sábado, 2 de marzo de 2013

Puro metal (2ª parte)



Cuando atravesé el umbral supe que algo extraño estaba ocurriendo. El ambiente estaba tenso, electrizado. Subí rápidamente las escaleras hasta el dormitorio de Katja, pero allí no había nadie, pasé después a la sala de juegos y encontré, sentada en una silla, con las manos juntas sobre las rodillas, a una niña que me recibió tan asustada como expectante.

- Hola – dijo con un hilo de voz mientras se ponía de pie de un salto – soy Edwina.

- ¿Has venido con Katja? – Le pregunté. Ella asintió tímidamente - ¿Eres su nueva hermana, verdad? – Volvió a afirmar con la cabeza.

Aparentaba tener aproximadamente la misma edad que Katja, pero era más menuda y su pelo negro y crespo, la piel dorada, y unos hermosos ojos almendrados, definían su origen latinoamericano.

- Está bien – Me acerqué a ella, la besé y la abracé – Bienvenida Edwina.

Sonreí cálidamente, quería transmitirle confianza, dejarla al margen de mi miedo, ayudarla a sentirse más segura. Jugamos durante una hora aproximadamente, después, siguiendo el ritual obligado de la mansión, la acompañé hasta el baño donde disfrutó del agua caliente y de la espuma que cubría la superficie de la bañera, antes de vestirse con uno de aquellos espantosos vestidos de terciopelo marrón para bajar a cenar.

La pequeña se miró en el espejo así vestida y pareció que le gustaba aquella ropa, que se sentía más importante, o más rica, pero no dijo nada. Se limitó a peinarse unas tirantes coletas negro azuladas, se calzó los zapatos, se perfumó y suspiró como si hubiera concluido con un ritual importantísimo que le abriera las puertas de otra vida.

Debo reconocer que bajé al comedor con la pequeña tomada de la mano y un enorme deseo de encontrar a mi otra pupila sentada ya a la mesa, pero lo cierto es que la larga mesa estaba vacía y sólo había dos servicios dispuestos para nosotras. Comimos solas y en silencio, como si se cerniese sobre nuestras cabezas una temible amenaza, mientras la señora Dunwich iba y venía sirviendo los platos.

En el dormitorio infantil todo estaba preparado para Edwina: un camisón de franela colocado sobre la cama, exactamente igual a los que usaba Katja, la chimenea encendida y la lamparilla de noche correspondiente a su cama iluminando un pequeño rodal de la noche.

Aprovechando que la señora Dunwich daba los últimos retoques al dormitorio antes de retirarse, le pregunté por la primera hija de los Gilman. Me informó brevemente que la niña se había sentido enferma después del viaje y que se encontraba en el dormitorio de la Señora Gilman.

- Qué mejor atención que la de una madre cuando un niño está enfermo ¿No le parece? – Me dijo justo antes salir del dormitorio para perderse en la oscuridad del corredor.

- Claro – dije con un hilo de voz. Pero sentí cómo se precipitaba todo el miedo de nuevo sobre mi estómago al pensar en aquella extraña mujer que nunca venía a su dormitorio para darle un beso de buenas noches, ni le leía un cuento antes de dormir.

Acosté a la pequeña, intentando apartar por un momento mi inquietud para no transmitírsela a ella. Me senté en la cama a su lado, le retiré un mechón de cabello oscuro de la frente y le pregunté si quería que leyéramos un cuento juntas.

- Bueno – dijo indecisa.

- Si no te gustan los cuentos o si estás muy cansada no tenemos por qué hacerlo. – insistí para infundirle valor.

- Sí, si que me gustan. Es que allí no nos solían leer cuentos, no al menos en la cama... – Sonrió tristemente. – Además prefiero no quedarme sola – añadió mirando inquieta hacia la oscuridad – Esto es tan grande...

- De acuerdo, pues entonces, leeremos un cuento – Nos acurrucamos juntas en la cama y comencé lentamente, frase a frase, paso a paso, dejando que la historia se abriera como una flor, pero en pocos minutos sentí la respiración rítmica y acompasada de Edwina sobre mi pecho y, con mucha precaución, coloqué su cabeza sobre la almohada, la arropé y me senté en la cama contigua hasta comprobar que no volvería a despertarse sobresaltada. Después me escurrí por el pasillo y salí a inspeccionar. Estaba preocupada por Katja, sentía que era mi responsabilidad comprobar que realmente se encontraba bien y que su madre adoptiva realmente se estaba ocupando de ella.

