martes, 27 de mayo de 2014

Cuando todo era hermoso




Arvikis

Vuelvo una y otra vez a ese autobús, a esa mañana de mayo en la que el sol jugaba a esconderse pudorosamente entre las nubes después de haber atravesado con sus rayos las verdes hojas membranosas de los árboles. Recuerdo perfectamente que en ese instante fui consciente de que estaba siendo feliz. Era el dueño absoluto de mi tiempo y la vida se extendía ante mí como una página en blanco. Había terminado exitosamente mis estudios, recibía ofertas de trabajo, ningún problema ensombrecía mi horizonte y, sin embargo, poco después de llegar a mi parada la vida me estalló en la cara y me arrastró con ella hacia un infierno que nunca había imaginado.

Desde entonces vuelvo una y otra vez a aquel autobús que atravesó la avenida veinte años atrás, cuando todo era hermoso, cuando fui capaz de capturar, casi sin esfuerzo, uno de esos momentos de felicidad que a veces nos regala la vida y que suelen pasar inadvertidos para nuestra consciencia, e intento corregir las pequeñas desviaciones, los errores de la memoria y del destino. Hilvano nuevos presentes desde ese pasado, rehago caminos, tomo decisiones, construyo familias, cambio de trabajo, compro una vivienda nueva y después me corrijo a mí mimo y decido alquilar un rincón rumoroso del barrio viejo desde el que puedo sentir el grosor de la historia y el olor de la madera bajo mis pies.

Hoy también es 27 de mayo, el sol esquivo juega a acariciar los árboles del jardín que rodea la residencia. Los visitantes caminan con prisa, inconscientes de su poder, de su libertad, de su independencia, mientras yo los observo desde esta ventana ante la que me sientan, cada mañana, para que entretenga mi inmovilidad y mi silencio, mientras se mueven a mi espalda, limpiando mi cuarto y ordenando mi cama, en la que pasaré el resto del día, sin moverme, sin hablar, sin poder comunicarme.

Hoy construiré una familia nueva, sentiré el pálpito de la vida bajo la piel tensa del vientre de mi esposa y después tomaré en mis brazos a esa criatura recién nacida y le daré un nombre y sentiré la angustia de ser padre y el orgullo de ser padre y la extrañeza de ser abuelo. Y después volveré a meditar, como siempre, en lo estúpidos que podemos llegar a ser los hombres. Si tan sólo hubiera comprendido que vivimos encerrados en el interior de estos cuerpos frágiles e imperfectos, si me hubiera detenido un segundo más sobre la acera, si hubiera reflexionado un instante, jamás habría cruzado la calzada sin mirar para no llegar tarde a aquella cita.

Paloma Ulloa

1 comentario:

Anónimo dijo...

Palomita.- GENIAL