sábado, 29 de agosto de 2020

No apagues la luz




- No apagues la luz. Quiero verte mientras nos amamos. Quiero sentir la parte animal que me une a tí.


- No. Me da vergüenza.


- No hay de qué avergonzarse. Ahora tu cuerpo y el mío se pertenecen. Tenemos que aprender a hacerlo uno.


Estábamos los dos de pie. Junto a la cama en esa noche temible en la que todo cambiaría. Su aliento alimentaba una bestia nueva que nacía en mi vientre y que me atormentaba. Pecado. La palabra brotaba de mis labios interponiéndose físicamente entre los dos.


Mi madre, dos días antes de mi boda, me había convocado a su sala de estar. Estaba sentada sobre su sillón, erguida, con la Biblia entre las manos. El sempiterno vestido negro cayéndole alrededor. El cabello a la moda victoriana, bien tirante, recogido en un modesto moño en la nuca. Me invitó a ocupar la butaca que estaba frente a ella. Su mirada helada me taladraba el alma. A su lado crecía el frío y sentía la abrasadora brutalidad del infierno como si me estuviese comenzando a rozar la piel con sus lenguas infinitas. Daba igual lo que contestase a sus preguntas porque nunca estaría a la altura de sus expectativas. Aunque clavase las rodillas en el frío suelo y rezase hasta destrozarme el cuerpo, jamás llegaría  a ser tan pura y tan distante como ella. Jamás alcanzaría su perfección hierática.


Me acomodé en el borde mismo del asiento y esperé a que hablara con la mirada fija en el regazo. Ni siquiera me atrevía a mirarla de frente. Era tal el silencio contenido que pude oír a la sirvienta avanzar por el pasillo encerado hacia mi dormitorio. Por la ventana se colaba el crepúsculo. Inesperadamente mi madre me sobresaltó con su voz áspera:


- La mujer es el pecado y el esposo es la tentación que pretende arrastrarla a la lujuria.


- Sí, madre. – Dije sin levantar la mirada.


- Te vamos a dar en matrimonio en dos días. Tu padre eligió para tí a un americano rico que cree que pude conquistar los bolsillos y las almas de la gente de esta tierra. Que cree que te podrá arrastrar a las debilidades de la carne igual que lo hacen las americanas indecentes. – Durante la pausa dramática que siguió a esas palabras tuve la sensación de que me lanzaría una maldición horrible para dejarme lisiada y fea con el fin de que me quedara para siempre a su lado rumiando la desesperación de su locura, aspirando por el resto de mis días ese olor a cerrado, a telas negras y a miedo que siempre la acompañaba. Ese temor a los espejos y al baño semanal, desnuda y casi a oscuras para no despertar los instintos de la carne. Pasados unos minutos de asfixiante silencio por fín cayó sobre mí, como un ladrido, la admonición profética – Pero tú serás pudorosa y no gozarás. Porque las mujeres rectas solo sienten dolor y asco. – Hizo una pausa y se estremeció como si lo que fuese a decir a continuación le produjese una repulsión tan grande que no pudiera contenerse – Nunca te verá desnuda. Nunca te entregarás laxamente porque Dios lo ve todo con su plena sabiduría y si caes en la tentación, te condenarás por siempre en el infierno.


- Sí, madre.


- Eres lasciva. Lo veo en el brillo de tus ojos cuando le miras. Lo veo en el estremecimiento de tu rostro cuando vuestras manos se tocan. 


- No. Yo…


- ¡No me interrumpas! En dos días dejarás de estar bajo mi custodia pero me debes respeto por todo lo que he hecho por ti, me debes mantener el decoro debido tanto dentro como fuera del hogar conyugal. La mujer lúbrica se abre a la sociedad. La mujer pura se queda en casa, hace penitencia y practica la caridad, trasciende hacia Dios.

- Sí, madre.


