bolsos amarrados con cuerdas, los pasajeros acarrean pequeñas maletas, ordenadores portátiles, chaquetas, abrigos y sombreros con los que empujan al pasajero de al lado mientras se les cae un libro al forzar la portezuela del compartimento que no se abre; la señora de la fila 14 (que en realidad es la trece pero han omitido el número para evitar el mal fario) pierde la dentadura postiza por un empujón inesperado de un turista furibundo que lucha por encajar como sea su equipaje de mano en el minúsculo espacio que hay frente a su asiento, y la azafata se pasa la mano por la frente tras evitar un gancho de derecha de la dama de la fila 16, que no ha logrado frenar en el aire la caída de su  gabardina y la ha dejado sepultada bajo su bonito forro estampado con efes invertidas.

Pero, tras conseguir las azafatas (despeinadas y sudorosas) que los inquietos viajeros permanezcan sentados en sus asientos, con los teléfonos móviles (al menos aparentemente)  desconectados y los respaldos en posición vertical, (lo que nos concede unos minutos de calma durante el despegue), llega el momento en el que el avión alcanza la altitud y estabilidad necesarias y entonces, los pasajeros, impelidos por una fuerza invisible, se desabrochan los cinturones y se precipitan hacia los lavabos formando largas colas para dar rienda suelta a sus necesidades contenidas. Saciada esta primera urgencia y, mientras en el compartimento de cola las auxiliares de vuelo organizan los carritos de las viandas, ocurre algo inaudito hasta hace poco tiempo, se inicia lo que yo denomino, la apertura oficial de la tartera (o el papel de plata o la sandwichera), que expele un tufo a chorizo, mortadela, panceta o ensalada que se expande por toda su zona de influencia apestando al resto del pasaje.

Inmediatamente, me vienen a la memoria esas imágenes de los autobuses, los trenes, los cines de barrio y las meriendas del campo de otro tiempo y me pregunto por qué la gente prefiere llevarse su comida a comprar un tentempié a la sufrida azafata que soñaba con ser una dama de sonrisa elegante como las de los anuncios de la Iberia de los años cincuenta y se ha tenido que conformar con ser una atareada camarera que "habla idiomas". Sin embargo, cuando después de observar el “menú de a bordo”, sugerente, moderno, atractivo, una se decide por el suculento bocadillo de jamón serrano, ligeramente aromatizado con aceite de oliva y, temblando de inanición, muerde esa especie de “bimbollo” dulzón y sin gracia (aquí también se me nota la edad, lo sé) y, desconcertada, separa las partes del pan en busca del “relleno” y descubre que para poder encontrar las jugosas lonchas que tan orgullosamente sobresalen en el modelo de la fotografía, tiene que conseguir un equipo científico forense que verifique el ADN de esos escasos restos cárnicos que  manchan el pan amarillento aquí y allá, comprendo a esos viajeros precavidos y campechanos que, a riesgo de atufarnos a todos, se llevan la tartera para evitar la úlcera de estómago que, “las bondades del producto” o la “irritación”, les provocarían en caso de adquirirlo.

Si tras el agotador "almuerzo", se pone usted de pie para ir al lavabo, podrá comprobar sobrecogido que, a pesar de que la talla media del ciudadano español ha aumentado considerablemente en los últimos años (gracias a la mejor alimentación, a un sistema público de salud envidiable,  y a la -hasta hace relativamente poco tiempo- mejora de la economía) el pasillo ha sido invadido por las piernas de los pasajeros que superan el metro setenta y cinco y que no saben cómo colocarse para no quedar atrapados para siempre entre los asientos, ni masacrar a patadas al pasajero de delante, ni sufrir un colapso de la circulación sanguínea.

Pero como ningún viaje de aventura puede carecer de sus sobresaltos, si es usted uno de esos viajeros afortunados que para llegar a su destino tiene que hacer escala en un aeropuerto que está (delineando una uve sobre el mapa) a la misma distancia que su ciudad de origen pero en la dirección meridianamente opuesta (luego no diga que su línea aérea no le facilita las cosas para que conozca mundo), es muy probable (por no decir inevitable) que su maleta sufra algún extravío y se quede rezagada en la escala o viaje a Singapur, pasando por Camberra para volver a llegar a Bruselas antes de descansar  (abollada, sucia y con una rueda menos) en su vivienda de, por ejemplo, Madrid, después de que se la hayan entregado a una señora desconocida en un hotel de las afueras de la ciudad desde donde, muy amablemente, le llaman para avisarle de que la compañía aérea se ha equivocado de destino y que gracias a que usted ha identificado su propiedad con dirección postal y número de teléfono, han considerado humano sosegar su zozobra avisándole del equívoco por si quiere acercarse a recogerla antes de que vuelva a entrar en el laberíntico mundo aéreo, en cuyo caso es muy probable que la metan de nuevo en un avión rumbo a Buenos Aires para que de tres vueltas al mundo antes de llegar a sus manos.

En fin, que la compañía que un día fue estatal y que pasó a convertirse en una línea privada de la que los españoles, un tanto ingenuamente, nos enorgullecíamos (eso sí, sotto voce), se está transformando en un trasunto de Rayanair que exporta la sufrida "Marca España" (no olvidemos que en su logotipo siguen ondeando los colores de nuestra bandera) y ejecuta políticas hace poco inimaginables, a costa de sus usuarios y de sus temerosos empleados que ven cómo el servicio, los sueldos y las líneas más importantes, van pasando directa o indirectamente a otras manos a costa de su sacrificio, de su salario y hasta sus aspiraciones profesionales.

domingo, 11 de mayo de 2014

Primera reseña en el periódico El País de Uruguay


Primera reseña sobre la novela "Las novias de Travolta" en el periódico uruguayo El País.

Felicidades mamás



Gustav Klimt

Ser madre es algo maravillosos, algo que te cambia la vida para siempre y que te descubre matices de ti misma que jamás creíste poseer.

Y es que la maternidad viene con un equipo completo de supervivencia que, en cuanto se activa, desarrolla en tu interior un instinto ancestral que te mantiene alerta en torno al recién nacido y te permite identificar sus más mínimos gestos traduciendo inmediatamente al lenguaje materno sus necesidades y, de esa forma, logras alcanzar la velocidad de la luz mientras cambias pañales pestilentes con una sonrisa tranquilizadora a la vez que cantas una nana, preparas un biberón y proteges su culito con una crema pastosa y pegajosa que parece sacada de una película de terror.

Pero la equipación para la mamá moderna, también lleva incluido un traductor  2.0 que permite distinguir de forma inmediata entre los 745 tipos distintos de llanto que emite tu bebé dependiendo de si tiene dolor, hambre, calor o gases. Y un despertador biológico que te levanta de la cama exactamente treinta segundos antes de que tu hijo se despierte llorando de hambre a las tres de la madrugada. Así como un “mamá automático” que se pone en marcha a toda velocidad para ofrecer al pequeño el seno o un biberón, mientras tú das cabezadas, sentada en cualquier parte de la casa: el piso, el sofá, la cama, o una silla de la cocina, que a esas alturas, lo mismo te da.

