domingo, 7 de julio de 2013

Terror en el metro



Autor desconocido

A las diez de la noche del domingo, Cristina bajó hacia la estación vacía. Las escaleras se deslizaban a tirones, como de costumbre, y el pasillo multiplicaba el eco mecánico contra las paredes sucias y enlosadas. Se volvió varias veces para mirar a su espalda, de forma instintiva. No era una mujer miedosa, le gustaba estar sola, incluso había elegido el turno de tarde en su trabajo porque odiaba las aglomeraciones en el metro, las carreras por conseguir un asiento, las apreturas y el calor sofocante de los vagones atestados de gente nerviosa.

Del fondo del túnel le llegaron las notas de una melodía conocida, de esas que se pegan a la memoria con insistencia obligándote a tararearla durante toda la jornada. Imaginó que quedaría aún algún cantautor solitario embrujado por la acústica de los corredores, pero lo cierto es que no se cruzó con nadie en los pasillos y el andén estaba totalmente vacío.

Cansada, se dejó caer sobre un banco de piedra, respiró con dificultad, se enjugó el sudor de la frente y esperó a que su corazón volviese a acompasarse. Le costaba caminar porque tenía las piernas gruesas y la cintura demasiado ancha. Tampoco podía agacharse con facilidad y algunas de las rutinas habituales, como anudarse unas zapatillas de deporte, levantarse de un asiento demasiado bajo o subir cuestas, le resultaban una verdadera tortura. Hacía mucho tiempo ya que no podía correr, que se sofocaba en los largos veranos de ciudad y que no iba a las piscinas ni a la playa porque se avergonzaba de su cuerpo, y por eso, vivía en una realidad paralela en la que evitaba en lo posible el contacto con desconocidos y cualquier actividad que rompiese sus rutinas protectoras.

Miró la pantalla de información y vio que faltaban cinco minutos para la llegada del siguiente tren, así que abrió su bolso, sacó un libro y comenzó a leer. Devoraba las líneas con ansiedad, con temor, con avaricia. Había dejado a su protagonista en una situación comprometida, en medio de un relato terror y esperaba con ansiedad descubrir cómo terminaba la historia. Al final de un capítulo dejó el dedo índice entre las páginas y volvió a consultar la pantalla. Le extrañó que aún siguiese indicando cinco minutos de espera pero se convenció de que debía de tratarse de algún fallo informático aunque, aquella noche, todo parecía un tanto extraño: los andenes continuaban vacíos y silenciosos y tampoco llegaba el eco de los coches, distantes y veloces desde el exterior.

Movió la cabeza como intentando sacudirse un mal pensamiento y volvió a inclinarse sobre su libro con un suspiro. Poco después sintió un rumor, miró y vio, al otro lado de las vías, a un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje azul, corriente. Le observó durante un instante: no se movía, no parpadeaba, parecía que no pudiese respirar; sólo estaba ahí, de pié, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, como si le pesaran tanto que sus músculos apenas pudiesen sostenerlos. Tenía la miraba tan fija en la pantalla de información que parecía que esperase que surgiera de ella algo terrible e inevitable.

Cristina se removió en el banco, inquieta. Sabía que algo no iba bien pero intentaba tranquilizarse: “No pasa nada, es mejor así” se dijo “ya no estoy sola. Era muy raro que a esta hora no hubiese viajeros”. Y zanjó su propia inquietud volviendo a concentrarse en la lectura, pero cuando poco después pasó la página y levantó de nuevo la vista, el desconocido ya no.

Se sobresaltó, tampoco en esta ocasión había oído el eco de sus pisadas a pesar de que estaba atenta, casi alerta, de cualquier ruido que pudiese producirse a su alrededor.

Pero no quiso atender a esa alarma diminuta que se había comenzado a encenderse y apagarse en su cerebro y continuó buscando excusas: “Seguramente estaba mucho más concentrada en la novela de lo que creía, y la gente siempre tiene prisa a estas horas. Habrá decidido tomar el bus o marcharse caminando o en taxi en vez de dejar que pasaran los minutos aquí dentro.

Consultó su reloj: no podía ser ¡Se había parado! Marcaba exactamente la misma hora que cuando entró, y de eso ya debía de hacer un buen rato. Se puso en píe y comenzó a moverse. Se acercó a la pared, repasó el listado de estaciones y comprobó los tramos horarios de servicio. Revisó el hueco de las vías, los respiraderos que se alineaban bajo las plataformas, la negrura del túnel, las luces de los semáforos: todo parecía normal.