- Los hombres son bestias insaciables que se apoderan de los cuerpos de las mujeres, por primera vez, durante la noche de bodas; y que los utilizan durante el resto de sus vidas como si fuesen cosas. Es repugnante. Esa es la autentica condena de Dios por el pecado original. Lo de parir con dolor es sólo la consecuencia de la auténtica condena.


Comencé a temblar. Había esperado que el matrimonio fuese una liberación, romper un velo negro que había cubierto toda mi vida hasta entonces. Que me había mantenido bajo la férrea disciplina materna. Alejada casi siempre de mi padre al que se le consideraba una mala influencia para mí, un consentidor, un hombre flojo en la disciplina y en el rigor de las normas. Y sin embargo él había sido el que me había buscado a ese esposo. Él se había impuesto a las proposiciones de mi madre que rozaban siempre cierto grado de brutalidad, como si quisiera castigarme por el simple hecho de haber nacido. Hombres viejos y adinerados, con una moral basada en la sumisión y la obediencia. Hombres de fe que escondían en su alma infiernos inconfesables.


Mi madre me traspasó con su mirada helada y sonrió, feliz al ver el efecto que habían producido sus palabras.


- Madre – Titubeé un instante - ¿Puedo hacerle una pregunta? – Movió su rostro inexpresivo afirmativamente.


- ¿Por qué no me quiere, madre? ¿Por qué jamás me toca ni me abraza? ¿Por qué ni siquiera se apiada de mí cuando estoy enferma?


- Porque eres el fruto de la brutalidad y del dolor. Eres la hija del pecado. ¿Cómo podría querer a una abominación así? Si al menos hubieras sido un varón hubieras podido protegerme. Habrías sido mi baluarte en la vejez, pero no eres más que otra mujer, un estorbo por el que hay que pagar una dote para que se lo lleven. Un ser al que nadie querrá, nadie, nunca. 


Las lágrimas me cegaban mientras avanzaba por el pasillo. En mi dormitorio encontré a Lidia que estaba avivando el fuego de la chimenea.


- Pero ¿Qué te tienes, mi niña?


- ¡No quiero casarme, Lidia! Me harán daño. Sufriré.


- ¿Cómo que no quieres casarte? Mira niña, no hagas caso a tu madre. Vas a casarte con ese americano tan guapo y vas a ser feliz, muy feliz.


- No, Lidia. Ella me lo ha dicho. Me ha contado que todo es horrible, que él me hará daño, mucho daño. Que me merezco todo ese sufrimiento porque soy una mujer.


La anciana abandonó el fuelle con el que estaba avivando el fuego de la chimenea y se sentó en la cama, junto a mí. Me hundí en sus pechos maternales y lloré mientras ella me acunaba dulcemente. Como cuando de pequeña la fiebre me devoraba y ella pasaba las noches en vela a mi lado, colocándome paños frescos en la frente. Cantándome canciones y leyéndome cuentos hasta que me dormía. 


- Eso no es verdad, querida.- Susurró dulcemente en mi oído mientras me consolaba.


- Pero ella lo ha dicho. Ha dicho que es el castigo de Dios contra Eva, el estigma que llevamos todas sus descendientes por el pecado original. 


- Ella dice muchas cosas, pero no todas son ciertas. Tiene miedo ¿sabes? Siempre ha tenido miedo. Miedo de todo. También miedo de ti y por ti.


Lidia se quedó a mi lado durante mucho tiempo. Me ayudó a desvestirme. Peinó mi cabello lentamente y estuvo conmigo hasta que me quedé dormida. 


- No apagues la luz, mi amor – volvió a decir él, suavemente en mi oído haciéndome arder de miedo y de expectación. – No tienes nada que temer.


- Pero ella dice que es pecado.


- Ella no está aquí. Ahora yo soy tu esposo y nunca te haré daño. Te lo prometo.


Me sumergí entre sus brazos. Olía tan bien. Nunca antes había sentido el calor de un cuerpo latir tan cerca, piel contra piel. Había bebido dos copitas de champagne bajo la desaprobadora mirada de mi madre. Siempre tan estricta. Siempre tan hermética. Y me había sentido mejor. Más ligera, Más libre. 