Por si todo lo anterior fuese poco, en esos momentos delicados en los que la responsabilidad de haber traído a un hijo a este mundo y en el que las hormonas bailan la Samba en tu torrente sanguíneo haciéndote sentir a veces la mujer más feliz del mundo y otras la más desdichada, se pone en marcha la función “futbol” con la que regatearás con soltura las invectivas de tu madre y de tu suegra, y la comparación genética de la especie en relación con los rasgos innegables que enlazan a tu hijo con tu marido, con tu padre,  con la abuela Cornelia, con el bisabuelo Frígido que era muy guapo pero que murió de una pulmonía allá por el invierno de 1960, y hasta con el repartidor de pizzas que de tu barrio.

Pero a pesar de la alta tecnología del equipo de supervivencia de madres, habrá algunos días en los que a pesar de haber logrado descansar seis horas seguidas (porque tu esposo se ha apiadado de ti y le ha dado el biberón nocturno al cachorrillo), cuando te mires al espejo seguirás viendo a una mujer con el pelo enmarañado, las ojeras moradas y salientes, la boca descompuesta y pastosa, como si acabase de volver de una noche loca y no tuviese muy claro si se encuentra en la tierra o en un planeta muy, muy lejano. Y es entonces cuando recuerdas lo que te dicen tus amigas, tus hermanas, tu madre y hasta tu suegra: Hija, luego todo eso se olvida y te quedas con lo bonito de ser madre”. Pero tú piensas “¿Es que no me lo podían haber dicho antes? No, claro, se les olvidó.”

Pero tú eres una madre, y las madres son capaces de salir victoriosas de cualquier combate y con el paso de los meses y los años, y gracias al equipo de supervivencia maternal, comprenderás que has sufrido una mutación completa de tu genética originaria y que ahora eres un médico eficiente que decide sobre la marcha qué antitérmico debes suministrar a tu hijo y a tu marido (que a veces se comporta como un hijo más); llevas y traes a la prole a la guardería o a la escuela, con la desenvoltura de un taxista; organizas la compra semanal, las tareas domésticas, las coladas, las comidas y las fiestas de cumpleaños de tus hijos, como el mejor estratega; escuchas los problemas de todos los que te rodean intentando ayudarles en lo posible, igual que haría un psicólogo; ayudas a los niños a hacer los deberes, como una experimentada pedagoga; preparas la comida durante los fines de semana para que todos puedan tomar alimentos sanos y nutritivos, como el mejor chef de un restaurante de moda; atiendes a tu esposo en sus preocupaciones y en la cama, como lo haría una amante veneciana; y trabajas en la oficina más horas que ningún otro empleado, porque tienes que mantener tu puesto de trabajo como sea.

Y, sin embargo, cada vez que miras a tu hijo, que le bañas y te devuelve una gran sonrisa desdentada, que te tiende las manitas para acariciarte mientras le das de mamar, o que te dice por primera vez “te quiero”. Cada vez que hace una examen brillante en la escuela, o que te escribe una espantosa poesía para el día de la madre. Cada vez que habla como una persona sensata o que comienza a trabajar en su primer empleo, descubres que no hay nada comparable en este mundo y que, a pesar de esa mutación genética a la que has sido sometida en virtud de tu maternidad, esa felicidad privada e íntima, ese orgullo que te sobrecoge y te desborda, no lo cambiarías por nada de este mundo.

Felicidades mamás

Paloma Ulloa

miércoles, 30 de abril de 2014

Ya a la venta en Uruguay la novela "Las novias de Travolta"


¿Qué ocurre cuando cuatro mujeres inteligentes, luchadores y autocríticas, en el ecuador de sus vidas, comprenden que han intentado tener más funciones que una navaja suiza? ¿Qué pasa cuándo se desnudan emocionalmente y dejan al descubierto sus miedos y sus secretos más inconfesables? Pues que comienza “Las novias de Travolta”, una novela en clave de comedia que reivindica el universo femenino de una generación a caballo entre la Olivetti y el Windows, Verano azul y los reality shows, el catecismo y el vibrador.

Basada en la exitosa obra teatral del dramaturgo uruguayo Andrés Tulipano, esta novela  abre el telón universal de la compleja y riquísima realidad de esas mujeres que se enfrentan a la cuarta década de sus vidas y que, a pesar de sus fracasos, de sus temores y de sus errores, siguen gritando con todas sus fuerzas “¡I will survive!”.

viernes, 18 de abril de 2014

En el cielo de Macondo




Imagen tomada de www.rae.es

Dicen que ha muerto García Márquez, como si fuese eso posible después de  haber dejado  lo mejor de sí anclado para siempre en esta tierra, entre hojarascas de palabras y fotogramas de memorias fabulosas.

Dicen que el colombiano universal ha muerto y, sin embargo, hoy mismo millones de personas empujadas por el eco inmisericorde que provocan los mitos, se precipitarán por primera vez en su profundo universo creativo y quedarán atrapados para siempre en él, perpetuándole en la eternidad, mientras él se hamaca en su mecedora en algún lugar del cielo de Macondo.

lunes, 31 de marzo de 2014

Lecturas


"Zona de tránsito", de la escritora alemana Julia Frank, es una historia áspera y oscura que retrata la indefensión, la sospecha, la hipocresía moral y el miedo que se vivían a ambos lados de la vergonzosa frontera entre las Alemanias occiental y oriental.

Los personajes tiritan de emociones bajo la intemperie de una narración sin cortinas en la que la vida cotidiana rompe la romántica escenografía de las novelas de espías y se centra en las rutinas humanas y administrativas de un mundo sitiado. 

jueves, 27 de marzo de 2014

Instantánea

Autor desconocido
Madrid se descompone, los cierres bajados de las tiendas quebradas parpadean confusos de garabatos impotentes, las aceras se derraman en orines de lágrimas, manifestaciones  y alcohol, los viejos ultramarinos van mutado en bazares insalubres que hurtan al paseante el interior con atestadas e insípidas estanterías industriales.
La ciudad se parte y mira hacia el pasado en busca de esperanza mientras va marcando, con profundas líneas invisibles, los límites de la desesperación y la miseria. Se multiplican las sombras que revisan metódicamente los fangosos fondos de las papeleras, y los más viejos tiemblan pensando que cada día se da un paso adelante hacia el silencio.
Paloma Ulloa

Foto-narrativa: SilenCine

lunes, 24 de marzo de 2014

Lecturas



A veces, recorrer con curiosidad y sin prejuicios, los anaqueles de la biblioteca pública, te lleva a disfrutar gratas sorpresas como este "Prioritaire", de la escritora danesa Iselin C. Hermann que, sobre los raíles íntimos de una improvisada relación epistolar, va llevando al lector hacia el desenlace mágico e inesperado de sus últimas páginas.

martes, 18 de marzo de 2014

Atardece



Sarolta Ban

Atardece perezosamente.