Encendí mi linterna y rompí la oscuridad del corredor, después la apagué rápidamente por miedo a que me descubrieran merodeando por la noche y bajé la escalera de puntillas, guiándome por la escasa luz que entraba desde el exterior nevado. Iba palpando el sinuoso y desagradable lomo de la barandilla cuando oí el rumor amortiguado de una puerta que se cerraba lentamente, pero el eco me llegaba desde todos los rincones y no pude identificar la procedencia. Lentamente me escondí entre las sombras del descansillo, con las sienes palpitantes y la respiración retenida, esperando lo inevitable.

Oí unos pasos ligerísimos que se acercaban a mí y la silueta alargada de la Señora Gilman pasó rozándome sin verme. Me fijé bien en ella, caminaba con la sutileza de un fantasma, parecía no mover el aire a su paso. La seguí a cierta distancia hasta que se detuvo al fondo del pasillo, se movió ligeramente, abrió una puerta apenas durante lo que dura un parpadeo, y me quedé parada en al oscuridad, justo en el límite en el que la luz procedente de la estancia lamía el suelo de mármol. Pero ella ni siquiera levantó la mirada del suelo, tal vez, si lo hubiera hecho, me habría encontrado allí clavada, con los ojos desorbitados por el terror. Tardé una eternidad en lograr comprender lo que acaba de presenciar: el Señor Gilman, inclinado sobre un cuerpo inerte, parecía estar practicando algún tipo e intervención quirúrgica a un ser humano.

Sentí que se me detenía el pulso. No sabía cómo debía reaccionar. Me aterrorizaba abrir la puerta y comprobar que la joven que se encontraba sobre la mesa de operaciones pudiera ser mi alumna y me debatía entre mi deseo de salvarla de aquella bestia insensible y mi propio instinto de supervivencia.

Recuerdo que cuando logré moverme subí las escaleras a tal velocidad que casi no llegaba a rozarlas con los pies. Abrí la puerta del dormitorio de las niñas y vi que Edwina dormía plácidamente. No quise despertarla, pero tampoco estaba dispuesta a dejarla sola en mitad de aquella noche de pesadilla, así que me acurruqué sobre la colcha de la cama de Katja, cerré los ojos e intenté respirar acompasadamente hasta doblegar el galope de mi corazón y de mis pensamientos que se enardecían con cada pequeño ruido, cada chasquido de la madera en la chimenea, cada roce del viento en los cristales que me obligaba a abría los ojos violentamente intentando palpar la oscuridad, para enfrentarme de nuevo el horror, hasta que el propio cansancio fue apoderándose de mi y caí en un inquieto sueño, lleno de presagios en los que la imagen de aquella operación clandestina se repetía una y otra vez con diferentes víctimas.

A la mañana siguiente, me esforcé en repetir las rutinas diarias con mi nueva pupila. Edwina era más retraída que Katja, escuchaba y obedecía sin hacer preguntas, sin duda esperaba la  caricia y el calor de sus nuevos padres, pero ante su ausencia, aceptaba mi cariño con avidez, acercándose a mí con cualquier excusa para atrapar mi atención. Revisamos brevemente su nivel académico, no era una niña brillante, pero sabía todo lo que debía saber para su edad y tenia cierta habilidad para encontrar caminos alternativos a los problemas que no sabía solucionar.

A la caída de la tarde, mientras ella repetía algunos ejercicios, me las arreglé para evitar la mirada controladora de la Señora Dunwich, y subir hasta el primer piso para buscar la entrada del quirófano que había vislumbrado la noche anterior pero, ante mi estupor, al final del corredor no encontré ninguna puerta, sino un grueso muro de mármol profusamente tallado.

Reflexioné. Seguramente el miedo me había confundido. Tal vez todo lo que creía que había visto el día anterior no había sido sino un sueño, pero eso no me parecía plausible porque tenía la impresión de que todos mis temores se iban materializando, por absurdos que pudiesen parecer.

Durante la siguiente noche retorné sobre mis pasos y busqué, escuché y me volví a ocultar en la oscuridad, pero todo fue en vano. Parecía que la mansión se estuviese protegiendo a sí misma. No se escuchaban rumores y la luz de la luna llena se filtraba clandestinamente a través de las vidrieras, rompiendo el suelo en temibles sombras de mil pedazos.