Sobre la mesilla había una botella fresca y dos copas. Él las llenó y me tendió una.


- Bebe. Te hará bien. – Me dijo acercándose mucho a mi cuello y desenredando lentamente mis gruesas trenzas que cayeron convertidas en una cascada negra sobre la espalda inocente. Obedecí como lo he hecho siempre, sin rebelarme, sin rechistar. Las burbujas me hicieron cosquillas en la nariz y volví a sentir un hormigueo insidioso bajo el ombligo. Un despertar temible y placentero. Él recogió con un dedo una gota de vino de mis labios y lo lamió con una lentitud provocadora, desconocida, que me hizo estremecer. Después se inclinó  y me besó en la boca, blanda y largamente, penetrando con su lengua hasta tocarme entera, como un buscador de oro, como un ladrón meticuloso que recorre cada esquina en busca del tesoro.


No sabía lo que se esperaba de mí. Me sentía como un cordero a punto de ser sacrificado. Hice ademán de tumbarme en el lecho. Supuse que eso era lo que debía hacer, pero él me retuvo.


- No, todavía no. Quiero verte desnuda.


- ¡No! – Me encogí y crucé los brazos para proteger mis pechos. El camisón almidonado se me clavó en las axilas como un cilicio recordándome una vez más las palabras heladas de mi madre.


- Ese camisón es horrible, parece un hábito. – Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a  reír. – No  te van a sacrificar. Vas a vivir una nueva vida mucho mejor que la anterior  y no la puedes comenzar con ese trapo. 


Tenía razón. Era horrible y yo lo odiaba pero seguía resistiéndome. Me habían educado en el miedo al pecado; en el castigo; en la resignación. Nadie me había hablado del amor, de la entrega y la felicidad. Estaba bloqueada. Aquel camisón parecía una protección contra todo lo horrible, todo lo sucio y todo lo prohibido. Nadie me había visto desnuda excepto Lidia. Sólo la idea de despojarme de la ropa me hacía sentir indefensa. Le miré llena de miedo. Él llevaba puesto un batín de seda de cuyo pecho mal cruzado se escapaba el vello juguetón y, al detenerme en él sentí que un rubor abrasador cubría mis mejillas.


- Tienes razón – dijo evitando hacerse consciente de mi pudor – Yo también estoy vestido y eso no es justo ¿verdad?


No, no era justo, pero me daba tanto miedo descubrir lo que ocultaba aquella fina capa de tela. Me aterrorizaba de tal manera encontrar algo brutal, un arma de  carne, un instrumento del infierno para la tortura conyugal, que di un paso atrás. No quería verlo. No. Era demasiado. Me llegaban todas aquellas imágenes del infierno de Dante y del Bosco y de Brueghel. Cerré los ojos mientras le preguntaba, con un hilo de voz:


- ¿Por qué haces esto?


- ¿El qué?


- ¿Por qué no acabas de una vez con lo que sea que  tenga que ocurrir como hacen todos?


- ¿Lo hacen todos? – preguntó desenfadadamente. - ¿Y tú cómo lo sabes?


Otra vez el maldito calor invadiendo mis mejillas. Abofeteándome sin piedad.


- Así que, a fin de cuentas, las chicas de aquí sí habláis de estas cosas… - Temí que fuese un reproche pero en su rostro había una sonrisa dulce.


- No, apenas. Solo insinuaciones yo…


- No importa. - Acarició mi pelo y me obligó a mirarle a los ojos. -  Yo te lo enseñaré todo y serás mi alumna aventajada, mi amiga y mi amante.


- No digas eso.


- Sí. Eso es exactamente lo que seremos. Y nos abrazaremos, nos acariciaremos y nos daremos placer.


Volví a sentir esa inquietud bajo el ombligo. Algo se derretía en mi interior y resbalaba inflamándome. “Placer” era una palabra cargada de lascivia y de pecado pero que llevaba consigo una promesa extremadamente tentadora. 