En los límites incendiados del crepúsculo, la esperaza del próximo verano brota sobre las huesudas ramas del invierno que se olvida; y el tiempo, gota a gota, arrastra nuestra existencia hacia el vertiginoso futuro, devorándonos sin piedad en la tediosa demora hasta alcanzar el próximo destino.

La vida nunca espera, no necesita el concurso de nuestra voluntad para agotarse y se precipita jubilosa en la catarata implacable hacia la muerte sin siquiera volverse un instante para confirmar que seguimos atrapados en su estela incandescente, marionetas inermes, incapaces de construir nuestro camino.

La tarde se desliza cálida y hermosa y me trae a la mente otras voces, otros libros, otros sueños que quedaron titilando sobre las primaveras precedentes sin llegar a dar su fruto. 

Paloma Ulloa

jueves, 20 de febrero de 2014

Lecturas

titulo del libro


"El juicio de la historia", de Joseph Roth, contiene una serie de cuadros vigorosos, ejecutados con un trazo clarividente y rítmico que deja al lector sin aliento ante un pasado no tan remoto.

Una lectura imprescindible para entender nuestro pasado y para no repetir los mismos errores en nuestro presente y en nuestro futuro.

Huele a prisa



Ernest Descals

Huele a prisa, a gente que entra y que sale, a urgencias de retorno a casa después del trabajo. Alguien me toma del brazo y me guía hasta un asiento libre y noto sus dedos rígidos como garfios apretándome la piel.

- Gracias, gracias – susurro entre dientes – no hace falta, estoy bien, de verdad.

Pero el hombre que me conduce no acepta mi desenvoltura, debo sentarme, debo obedecer a su necesidad de hacer el bien. No importa, ya estoy acostumbrada, antes me enfurecía la indefensión que provoca la indefensión, pero ya lo he superado, los desconocidos se sienten mejor cuando piensan que pueden ayudarte, cuando se apiadan de ti porque creen que no puedes verles.

Mi oído se expande en el aire, siento el cansancio de la gente que me rodea, el quejido de sus respiraciones, la cadencia de los pasos embrutecidos, aplastados por el peso de las esperanzas, de los fracasos, de las ambiciones. Alguien lee a mi lado, siento la leve brisa de las páginas que me abanican al pasar, como alas de mariposa, transportando un suave perfume de mujer.

El tren se detiene, una bocanada de vidas se escurre por las puertas neumáticas mientras otras porfían por entrar en el vagón. Alguien pasa a mi lado dejando tras de sí un agrio aliento alcohólico pobremente camuflado tras el velo de un chicle de menta. Por la forma que tiene de mover el aire le imagino ancho y corpulento, algo escorado hacia la izquierda, el cabello ralo pegado a la cabeza. Arrastra ligeramente los tacones de sus zapatos deformados provocando una fricción pesada y repetitiva sobre el piso de goma.

El tren arranca con un suave tirón y se embala por la tubería intestina. Los viajeros hablan entre sí, repiten risas y anécdotas de la jornada de trabajo o de las clases, atienden llamadas telefónicas que empapan la soledad, teclean, sobre sus pantallas táctiles, mensajes insustanciales que les hacen sonreír.

De unos auriculares cercanos se resbala la salmodia de un audio libro que no logro identificar. Una voz masculina va contando, lentamente a veces, a golpes de diálogo en otras ocasiones, la trama de una historia que comienza a interesarme pero de la que me cuesta robar de vez en cuando una palabra.

Pero debo estar atenta, estoy llegando a mi destino. Me pongo de pie, agarrada a la barra vertical y avanzo entre la gente. Siento sus miradas tocándome el cuerpo cuando descubren mi ceguera y el vacío silencioso que van dejando ante mí para facilitarme el paso.

El tren se detiene bruscamente, las puertas neumáticas se abren con su resoplido zoológico y me dejan pasar. Extiendo mi largo bastón y voy topando con los pies de los viajeros hasta llegar a la pared del fondo, firme refugio que me guía hasta el ancho hueco de las escaleras, por el que me deslizo sin urgencia.

Los ecos del pasillo me devuelven las formas densas de los cuerpos que se desplazan, los pasos taconeados de algunas mujeres, el balanceo amortiguado de las suelas deportivas, los acordes de una guitarra que se derraman por los pasillos alcanzando con su calidez las heladas miradas de los viajeros programados.

La calle está ahí fuera, detrás del rumor de los tornos que se abren y se cierran como tijeras contando cuerpos. Desde arriba llega el bullicio de los coches, el ruido de la gente que habla y pasea y se queja, el olor de la pastelería de Inés y de las castañas asadas de Manuel, la voz de Claro, el quiosquero con el que me entretengo cada madrugada antes de dirigirme al trabajo, el fragor del bar de Pepe en el que los que comenzaron la jornada tomando un buen café, rematan el día con una cerveza y una conversación de viejos amigos mientras esperan que comience la retransmisión deportiva o la partida de dominó.

He llegado a mi barrio, a mi casa; al lugar en el que las calles tienen formas definidas y las irregularidades del suelo son balizas con las que puedo orientarme, donde las voces que me saludan diseñan un mapa único que me guía sobre la tierra sin necesidad de tocarme, ni de apiadarse de mí, ni de ayudarme si yo no se lo pido. He llegado a ese refugio sagrado en el que sólo soy Elena, una vecina más con una historia a sus espaldas, no más pesada que la de los demás.

Paloma Ulloa

lunes, 10 de febrero de 2014

Enero en tus zapatos



Es bonito tomar el metro durante el mes de enero, cuando los viajeros cabalgan sobre sus relucientes zapatos recién adquiridos en las rebajas, limpios de rutinas y de decepción, vacíos de rencores y cansancio.
Mirándolos con cuidado uno podría adivinar los sueños de sus propietarios, sus ambiciones ocultas y hasta sus nombres: la joven de gesto melindroso que anhela lujos cinematográficos,  el intelectual roñoso de sonrisas, el operario cansado y el viejo comerciante abrumado por las largas esperas silenciosas que ya no le deparan ensoñaciones y proyectos como antes.
Es bonito tomar el metro durante el mes de enero, cuando el año por estrenar trae aún templadas esperanzas y los zapatos nuevos resplandecen, limpios de desidia, de resignación y de resentimientos.

Paloma Ulloa

Hace tiempo

Hace tiempo que tengo la sensación de estar lejos de casa y sin embargo estoy en casa.
Hace tiempo que todo lo que me rodea me resulta ajeno y sin embargo es mío.
Hace tiempo que habito a mucha distancia de mí misma y ya no recuerdo el camino de regreso.
Paloma Ulloa

lunes, 6 de enero de 2014

sábado, 21 de diciembre de 2013

Una larga noche



Richard Avedon

Siento un rumor. Me detengo, envarado detrás de la puerta de la terraza. Me tiemblan las piernas y el corazón golpea violentamente mi pecho como si quisiera salir corriendo.

Comienzo a ser demasiado mayor para este trabajo, tal vez debería dejarlo. No soporto el miedo a que me descubran y me atrapen  pero qué podría hacer, el mundo vive sumido en la confusión, no es momento de cambiar de negocio, tendré que seguir adelante y mantener la tradición familiar de merodeador nocturno.