Regresé al dormitorio más desasosegada que la noche anterior. Comenzaba a tener dudas. Estaba empezando a madurar la posibilidad de hablar con el Señor Gilman y presentarle mi renuncia. Mi parte racional quería imponerse sobre toda aquella absurda situación para reclamar calma. Si le explicaba que me encontraba mal, que quería volver con mi familia, que el trabajo se estaba duplicando y nadie me había informado sobre ello, tal vez lograría dejar atrás aquella pesadilla. Pero había algo en mí que me decía una y otra vez que estaba atrapada, que vivía en el nido del terror, en una cárcel temible de la que jamás podría salir.

Al abrir la puerta del dormitorio infantil todas esas ideas daban vueltas en mi cabeza, angustiándome hasta tal punto de que no me di cuenta de que Katja estaba durmiendo en su cama, junto a su nueva hermana. Al descubrirla levanté el cobertor y la observé detenidamente. No parecía tener vendas o señales de haber sido intervenida quirúrgicamente, no había signos de ninguna clase de violencia en su cuerpo, que se revolvió ligeramente buscando el refugio de las mantas.

No estoy segura de si esa noche me acurruqué en una butaca de la habitación de las niñas para para estar a su lado porque quería protegerlas o porque seguía estando aterrorizada y no quería quedarme sola. Traje una manta de mi dormitorio, me envolví en ella y cerré los ojos deseando despertarme de aquella espantosa pesadilla. Al amanecer Katja me despertó con un beso. Parecía tan normal: sonreía y parloteaba como todas las mañanas, pero no recordaba nada de su enfermedad ni de su convalecencia y una cierta frialdad asomaba a sus preciosos ojos oscuros.

Las niñas parecían entenderse bien, se ayudaban, jugaban juntas, se peinaban y se disfrazaban. Por primera vez desde mi llegada se sentían voces infantiles desgarrando el inquietante cansancio de aquella propiedad y eso me permitía tener más tiempo libre para analizar la extraña actividad de la Señora Dunwich, que parecía obedecer a un patrón mecánico, perfectamente pautado, del que no se salía jamás. Observé sus movimientos, anoté mentalmente la cantidad de veces que veía a los Señores Gilman. Comprobé que nunca salían coches de la mansión hacia la ciudad, ni tampoco llegaban repartidores que trajesen suministros.

Para estar segura de que no me fallaba la cordura, fui escribiendo en una pequeña libreta que llevaba siempre conmigo todos los pequeños detalles que construían mi locura: las puertas que desaparecían, los extraños símbolos que rodeaban algunos de los relojes de las habitaciones, la niebla que siempre parecía flotar, hiciera sol o no, en torno a la propiedad.

Con el transcurrir de los meses fueron llegando más niñas, siempre de la misma edad, siempre con rasgos bien diferenciados, como si la familia quisiera tener un muestrario de razas que adornase su árbol genealógico.  Tras la llegada de Edwina, vino Emma, con sus enormes ojos azules y asustadizos, su cabello rubio de ángel y su piel casi transparente. Ella comenzó teniendo pesadillas cada noche. El mismo día que llegó a la mansión durmió acurrucada debajo de la cama, decía que no podía dormir porque los monstruos vivían en el sótano, así que le permití que durmiese conmigo durante una semana entera, después cayó enferma, como todas las demás, estuvo dos noches ausente y a su regreso no volvió a temer la oscuridad. Aseguraba que su mamá le había explicado que los monstruos no existen y un brillo inquietante pasó a través de sus pupilas transparentes al decirlo. Definitivamente se le había borrado el terror de la mirada y en su lugar una sonrisa beatífica ocupaba su rostro. Desde aquella convalecencia nunca más quiso dormir en mi cuarto y esquivaba mis preguntas como si tuviese un secreto enorme escondido en su pequeño cuerpo. Pasó de atemorizarse a cada paso en la inquietante mansión a vivir en simbiosis con ella. Ya no sentía escalofríos al tocar la barandilla bulbosa, ni se sobresaltaba en la oscuridad. Algo había cambiado en ella, igual que en Katja y en Edwina, pero de una manera mucho  más profunda, más intensa. No sólo convivía con la extrañeza, sino que parecía disfrutarla intensamente.

Yo seguía investigando y cada noche me desplazaba por los pasadizos buscando algo, no sabía con exactitud el qué, pero esperaba encontrar cualquier indicio que me permitiese proteger de mis niñas. Por otra parte apenas podía conciliar el sueño, las pesadillas me atenazaban, imaginaba a las pequeñas presas de peligros intangibles, las oía gritar. A menudo me levantaba bañada en sudor, en plena noche, convencida de haberlas oído llamarme. Atravesaba las habitaciones atropelladamente, a tientas y cuando llegaba al dormitorio las encontraba descansando tranquilamente.