Deslizó su ancha mano por mi cuello, por mis hombros. Sus dedos buscaban unos botones o unos lazos para deshacerse de la mortaja en la que me había metido, pero no los encontró. No pude evitar que se me escapase un quejido cuando bajó por la clavícula y desgarró la tela con ambas manos para dejarla caer, pesadamente, alrededor de mi cuerpo completamente desnudo. 


- Eres preciosa - dijo alejándose unos centímetros de mí para contemplarme como quien admira un cuadro o una escultura. Y, después, en una sola maniobra deshizo el nudo del batín y lo ví allí, robusto, enormemente excitado, ofreciéndose a mis ojos. Pero no fui capaz de mirarle como él había hecho. Los cerré, aterrorizada.


- No cierres los ojos. Todo lo que está ocurriendo esta noche es natural y es bueno. Está santificado por el matrimonio que hemos contraído ante todos. Esto es, exactamente, lo que significa estar casados. 


Mi mano temblaba cuando él la tomó y la colocó sobre su pecho algodonoso y la deslizó a lo largo de su cuerpo hasta su vientre mientras me acariciaba los pechos, pequeños y asustadizos.


- Eres mía - susurró. - Esta noche dejarás de ser una niña y te convertirás en una mujer para mí.


Sus dedos recorrieron mi cintura y conquistaron mis glúteos para convertirse después en arañas exploradoras de oscuridades entre mis piernas.


- Estás húmeda.


- No - me avergoncé - yo… - Me sentía al borde del delirio. Él guió mi mano hacia su miembro. Nunca había tocado nada parecido. Parecía palpitar, tenso, a punto de estallar. Daba miedo. Era brutal y atractivo; surcado por anchas venas. Resultaba diabólico, como las láminas que mi madre me enseñaba para imbuirme de miedo al pecado.


- No quiero ser una mujer lúbrica - gemí aterrada - No quiero. - Él rió alegremente, sin sombra de burla.


- No sé lo que es eso. Pero te puedo asegurar que tú eres una mujer normal. Una mujer sana a pesar de tu madre, de su miedo, de la Biblia y de la iglesia. 


- Pero… - No me dejó continuar. Me guió dulcemente hasta la cama. Nos tumbamos el uno junto al otro, en la desnudez desabrida bajo la luz vacilante del candil. Acarició mis muslos y se adentró con sus dedos misteriosos en la oscuridad de mi vientre. Me sentía desfallecer. Me besaba. Me lamía. Y yo me diluía en una sucesión de impulsos reprimidos, ancestrales que deseaban intensamente ese contacto. 


Separó lentamente mis piernas y las flexionó, justo al borde del lecho. Su miembro sobresalía sobre mi pubis, como un ariete que quisiera derribar la puerta de un castillo. Noté el contacto de todo su cuerpo, abrasador, sobre el mío. El olor de su sudor. El movimiento diestro de sus manos.


- Te quiero - dijo mientras guiaba su cuerpo hacia las profundidades de mi vientre inflamado y anhelante. Sentí la fuerza de su carne abriéndose camino en mis entrañas. Un dolor agudo me dividió y me paralizó por un instante. Él se detuvo. Me miró a los ojos. Me acarició la cara y enjugó las lágrimas de miedo que surcaban mis mejillas. Se movió lentamente en mi interior. Empujándome. Una vez, dos, tres. El dolor había desaparecido. El aire estaba cargado con los aromas marinos de los cuerpos. El mundo parecía haberse disipado alrededor.