Hace mucho frío, se me han helado los dedos de los pies. Pego la cara al cristal helado y observo cómo el resplandor del pasillo se apaga y el eco amortiguado de unos pasos se detiene y desaparece. Respiro hondo. Es mi momento. Fuerzo ligeramente la puerta que cede sin hacer ruido. La casa está caliente, huele a asado, a canela y a café. Alguien ha dejado unas mantas dobladas sobre los brazos del sofá. Estoy tan casando. Me encantaría poder sentarme un rato, taparme y reposar durante unos minutos. 

Pienso en cómo será vivir aquí, entre estos objetos, cómo serán las personas que ocupan estos asientos, con qué soñarán, qué esperarán de la vida, pero desperezo rápidamente mi imaginación porque debo darme prisa.

Es muy difícil moverse en la oscuridad en un lugar desconocido, especialmente ahora que he engordado un poco. Abro mi bolsa sigilosamente, en cualquier instante podrían despertarse y encontrarme aquí y eso tendría consecuencias catastróficas. 

Me apresuro, busco en los lugares comunes, me agacho, remuevo aquí y allá cosas que me estorban, para llegar hasta las que realmente son necesarias, pero el roce de los objetos produce un rumor suave y constante cuando los agarro, un sonido que se amplifica en mi cerebro y me obliga a detenerme una y otra vez olfateando el aire para asegurarme de que todo sigue en calma.

Aquí ya he terminado. Ha llegado el momento de salir. Despacio. El corazón vuelve a revolverse en mi pecho como si fuese la primera vez. Nunca termino de acostumbrarme, por más años que transcurran, por más viviendas que visite, por más veces que me deslice en los salones cálidos y dormidos para traer un rayo de esperanza y de magia a este mundo enfermo.

La puerta vuelve a ceder limpiamente, pero al volverme para cerrarla de nuevo me encuentro unos enormes ojos grandes y redondos que me miran fijamente. No tendrá más de siete años y está clavado en el centro de la sala con sus zapatillas de peluche y su pijama a cuadros, las pupilas dilatadas por el miedo y la emoción, sin atreverse a hablar.

Sonrío, le guiño un ojo y le señalo el árbol, a cuyos pies ya descansan los paquetes que llevan su nombre antes de desaparecer precipitadamente para que nadie más me vea en esta noche en la que los ladrones ayudan a la magia para que el mundo sea un poco más hermoso.

Paloma Ulloa

viernes, 13 de diciembre de 2013

Amanece

Colonia del Viso
Amanece sobre un Madrid crepuscular con aroma a Navidad y a presagios, a nuevos propósitos y a leña.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Reflexiones del Minotauro VI

ALL Photography (Andrés López Lozano)
El tiempo es el fluido que oxida nuestra realidad orgánica hasta hacernos eternos.
Paloma Ulloa

martes, 3 de diciembre de 2013

El último discurso (Microrrelato)

Sobre el asfalto tiritó el cuerpo yermo. La madrugada pasaba sobre él sin detenerse, amasándolo en el fango aterido del rocío.
Las luces de la ciudad parpadearon ignorantes al otro lado del callejón acunado por la reverberación de unos pasos que se alejaban presurosos palpitando contra las paredes.
La gruesa silueta de la mujer asesinada, supurante de soberbias enmohecidas, se escondía temerosa detrás de la melena demasiado larga para su cincuentena mal llevada, pero un viento vengador extendió sus dedos implacables y descubrió su rostro avergonzado, maquillado aún con el último discurso y la última mentira.
Paloma Ulloa

viernes, 29 de noviembre de 2013

Entre lo inadecuado y lo prohibido




Al fondo de la librería de viejo, entre una carcoma de palabras, Agustín rumia líneas miles de veces recorridas con el índice y rememora aromas de imprenta pasados de moda.

Hace ya más de cincuenta años que no se imprimen libros porque son poco  ecológicos, pesados y sucios; y que los viejos negocios como el suyo permanecen en el fondo palpitante que cabalga entre lo inadecuado y lo prohibido, pero nunca le han faltado clientes; a menudo se abre la puerta temblorosa y algún curioso, algún desorientado, algún inadaptado recorre los estantes atestados de ancianidades apiladas que rebosan entre las páginas amarillentas una emoción perdida, el pulso de una luz de primavera en otro meridiano, el fulgor de la nieve de un tiempo entumecido, anterior a las sequías pertinaces y al calor, la sombra de una frase larga, yuxtapuesta, subordinada y lúcida que ya nadie enjareta con soltura ni es capaz de traducir.

Agustín, que lo ha visto casi todo en esta vida, ha encontrado alguna vez lágrimas en los ojos de algún visitante emocionado; ha descubierto algún lector abrazando contra su pecho un ejemplar polvoriento; ha sorprendido dedos enamorados que acariciaban una portada cuarteada y ha registrado suspiros de amor y hasta de sorpresa al descubrir, de improviso, un nombre, un título o una historia.

Hoy el librero ha inclinado la cabeza sobre un volumen pequeño y opaco, de gruesas pastas de cuero y ha comenzado un largo viaje hacia Constantinopla, impulsado por el brumoso viento engañoso del Adriático y por la emoción de una voz gutural que hilvana órdenes marineras. En la memoria lleva sueños de caravanas hacia oriente, aromas de especias, sabores nuevos y una terquedad de explorador bregado en la rutina del frío y del cansancio que conforma la herencia recibida.

La tienda se llena con los quejidos de la naos que se balancea al son del agua y de la bruma, cuando inesperadamente unos pasos macilentos de verdugo del presente se le acercan con decisión atravesando los pasillos sin detenerse.

Alza la vista. La sombra de un traje oscuro y bien cortado se va concretando ante él y comprende que, sin darse cuenta, acaba de transitar, definitivamente, el paso invisible entre lo inadecuado y lo prohibido. Mira a su alrededor, se entretiene en los anaqueles llenos de palabras, en las solapas arrugadas, en los lomos descoloridos, en los tejuelos insolentes, porque sabe que su tiempo ha terminado.

Acaricia con la punta de la lengua la pequeña irregularidad que esconde desde hace demasiado tiempo entre sus muelas, la desprende y la muerde con decisión antes de que el desconocido alcance su escritorio y se presente, con su acreditación inevitable y su olor a muerte.

- No merece la pena vivir sin mis historias. – Le dice en voz alta, sin esperar respuesta, mientras siente cómo el amargor del veneno invade su lengua y se derrama por la garganta hacia el instante sin retorno.

El desconocido se da cuenta demasiado tarde lo que pasa y se abalanza hacia él, con el tiempo justo de retenerle entre sus brazos evitando que caiga desplomado sobre el suelo.