Muchas veces llegaba hasta la planta baja en mi búsqueda de la verdad, bajaba los primeros peldaños hasta el sótano y una energía incomprensible me paralizaba antes de poder llegar hasta la gran puerta talla con extraños símbolos. Nunca lograba atravesar la barrera de oscuridad que parecía anidar allí abajo, pero tampoco pude volver a ver jamás la terrible escena en la que el Señor Gilman parecía jugar a Frankenstain sobre una mesa de quirófano.

Los meses transcurrían y yo iba uniendo laboriosamente las piezas de un rompecabezas estremecedor. La señora Dunwich me vigilaba de cerca cuando estábamos en la casa o en el jardín y el señor Ward tenía la extraña habilidad de aparecer inesperadamente en cualquier momento, sin hacer ruido, como si pudiese desplazarse por el aire.

Llegó la primavera, las siete niñas jugaban en el jardín y yo aprovechaba para leer los extraños libros que poblaban la biblioteca y que alimentaban aún más mi inquietud. Acababan de incorporarse a la prole las pequeñas Angélica y Virginia y por lo que parecía ya no llegarían más niñas, la familia estaba completa: siete niñas de siete años, lo suficientemente mayores para que pudiesen razonar, lo bastante pequeñas para poder moldearlas a su imagen y semejanza.

Las noches fueron haciéndose más breves. El sol lamía con dificultad aquella mole gótica que parecía ir cambiando a lo largo de los días. Un olor a humedad parecía haberse hecho fuerte en el interior de la mansión. Se acercaba el solsticio de verano y comencé a notar cierta actividad extraordinaria en la casa. Los Señores Gilman se dejaban ver más a menudo junto a sus hijas, incluso compartían algunas comidas con ellas, sentados a la mesa del gran comedor umbrío. El servicio iba y venía desocupándose de mí que, por otra parte, parecía el único ser de aquel conjunto de criaturas dispares que no parecía formar parte de la misma escena.

El 23 de junio, mientras leía sentada al sol en el jardín, escuché la voz del Señor a mi espalda:

- Esta noche cenaremos todos juntos, Señorita Morn – Me estremecí – Hoy tenemos mucho que celebrar.

Me hubiera gustado preguntar qué era lo que teníamos que celebrar, pero su voz me pareció metálica y amenazadora. En su rostro  se volvía a dibujar aquella mueca incómoda que quería evocar una sonrisa. Miraba hacia el horizonte como si pudiese ver cosas que estaban vedadas para mí. Poco después se acercó a nosotros la Señora Gilman y colocó a su mano helada sobre mi hombro, como si me estuviese dando un voto de confianza del que había carecido hasta aquel momento y permaneció inmóvil, combinando aquella extraña trinidad incompleta.

Todo mi cuerpo temblaba. Me sentía presa de todo tipo de temores. Ahora todas las miradas parecían fijas en mí. Las niñas habían dejado de jugar y nos miraban. La señora Dunwich y el señor Ward, también habían fijado sus inexpresivos ojos en nosotros y en mi cabeza se consolidó la idea de que tenía que huir esa misma tarde.

Las niñas parecían excitadas, se miraban entre ellas, murmuraban, se reían, me sentía presa de una de esas estúpidas escenas de película de terror en las que el protagonista hace exactamente todo lo que la prudencia considera  inoportuno.

- Voy a dar un paseo – dije como para mí misma – Caminé en la misma dirección que aquella tarde de invierno, con la ansiedad pegada a la piel, andando, corriendo, en busca de los límites de la propiedad. Ya no había tiempo que perder, el peligro me acechaba, lo sentía pegado a mí como un mal olor, denso y pegajoso. Llegué a la empalizada de piedra y no me detuve, trepé quebrándome las uñas, me puse en pie sobre la piedra. Me giré inquieta, no parecía que nadie me hubiese seguido y eso me resultó extraño, extendí el brazo hacia el frente para tomar impulso y sentí cómo todo mi cuerpo rebotaba, provocándome una sacudida. Había tocado una superficie fría y mórbida, elástica, desconocida.