Salió de mí. Me acarició dulcemente entre las piernas. Se arrodilló en el suelo como si fuese a orar y pasó sus dedos por mi carne inflamada y dolorida.  Después la besó tiernamente y casi sin darme cuenta, noté su lengua recorriendo la vulva entumecida hasta encontrar el lugar en el que se enredan todos los pecados y todos los placeres. Un punto pequeño e impertinente. Una almendra de carne sometida. La lamió y la succionó, y la presionó, con un ritmo de aquelarre. Mi cuerpo reconoció el vaivén de las mareas y se movió, y buscó y anheló, tan entregado como aterrado con cada presión, con cada oleada prometedora. En un momento sustituyó su boca por sus dedos, más ágiles y aplicó la energía y el ritmo de la propia tierra sobre mí. Yo me retorcía. Confusa entre la culpa y el placer. Abrumada por la sorpresa y la liberación que suponía caer en las garras de ese hombre lúbrico que, sin embargo, era mi legítimo esposo y al que según las leyes de mi madre y de la iglesia debía obediencia plena. 


Algo estalló en mí. Una catarsis eléctrica. Una descarga profunda que se desató como una convulsión y fue disminuyendo en ondas concéntricas hasta desaparecer. Hasta dejar mi cuerpo exhausto y desmadejado sobre las sábanas. Hasta caer casi en la inconsciencia. 


- Mi pequeña gata, - rió él junto a mí. - parece que estabas ansiosa de vida. - Me dejó rehacerme durante unos minutos y enseguida recuperó su puesto entre mis piernas y lo sentí entrar, lenta pero rotundamente para cobrarse su tributo. Recuperó el ritmo, gimiendo sobre mí, dejándose llevar, cada vez más rápido, con mayor urgencia, con más violencia. Le abracé, con los ojos abiertos. Agradecida. Lo recibí con todo mi ser y lo acompañé en el estertor que contrajo su rostro y que le arrancó un gañido entre el gozo y el dolor que lo derrumbó blandamente sobre mí.


El miembro insidioso y hostil que me había poseído fue menguando en mi interior, como un gusano asustadizo. Yo no quería que saliera. No quería que me dejara sola con todo aquel nuevo mundo que se había expandido en mis entrañas. Me sentía sobrecogida, asustada y sedienta. Mi cuerpo había actuado; se había movido; había abierto cavernas desconocidas en las que era capaz de vibrar. 


Busqué el arrepentimiento, la vergüenza y la culpa en mi interior, como si me faltase algo. Pero no los encontré. Él me acariciaba. Me miraba. Jugaba con las guedejas enredadas de mi pelo salvajemente suelto. Untaba sus dedos con la humedad de mi cuerpo. Me olía. Me lamía. Me hacia toda suya después de haberme poseído. 


Imaginé a mi madre. Sentada en su sala de estar. Agarrada a la Biblia negra. Apretando las mandíbulas en aquella postura rígida en la que ardían todas sus pasiones reprimidas, su odio, su dolor, su soledad torturada y sentí un gran alivio por haber huido. Por que él, mi esposo, me hubiera abierto la puerta de salida de una cárcel que, en otras condiciones, se habría perpetuado para siempre hasta transformarme en un duplicado exacto de aquella mujer que me dio la vida pero que jamás logró quererme.


Mis hijos juegan en el jardín. Me llega el trino feliz de sus voces. Son libres. No conocen la oscuridad del miedo al pecado. Exploran el mundo con el hambre natural de una criatura joven. Leen libros de zoología y de botánica, pegados a las piernas de su padre que les acaricia el pelo con ternura. Y tal vez, esta noche, esas manos que ahora se ocupan del bienestar de los pequeños, consuelen mi cuerpo y lo llenen de goces que nadie, fuera de los gruesos muros de este rincón sagrado, conocerá jamás.


Lidia atraviesa el jardín con las golosinas de la merienda. Lleva en el rostro pintada la felicidad. Despilfarra caricias y besos en los rostros enamorados de mis niños. Los abraza y los regaña. Los guía y los consuela. Madre doble. Abuela legítima de esta camada casi salvaje.


Mi madre sobrevive encerrada en su infierno. Oculta en la oscuridad de aquella casa rancia en la que casi nunca entra el sol. Mi padre vivió el tiempo suficiente para conocer mi felicidad y después, como si hubiera cumplido con su destino, se apagó de un soplo dejando en el aire su persistente aroma a agua de colonia y a tabaco.


Paloma Ulloa


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