Al fondo de la librería se siente el lento latido de un reloj de cuerda que bate los segundos, mientras el responsable del orden y la higiene ciudadanas sostiene el cuerpo de Agustín entre sus brazos como un juguete roto. No tardarán en desembarcar los equipos de limpieza que recogerán los restos de celuloide contaminante para reciclarlos en una planta de residuos; lo limpiarán todo y empujarán hasta el infierno del olvido las últimas narraciones de papel que aún sobreviven pero, durante unos segundos, apenas lo que dura un parpadeo, la mirada del desconocido se posa sobre el libro que el viejo tenía entre las manos y un escalofrío, la sombra de una duda, recorre como una sacudida su cerebro.

Paloma Ulloa

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Reflexiones del Minotauro V

La ineptitud es esa postura ante la vida en la que los responsables de todos nuestros errores son los demás.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Reflexiones del Minotauro IV



Hoy vivimos las consecuencias de nuestra propia imprudencia porque hemos tratado a la política como a la muerte: todos sabemos que está ahí pero vivimos como si no existiera y ahora nos encontramos impotentes como ángeles caídos que esperan a que les vuelvan a crecer las alas.

Paloma Ulloa

jueves, 21 de noviembre de 2013

Otoño


Andrés López (All Photography)

El viento agitó las páginas del libro olvidado sobre el banco del parque y un rayo de sol atravesó una página en el momento exacto en el que una palabra caía, cobriza y seca, sobre la arena empapada de otoño.

Paloma Ulloa

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Technologie macht frei (Monólogos del despropósito 2)


Imagen tomada de "labolaweb.com"


Reconozcámoslo, la tecnología nos ayuda en nuestro día a día, facilita las gestiones y la interconexión, nos acompaña a todas partes,  y, sobre todo, nos libera…
Sí, no se sorprendan, la tecnología nos libera, por ejemplo, del pudor, y nos permite compartir, democráticamente, con todos los viajeros del vagón del metro o del autobús, nuestras conversaciones más íntimas, animados por ese auditorio colorido y anónimo que parece disfrutar con los detalles de nuestras anécdotas o de nuestras discusiones sin que ni nosotros, ni ellos, caigamos irremediablemente en el engorroso sonrojo, como nos habría ocurrido años atrás.
Pero también nos desligan de la esclavitud del sexo ¿Sonríen?   No deberían. Es bien sabido lo cansado que es el encuentro carnal. La cantidad de requisitos que en pos de la satisfacción de la pareja, de la moda y del propio prestigio nos obligamos a cumplir, mientras que, si en ese segundo íntimo, en ese momento concreto y sudoroso, llega un WhatsApp, uno no tiene más remedio que tomarse un respiro, remolonear del quehacer de las satisfacciones y refrescase, antes de seguir (si es que sigue) con lo que estaba haciendo. Y, en el caso de que la soledad nos abrume, para qué gastar valiosas neuronas en imaginar tórridas situaciones cuando, dándole a una tecla del ordenador, o acariciando dulcemente nuestra tableta, podemos acceder a rápidas soluciones efervescentes que comienzan y finalizan con nuestras pasiones en cuestión de minutos porque no tenemos tiempo que perder. 
Y no es menos importante la labor social que cumple esta conectividad permanente que permite localizarnos en cualquier lugar del orbe en el que nos encontremos (lo deseemos o no), para salvaguardar nuestra integridad física, nuestra fidelidad matrimonial y hasta nuestra coartada (si es preciso), porque no debemos olvidar que a través de sus largos dedos escrutadores, un buen espía, un buscador avezado, una criatura de las catacumbas informáticas, podría averiguar dónde hemos comido, qué hemos regalado a nuestros hijos por su cumpleaños, cuánto nos pagan al mes, cuál es nuestra línea aérea favorita, con quién mantenemos correspondencia electrónica y qué tipo de pornografía nos estimula más.
Atrás quedó para siempre el temible riesgo de adentrarse en una aventura en solitario por las costuras del universo, sin el concurso de los teléfonos móviles, las tarjetas de crédito, los correos electrónicos, los dispositivos táctiles y la siempre imprescindible Wikipedia que nos rescata de la más absoluta ignorancia con un simple movimiento de nuestros dedos. Y, por supuesto, también quedará en el recuerdo de los más nostálgicos, la privacidad escueta de los álbumes de fotos familiares, de los vídeos viajes de bodas a lugares exóticos, de la rememoración idealizada de las noches infinitas que ahora quedan incontestablemente perpetuadas en los fondos privados de Facebook y en los apresurados comentarios de Twitter, para disgusto de muchos y profunda satisfacción de otros.
Y es que, como diría un buen germanista, cargado de cinismo, mientras dirige su mirada a través del ventanal de la historia: “La tecnología te hace libre” (¿O tal vez no?).

martes, 1 de octubre de 2013

El mundo en que vivimos

Ángelo Musco


Vivimos en un mundo globalizado e interconectado en el que, en apariencia, las corrientes de opinión vuelan de un extremo a otro del planeta casi sin barreras y, sin embargo, cuando nos desayunamos con el bloqueo económico de Estados Unidos a manos de sus propios ciudadanos republicanos, nadie habla de “golpe de estado”.
Me pregunto, si esto ocurriese en algún país que tuviese intereses geoestratégicos o simplemente políticos, si los traductores oficiales de la realidad no habrían puesto ya nombres y apellidos a esta estrategia roñosa y zafia de la política norteamericana.
Por otro lado, el siempre polémico Berlusconi vuelve a tirar de las riendas del maltrecho mudo europeo y pone a Italia bajo los caballos desbocados de la crisis, arrastrando a su espalda a buena parte del Mediterráneo, y esto, una vez más, tampoco se denomina, abiertamente, “golpe de estado” ¿Qué debe ocurrir en el mundo para que volvamos a decir lo que pensamos, sin miedo a perder el beneplácito de quien nos paga?

miércoles, 24 de julio de 2013

La extraña desaparición



Edward Hopper

Después de largos años de litigios heredé la villa que había pertenecido a mi tío abuelo, el gran autor de relatos de terror Walter Quiroga. El edificio seguía conservando ese halo de misterio que quedó flotando a su alrededor después de su extraña desaparición, sesenta años atrás.
 
Se trataba de una bellísima casa victoriana, romántica y magnética que se asomaba al acantilado como si fuese a dar un salto al vacío, por lo que decidí, empujado por un desacostumbrado impulso, compartir esa pequeña joya con los demás, convirtiéndola en un hotel literario junto al mar.
 
Al entrar por primera vez en ella, tras cumplir con todos los trámites que la hacía definitivamente mía, me entregué casi obsesivamente a buscar y recuperar todos los objetos que habían sobrevivido al abandono y al polvo, entre los que estaban algunos de los cuadernos manuscritos de mi tío, su abundante biblioteca, un pequeño laboratorio fotográfico y una importante cantidad de mobiliario que necesitaba pasar por el taller del restaurador para resucitar su belleza.
 
Varios meses después, tras haber arrancado la humedad de las vigas de madera y de la susurrante madera del piso y cambiar la distribución de las habitaciones con el consejo experto de un arquitecto de interiores, sólo quedaba ambientar las estancias según el gusto de la época y de eso, me encargué yo personalmente: elegí el papel pintado de las paredes, las gruesas cortinas de damasco y los muebles que más se asemejaban a las viejas fotografías familiares.
 