Comenzó a temblarme todo el cuerpo, pero volví a extender la mano lentamente esta vez y ví como penetraba en aquella viscosa cobertura y abría un orificio que me dejaba ver un horizonte mecánico, oscuro y desconcertante que nada tenía que ver con el mundo real.

¿Dónde me encontraba? ¿Dónde había estado viviendo durante todos aquellos meses?

La pequeña y fría mano de Emma tomó la mía:

- No tengas miedo – me dijo con dulzura – Todo está bien, todo está bien.

Me sentía derrotada, sin voluntad. La niña tiró de mí hacia la casa y la seguí. En el camino se fueron uniendo todas las pequeñas: Katja, Edwina, Rachel, Eve, Angélica y Virginia, mis siete pequeñas, mis niñas, que me devolvían al corazón del pánico aprovechando que mi cerebro era incapaz de aceptar lo que acababa de ver, que mi  cuerpo no reaccionaba a los impulsos naturales de huída, que todo el miedo de aquellos meses me mantenía profundamente paralizada.

Lo que ocurrió desde ese momento se grabó en mi mente como una película en la que la inquietud se amortigua ante la comprensión de que los acontecimientos terribles le ocurren a otro. Cada movimiento de los miembros de aquella extraña compañía parecía repetidamente ensayado. No había espacio para el error.

Las pequeñas se vistieron para la cena con sus trajes de gala, al igual que sus padres. El señor Gilman, por primera vez, lucía en su dedo anular de la mano izquierda un anillo grueso y brillante que representaba una calavera con una pequeña piedra rosada incrustada en uno de sus globos oculares y la señora Gilman lucía sendos pendientes con el mismo inquietante motivo.

Me senté a la mesa temblando, notaba una electricidad temible en el aire, una expectación brumosa e intangible. La señora Dunwich me sonreía mostrándose casi  amable, el Señor Ward había perdido el acartonamiento de sus facciones y las pequeñas parecía más cariñosas que nunca.

- Señorita Morn – dijo Katja – Hoy es un gran día para todos nosotros – Buscó la mirada de complicidad de su padre adoptivo y por primera vez vi que había entre ellos una relación intensa, llena de sobrentendidos, que no lograba comprender cómo podría haberse producido dado el escaso contacto  que tenían entre ellos. – Después de esta cena todos nosotros seremos una gran familia.

Me pareció escuchar unas risas ahogadas. Bebí un sorbo de agua, tenía la boca seca como cuando me enfrentaba a los exámenes de la facultad. Me sudaban las manos, miraba a mi alrededor intentando averiguar cómo podría escabullirme, el corazón se me salía por la boca.

- Sí, querida – dijo la Señora Gilman finalizando rápidamente aquel discurso – Pero es hora de cenar, tras la cena tendremos tiempo suficiente para hablar de todas esas cosas.

Su esposo la miró complacido. Vi cómo todos hundían sus cucharas en la crema de verduras y guardaban silencio. A mí me temblaba las manos. Bebí de nuevo, me sentía exhausta, comencé a notar que me abandonaban las fuerzas. La señora Dunwich llenó de nuevo mi copa de agua y volví a beber todo su contenido de un trago, con ansiedad, con vehemencia, con desesperación y cuando la hube vaciado comprendí que perdía el conocimiento, que había caído en la trampa, que mi cuerpo se rendía a algún tipo de narcótico que me dejaba indefensa en manos del enemigo.

Lo siguiente que recuerdo es que me llevaban tumbada en una angarilla. Tenía una conciencia entrecortada y neblinosa en la que pude ver que toda la familia me seguía en una procesión macabra. Se dirigieron a la primera planta, exactamente al final del pasillo en el que yo había vislumbrado el quirófano clandestino aquella noche de invierno. Se detuvieron ante el muro de piedra y la pequeña Katja pulsó varias figuras hasta que la piedra cedió, impulsada hacia arriba como la puerta de una nave de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto.

Me intenté remover inútilmente. Apenas podía sentir el rumor de mi garganta, los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. Depositaron mi cuerpo inmóvil sobre una camilla, tal vez la misma en la que vi el cuerpo inerte de Katja aquella noche. Toda la familia me rodeaban mientras el Señor Gilman preparaba su instrumental decimonónico y hablaba en voz baja, sólo para mí, con un tono tranquilizador, pausado.

- Sentirás un poco de dolor – decía – pero pronto pasará porque después serás perfecta.

- Yo no quiero ser perfecta – pensé, pero mi voz no pudo salir de mi garganta.

El señor Gilman hizo una incisión larga y dolorosa en mi frente, otras dos a lo largo de los brazos, siguiendo el curso del radio, y sendos cortes en las piernas, junto a las tibias. Después separó sin piedad la carne de cada uno de los cortes e introdujo su grueso anillo en ella hasta asegurarse de que el metal estaba en contacto directo con el hueso. Una oleada de frío se fue clavando en mi cuerpo sin piedad. Era muy doloroso, lo que fuese que surgiera de aquel anillo se instalaba en mis huesos bajando desde el cráneo hacia la garganta y los hombros. Cuando llegó el turno de los brazos el dolor me quemó el pecho, las costillas, las caderas, más tarde llegó el turno de las piernas y los pies y en poco tiempo el frío en mi interior era tan intenso que pensé que estaba muriendo.

- Tu cuerpo está sufriendo una mutación – dijo tranquilamente el Señor Gilman. – No luches contra ello porque sería más doloroso.

Entonces la Señora Gilman se acercó a mí y me habló lentamente, casi con dulzura.

- Ahora eres una de nosotros. Tu cuerpo se está transformando: tus miembros se hacen más fuertes, tus órganos tendrán una vida más prolongada, ajena a las debilidades humanas, porque tus células son ahora biomecánicas, transforman el calcio de tus huesos en puro metal, renuevan la sangre convirtiéndola en un fluido ajeno a la oxidación, pero perfectamente compatible con tu origen orgánico. En definitiva, ahora estás preparada también tú para  mejorar la especie.

Aquel pensamiento sacudió mi conciencia, ahora lo comprendía todo. Habían preparado a sus hijas, cada una de una raza, cada una con unas características físicas concretas, para colonizar la tierra.

- No puedes luchar contra ello – Intervino el Señor Gilman – Ya no. Cuando regreses a 2013, nuestras hijas ya habrán tenido biznietos que llevarán a nuestra raza al poder. Tú sólo eres el eslabón que faltaba, el elemento necesario para llevar a cabo el plan.

Mi pensamiento se desbocaba. Era demasiado increíble para que todo aquello pudiese ser real. Aquella criatura insinuaba que me habían hecho retroceder en el tiempo, que me habían mantenido aislada en una burbuja espacio-tiempo a la que habían ido trasladando también a las niñas, desde el futuro.

Mientras más luchaba contra toda aquella información, más dolor sentía.

- No te resistas – dijo Katja acariciándome el pelo – Cuando todo haya terminado podrás entenderlo y verás que es mejor así.

- La información genética que hemos depositado en tu cuerpo también invadirá tu cerebro – dijo la Señora Gilman – Dentro de poco tendrás una imagen completa de todo lo que ha ocurrido y de lo que va a suceder. En el momento en que eso ocurra, la parte humana de tu conciencia quedará latente pero incapaz de actuar contra lo que eres ahora. Podrás sentir la presencia de los que son como tú y actuarás de acuerdo con tu nueva vida.

Notaba cómo todo mi cuerpo bullía, sentía un cosquilleo intenso que regeneraba mi estructura ósea, mis músculos, mi piel, que comenzaba a cerrarse y a cicatrizar espontáneamente. La tumefacción de mis miembros fue cediendo y recuperé la movilidad. Me sentía ligera, llena de energía y profundamente confusa porque en mi memoria comenzaban a instalarse, como si de un programa informático se tratase, una larga serie de datos, imágenes y sensaciones que nada tenían que ver conmigo y que, sin embargo, parecían haber estado allí desde siempre.

Ahora se que el futuro, tu presente, es nuestro y, si al leer mi historia sabéis de lo que estoy hablando, es porque vosotros mismos habéis descendido de algunas de mis pequeñas, pero si no es así, estad bien atentos a las personas que os rodean, observad sus rostros, la expresión vacía de sus ojos y, sobre todo, desconfiad de aquellos que, en el dedo anular de su mano izquierda, porten un extraño anillo de puro metal... 

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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantástico, sorprendente, enigmático y con un final que no podíamos imaginar!! Nos ha encantado!! Curra y Al

PALOMA ULLOA dijo...

Muchas gracias y seguid creando joyas tan hermosas de "Puro metal".

Anónimo dijo...

Estremecedor!!!!

Empar

Anónimo dijo...

He estado pegada a la pantalla, como quien ve una película de miedo entre los dedos delante de los ojos para protegerte del susto que no parecía llegar nunca, pero no m esepraba ese final.... ¡Me ha encantado! Gloria