Después distribuí cuidadosamente por las estancias los objetos restaurados que realmente habían pertenecido al autor e incluso recuperé la ambientación gótica de algunos de sus relatos más famosos para las dos suites del ático. Y así a finales del otoño de 1997, todo estuvo dispuesto y esperando para que, durante la primavera siguiente, el hotel literario más inquietante y romántico de toda la costa, fuese inaugurado bajo los focos de la prensa y de la alta sociedad.
 
Sin embargo, una mañana fría en la que las últimas hojas de los árboles eran arrancadas sin piedad de las sarmentosas ramas inquietantes, recibí una visita inesperada en mi despacho: el famoso novelista Gustavo Lippi, con su melena leonada de artista y su reconocible capa oscura se presentó ante mi secretaria disculpándose por su repentina llegada y asegurando que el motivo de semejante atropello era lo suficientemente importante como para poder disculpar su descortesía.
 
Le hice pasar inmediatamente a mi despacho, por supuesto, y le atendí como se merecía. Le ofrecí una reconfortante taza de té y escuché entre asombrado y satisfecho, lo que con tanta urgencia había venido a pedirme:

- Verá señor Quiroga - comenzó a decir titubeando - Durante el último verano pasé unos días como invitado en la casa que los señores Ibérruren tiene junto al mar, – Hizo una pausa dándome tiempo a asimilar la importancia social de la familia que le había acogido antes de continuar – y en uno de mis paseos matutinos en busca de tranquilidad y de inspiración, acabé ante la fachada de una preciosa villa del siglo pasado que descansaba sobre el acantilado como una hermosa suicida.
 
Asentí satisfecho ante el elogio y ante la sospecha que comenzaba a tejerse en mi cabeza sobre el motivo real de aquella extraordinaria visita. El autor, algo huraño, esquivaba mi mirada directa y sólo me dedicaba pequeñas ojeadas por encima de la pesada montura de sus gafas.
 
- Lo cierto señor es – subrayando empalagosamente su cortesía inquieta - que en cuanto me topé con su villa supe que ese y no otro será el lugar en el que podré por fin terminar de escribir mi novela. – Hizo una pausa dramática antes de continuar  en un tono casi suplicante - Allí, inspirado por el mar, aislado de la tensión de la ciudad, podré trabajar sin interrupciones, estoy seguro, estoy seguro.

- En realidad, como usted bien sabrá – le dije para intentar hacerle comprender que, por el momento no podía cumplir con sus deseos - el edificio acaba de ser completamente renovado y transformado en hotel, pero no abrirá sus puertas hasta el próximo verano, cuando comience la temporada de baños … - Esperé un segundo para ver cómo recibía mis palabras. Él, sobrecogido ante mi educada negativa, pareció encogerse como si un calambre le hubiese atravesado el estómago y, conmovido, reconsideré mi decisión sobre la marcha – Sin embargo…

- Lo comprendo – comenzó a decir precipitadamente, sin haberse percatado de que yo mismo había abierto una puerta de esperanza a su deseo - pero esa bella casa se ha convertido para mí en una auténtica obsesión. Cuando regresé a la ciudad después de mi retiro estival, comencé a buscar información sobre el edificio, sobre sus propietarios, sobre su historia. Incluso he soñado con ella en varias ocasiones. Es como  si el destino, en el que yo nunca he creído, me guiase hasta ella inevitablemente…

Le escuché atentamente, incluso con cierta simpatía ya que, no me resultaba en absoluto ajena aquella espontaneidad tan creativa de la que había oído hablar durante mi infancia y que, en algunas ocasiones, muy pocas por cierto, a yo mismo había experimentado, como en esa locura de construir un hotel literario junto al mar, así que, totalmente sobrecogido por la arrebatadora pasión de aquel hombre, suspiré y dije:

- De acuerdo, Señor Lippi, si para usted es tan importante vivir durante unos meses en la que fuese la casa de mi tío-abuelo, creo que podremos llegar a algún acuerdo satisfactorio para ambos…

El escritor sonrió satisfecho por primera vez y  la conversación, a partir de ese momento, perdió su cariz tortuoso y fluyó cordialmente. Las negociaciones fueron sencillas y sorprendentemente rápidas y, a su salida de mi despacho, llevaba bajo el brazo un contrato firmado que le permitía disfrutar de la villa  en exclusividad, durante los próximos siete meses.

Quince días más tarde, Don Gustavo Lippi, pertrechado con su computadora portátil y su escaso equipaje, se instalaba frente al ancho y profundo océano que había visto repetidamente en sus sueños. Sin deshacer siquiera las maletas, recorrió cada una de las habitaciones con el entusiasmo de un niño. Se entretuvo en la nutrida biblioteca de la planta baja; en el salón, amueblado con confortables sofás y dotado con un hermoso telescopio de latón. Se sorprendió con el gabinete de los espejos, que recordaba angustiosamente el relato “el reflejo fantasma”; y quedó fascinado, en la primera planta, con el estudio del escritor, en el que se encontró con la máquina de escribir, negra y pesada, con la que Walter Quiroga había escrito siempre sus inquietantes relatos.

Emocionado como un niño, acarició las letras redondas de latón y sintió un deseo intenso de comenzar a trabajar inmediatamente, precisamente con aquella antigualla, a pesar de que sus dedos, acostumbrados a deslizarse sobre el jabonoso teclado de su computadora portátil, tendrían que ejercitarse violentamente contra aquellas groseras teclas metálicas.

Impulsivamente reorganizó el cuarto de manera que la gran mesa quedase situada ante el ancho ventanal mirando al mar y, en el centro, instaló la vieja máquina, colocando a su alrededor toda la documentación que había ido recopilando en los meses anteriores.

Tras acomodar su ropa y sus objetos de aseo, se dirigió a la casa de la guardesa que se encargaría del mantenimiento y limpieza de la finca durante su estancia, le dejó un listado con los alimentos que necesitaría tener siempre en la nevera y le dio un juego de llaves para que pudiera entrar y salir sin perturbar su trabajo o sus horas de sueño.

Una vez liberado de sus obligaciones, se dispuso a comprar folios y cinta entintada para la máquina de escribir. Lo primero lo adquirió enseguida en una papelería cercana, donde le aseguraron que aquellos los recambios para las máquinas de escribir habían desaparecido prácticamente del mercado, pero que si para él era tan importante, podrían intentar ponerse en contacto con su proveedor habitual para que buscase entre los objetos en desuso de sus viejos almacenes. Algo contrariado, continuó su paseo hacia la salida de la pequeña ciudad y, entre los últimos árboles de la avenida, se topó con una vieja almoneda, casi escondida tras los destartalados y mugrientos cristales de una barraca de madera. Empujó la puerta chirriante que accionó la pequeña campanilla suspendida del techo que sacó de su ensoñación a una anciana de ojos pardos que descansa en la oscuridad.

Sin mediar palabra, la mujer se levantó trabajosamente, revolvió en un cajón grande y profundo y dejó dos pequeños paquetes sobre el mostrador en los que se podía leer “cinta para máquinas de escribir”. Lippi sintió un extraño vacío en el estómago, pero tomó lo que había ido a buscar, dejó unas monedas sobre la vieja madera cuarteada y se marchó enseguida, sin mirar atrás.

Aún era temprano, el sol declinaba lentamente en el horizonte y él se sentía feliz como hacía tiempo que no le ocurría. Retornó a su nuevo hogar y, aquella misma tarde, comenzó a escribir apasionadamente.

Enseguida se dio cuenta de que las palabras le surgían con una fluidez desconocida. Los dedos se movían instintivamente sobre las viejas teclas con tal naturalidad que quedó deslumbrado. Sentía una energía creadora y feliz desconocida hasta el momento, porque la literatura siempre le había producido una mezcla de placer y de dolor que le llevaba a un estado de ansiedad e inseguridad extremos justo antes de comenzar la recta final de una novela. Sin embargo en esta ocasión vivía un estado de felicidad extrema, un reencuentro con la ilusión de crear que le parecía casi imposible.

Pasó el resto del día sentado a la mesa, sin moverse, en el silencio cálido de la casa vacía. De vez en cuando alzaba la mirada hacia el profundo mar gris como para cargarse de energía y volvía a sumergirse inmediatamente en el trabajo sin desasosiego ni impaciencia. Las campanas de la iglesia dieron las ocho, las nueve, las diez de la noche y el repiqueteo de las teclas no cesaba. En la oscuridad rumorosa del océano, el brillante y lejano faro rasgaba la negrura y dejaba vislumbrar la silueta de una isla, apenas perceptible durante el día. Los fogonazos, rítmicos, atraían una y otra vez la mirada de Lippi que, sin embargo, no dejaba de trabajar ni un segundo.

Revisó maquinalmente las palabras que se alineaban sobre el papel ¡Qué extraño! Lo que estaba escribiendo no parecía formar parte de su historia, nada tenía que ver con el argumento sobre el que llevaba trabajando durante varios años, pero no le dio demasiada importancia, lo dejó correr porque se sentía feliz con esa nueva y espontánea manera de crear, tan alegre, casi salvaje.

Cuando finalmente, bien entrada la madrugada, dejó de trabajar y la casa quedó en calma, reunió todos los folios, alineándolos con unos golpecitos en el margen de la mesa y después, agotado, sin quitarse siquiera la ropa, se tumbó sobre la cama y se quedó dormido.

Despertó pasado el medio día, cuando escuchó que la guardesa lo llamaba desde el zaguán para avisarle de su llegada. Se sentía algo mareado y con un fuerte dolor de cabeza como si sufriese los efectos de una terrible resaca. Bajó las escaleras tambaleándose y le pidió a la mujer que le preparase un abundante desayuno. Devoró huevos revueltos, queso, jamón, yogur, fruta y café con leche y cuando terminó, tuvo de nuevo ese deseo vital de ponerse a trabajar, esa alegría desacostumbrada que le impulsaba de nuevo a sentarse en su estudio para continuar la tarea.

Tomó el montón de páginas que había escrito y comenzó a leer. Como ya había comprobado el día anterior, había escrito un texto muy alejado a su estilo habitual y a la temática de su novela, pero no le dio demasiada importancia, lo consideró un ejercicio de calentamiento, un trabajo de adecuación con el espacio y con la nueva manera de enfrentarse a él, y lo valoró positivamente.

Pero la narración dio un giro inesperado que él no recordaba: se adentraba en una truculenta historia en la que el protagonista descubría un asesinato atroz, cerca del faro. Una mujer terriblemente mutilada, aparecía medio desnuda, con un extraño símbolo tatuado en el dorso de la mano, algo parecido a una luna y una estrella. Después se sucedían una serie de investigaciones que llevaban a la policía hasta el rastro de una secta que realizaba brutales rituales. Toda una morbosa y retorcida trama con la que el escritor se quedó realmente conmocionado.

Intentó tranquilizarse y abrió el periódico que le había dejado la asistenta sobre el escritorio. Espantado comprobó que, en primera página, se describía el mismo asesinato que él había descrito la noche anterior. En el artículo se detallaba meticulosamente el lugar y las condiciones del hallazgo y se comentaban someramente las primeras pesquisas de la policía.

Una náusea le llegó hasta la garganta. Entró corriendo en el cuarto de baño. Notaba cómo le temblaban las piernas. Se miró en el espejo, aterrorizado y se lavó la cara para intentar reaccionar. Después abrió la ducha y se dejó calmar por el agua que corría desbocada sobre su cabeza y su espalda. Envuelto en un albornoz se dirigió hasta el salón, encendió la perezosa chimenea y, página a página, destruyó la narración, contemplando aliviado cómo las llamas deshacían el horror que su retorcida mente había creado, con la estúpida esperanza de que la noticia, igual que el relato, desapareciera de las indelebles páginas del diario.

Había decidido tomarse unos días de descanso y no volver a escribir por un tiempo, además, no lograba que las ideas volvieran a centrarse en el proyecto original y pensó que debía apartar la máquina de escribir de su escritorio y retomar la saludable costumbre de trabajar con la computadora, más fría y menos romántica, pero también menos peligrosa.

Sin embargo cuando se acercó de nuevo a la mesa, se sintió de nuevo atrapado por el extraño influjo de la máquina y, sentándose otra vez ante el escritorio, comenzó a teclear intensamente, como si hubiese entrado en trance.

Varios días después, se despertó con la ropa sucia y revuelta sobre la cama. No recordaba nada de lo que había estado haciendo y tenía un terrible dolor de cabeza que le impedía abrir los ojos. Escuchó a la guardesa en el piso inferior. Se arrastró como pudo hasta la ducha y se vistió, dejando en la cesta la ropa apestosa que acababa de quitarse. Toda la habitación tenía un ambiente espeso y agrio, abrió la ventana y entró un viento fresco que alivió su cansancio. Cuando la mujer le vio entrar en la cocina le preguntó, solícita:

- ¿Se encuentra usted bien? Tiene mala cara.

- Sí, sí, no se preocupe – contestó – es sólo que me duele mucho la cabeza. A veces, mientras escribo, tengo migrañas, será por el esfuerzo – dijo intentando tranquilizarla. – Si no le importa me gustaría comer algo, lo que sea, tengo la sensación de llevar una semana sin probar bocado.

Mientras esperaba vio que sobre la mesa se apilaban varios periódicos que aún no había leído. Extendió la mano para acercarlos pero, se detuvo. Recordó lo que había pasado la última vez que había leído las noticias y sintió un escalofrío. Mientras la mujer preparaba todo lo necesario, abrió la puerta principal y salió a respirar un poco de aire fresco. Todo parecía en calma. Ya no quedaban turistas, el mar, gris como el cielo, se balanceaba suavemente contra la orilla desierta y una ligera bruma flotaba sobre el cobrizo vibrante de los árboles. ¡Qué hermoso! pensó, y sintió que todo su cuerpo se relajaba, como si después de haber soportado una tensión extrema hubiera llegado el momento de descansar.

Fue entonces cuando notó que le dolían los dedos, se miró las manos y comprobó que tenía las yemas desolladas por la fricción constante sobre las duras teclas metálicas.

Antes de comer, le pidió a la asistenta que le curase y que le vendase suavemente con una gasa fina y esparadrapo para evitar que se infectasen.

- Debería verle el doctor García. Está usted muy desmejorado y estas heridas tal vez necesiten de algún antibiótico – le insistió la mujer llena de aprensión.

- No se preocupe Miguela, no es nada, estos son los gajes del oficio, ya sabe – Ensayó una sonrisa forzada y se sentó a la comer.

Comió de nuevo con un apetito feroz y después se sintió más animado, contento incluso. No tenía ganas de ponerse a trabajar, le dolían las manos y los ojos y el analgésico no había logrado reducir del todo su migraña. Cuando la mujer recogió los últimos platos y se marchó, no pudo evitar dar una ojeada a los periódicos y, lo que vio, le dejó de nuevo paralizado por el terror. Día a día, los rotativos iban narrando las mismas extrañas atrocidades que él describía en sus relatos: el monstruoso ataque de unas alimañas a unos campistas que había pasado la noche no muy lejos de allí; la profanación de tumbas en el cementerio del pueblo, entre cuyas lápidas habían encontrado el cadáver desgarrado de un hombre que se había quedado encerrado en el interior de una vieja cripta, la incomprensible música que impulsaba a quien la escuchaba a realizar atrocidades inenarrables. Todo lo que surgía de la vieja máquina de escribir, se convertía en realidad unas horas después.

Desesperado luchó consigo mismo por no acercarse de nuevo al escritorio. Descolgó el teléfono con la intención de poner en conocimiento de la policía lo que le estaba pasando pero comprobó angustiado que no disponía de línea. Enseguida pensó en salir a la calle, pero las piernas no respondían a sus deseos y su cuerpo se dirigía inevitablemente hacia el escritorio en el que se apilaban los folios escritos como una montaña diabólica. Fue entonces cuando pensó en destruirlos, igual que había hecho con el primer relato, pero le resultó imposible: estaba atado a aquella máquina y a aquella mesa, como un esclavo a una noria. Los dedos volvieron a impulsar los plomos contra el rodillo, y con cada presión, las yemas se laceradas se resentían un poco más hasta que comenzaron a sangrar.

Una urgencia ajena que le obligaba a mantenerse sentado y trabajando en un estado alterado de conciencia del que en ocasiones salía, sobresaltado, mientras su cuerpo continuaba escribiendo sin el concurso de su voluntad. Día y noche, le torturaba una necesidad imperiosa, un deseo truculento de describir escenas atroces que invocaban el horror más puro de la atávica memoria humana.

En ese estado de esclavitud se fueron sucediendo los días y las narraciones. Y cada vez que volvía en sí después de varias jornadas sin descanso,  encontraba en los periódicos la narración fiel y atroz de sus propias pesadillas. En ocasiones el llanto llenaba sus ojos enrojecidos mientras las letras de plomo martillaban sin piedad el papel prisionero del rodillo y lo único que le consolaba era la idea de que algún día la policía abriría la puerta de aquella cárcel y descubriría el horror.

Una mañana fría y ventosa, la guardesa abrió la puerta de la villa y se dio cuenta de que un inquietante silencio lo llenaba todo. No se escuchaba el delirante martilleo de la máquina de escribir, ni pudo sentir el crujido de la madera, bajo el peso del señor Lippi. Tampoco oyó la pesada respiración que delataba el cansancio agotado del escritor, y comprendió que algo terrible había sucedido.

Temerosa, subió las escaleras, concentrada en el ruido de la madera bajo sus pies. Atravesó el pasillo hacia el estudio que permanecía con la puerta abierta y se asomó cuidadosamente a su interior, pero no había nadie y todo parecía en orden. Sobre la mesa reposaba una gruesa pila de papel escrito a máquina. Fuera, las gaviotas volaban en calma, dejándose llevar por el viento, como siempre. En los armarios, colgaban las camisas bien planchadas, los zapatos de invierno y la gabardina. No parecía que el escritor hubiese salido de allí. Sobre la mesilla, la cartera y las llaves reposaban a la espera de las manos que las llevasen a los bolsillos.

Inquieta, decidió llamarme a mi despacho y con el pulso inseguro descolgó el viejo auricular negro, hizo girar la rueda de los números y esperó angustiada sentir mi voz al otro lado. Dos horas después, más alarmado de lo que estaba dispuesto a reconocer, detuve mi auto ante la fachada principal de la villa.

La guardesa salió de la casa y me esperó en el porche retorciéndose los dedos con inquietud. Intenté calmarla con mi apostura de hombre de negocios, pero mis palabras sonaron inseguras:

- Tranquila Miguel, verá como todo es un malentendido. – Pero debo reconocer que recorrí el edificio con aprensión, sintiendo una extraña densidad en el aire que convertía en inquietante la escena cotidiana de la ropa colgada en el armario y de los zapatos, morbosamente alineados, igual que lo hacía mi tío abuelo, con las punteras bien pegadas contra el fondo.

Objetivamente, aparte de la extraña aprensión que me sofocaba la garganta, nada daba a entender que allí hubiese ocurrido algo extraordinario. Me acerqué al escritorio sobre el que reposaba un grueso montón de folios. Imaginé que, tal y como el señor Lippi había expresado en su despacho el día que nos conocimos, por finalmente había logrado concluir su y una sonrisa asomó a mis labios. Sin duda, el extenuado autor había salido a dar un largo paseo que le compensase por el esfuerzo realizado. Posiblemente, toda aquella alarma que tanto a la guardesa como a mí nos estaba angustiando, no era más que la preocupación excesiva de dos personas desacostumbradas al oficio del hospedaje y ya estaba a punto de dar por concluido el incidente con un suspiro de alivio cuando mi mirada reposó sobre la primera página del libro y, paralizado por el horror, pude leer el título: “La extraña desaparición” por Walter Quiroga.

Sobrecogido, comencé a revisar las páginas copiosamente escritas y comprobé espeluznado que, muchas de ellas estaban sucias con pequeñas manchas de sangre. Fue entonces cuando, temblando de pavor, decidí llamar a la policía para dar parte de la desaparición de Gustavo Lippi.

Durante semanas se rastrearon las costas para descartar un posible suicidio o un accidente fortuito. También se hicieron batidas en los bosques cercanos. Incluso se pidió ayuda especializada a la policía de la capital, temiendo que se tratase de un secuestro, pero todas las líneas de investigación fueron infructuosas y, finalmente, el suceso pasó a formar parte de la leyenda local, ocupando durante semanas las primeras páginas de los periódicos locales que no recordaban haber publicado noticias tan truculentas desde que, sesenta años atrás, desapareciera, también en extrañas circunstancias, mi tío-abuelo Walter Quiroga.

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