Volvió a sentarse con un suspiro, revolvió en el fondo del bolso y sacó una bolsita de galletas. Cogió una de ellas entre los dedos, la mordisqueó con cuidado, deleitándose en la textura terrosa, en los pedazos escasos de chocolate, en el dulzor almendrado que dejaba al fondo del paladar al masticarla. Después, abrió de nuevo el libro e intentó leer pero, enseguida, un escalofrío le heló la sangre: una silueta de mujer, envuelta en un vestido de flores, acababa de aparecer a escasos centímetros sin hacer ruido. La luz de neón le daba una cierta inconsistencia. Parada en mitad del andén, los ojos fijos en el indicador del tiempo restante con la misma expresión cansada e inexpresiva que el hombre del traje azul: los brazos caídos a lo largo del cuerpo, como dos pesos muertos, la mirada ausente.

Cristina no quería mirarla, no quería aceptar que algo extraño estaba ocurriendo, bajó la vista hacia el libro e inmediatamente la alzó de nuevo, como para querer convencerse a sí misma de lo absurdo de su aprensión, pero entonces, la mujer ya había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón, volvió a escuchar una  guitarra que interpretaba la misma melodía, pero más lentamente. Se asomó al corredor, pero la música se diluyó en el aire con olor a desinfectante. Al volverse descubrió a su espalda, a un joven con tejanos y una mochila azul, con los mismos ojos borrosos y ausentes.

Notó cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba en una oleada eléctrica ¡No eran imaginaciones suyas, era imposible! Ante sus ojos, el cuerpo del chico fue borrándose lentamente, como si lo absorbiese un aspirador invisible. Se dio la vuelta aterrorizada y corrió hacia salida y, mientras lo hacía, buscaba instintivamente en las paredes y en el techo un proyector, algo real que justificase aquellos fenómenos alucinantes.

Alguien había parado las escaleras automáticas y tuvo que subir a pié, como pudo. Sintió como si le atravesaran las rodillas con lanzas, aprisionadas por su propio peso. La carne le caía pesada y mórbida después de cada zancada, tirando de ella hacia el suelo. Constantemente tenía que detenerse para respirar y volvía la mirada hacia atrás, aterrorizada, esperando encontrar sombras acechándola.

Estaba muy fatigada, cada peldaño era una tortura, le costaba respirar. El sudor se le colaba en los ojos y se mezclaba con sus lágrimas que luego resbalaban por su cara y su cuello. Intentó concentrarse, pensar: “Ya estás cerca de la entrada, ya estás cerca de la entrada”, pero entonces, las escaleras de bajada se pusieron en movimiento con un ruido sordo, como si alguien se estuviese burlando de ella. Volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo, pero no había nadie, sólo aquella repetición mecánica, el ruido de la maquinaria que recorría el largo túnel en pendiente.

Finalmente, en el vestíbulo atravesó como pudo los tornos metálicos y sintió, aliviada, el fresco olor de la noche. Se volvió de nuevo, sin detenerse, ensayando una sonrisa, pero al llegar finalmente a la salida, comprobó horrorizada que las gruesas verjas de hierro estaban cerradas. Corrió entonces hacia el otro acceso, justo en el extremo opuesto del corredor y comprobó, que también aquella había sido clausurada. Entonces comenzó a gritar, a gritar con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Zarandeó la puerta de hierro y aulló hasta quedarse afónica, pero desde fuera sólo llegaba el frío y el silencio, un silencio sepulcral que parecía haber absorbido todos los ruidos de la ciudad enmudecida.

Se estremeció, alguien tenía que haberla visto entrar, como cada noche. Corrió entonces hacia las taquillas, se colocó justo delante de las pequeñas cámaras de seguridad que registraban todas las entradas y salidas y comenzó a saltar, forzando a todo su cuerpo, haciendo que sus carnes doloridas tirasen de ella hacia el suelo una y otra vez. Cuando ya no le quedó aliento, comenzó a mover los brazos y a llorar, se arrodilló, se balanceó como una niña atemorizada hasta detenerse, agotada. Desesperada, observó las cámaras y comprendió que estaban apagadas, bloqueadas o rotas porque no se movían ni parecían enfocar, simplemente colgaban del techo como telas de araña deshabitadas.

Desolada y exhausta, volvió a atravesar los tornos y se deslizó sobre las escaleras hacia el andén. Tenía tan doloridas e inflamadas las articulaciones que le costaba mantenerse en pie. Una corriente de aire frío le heló la piel sudorosa. Se giró para mirar a su espalda y, le dio un vuelco el corazón al ver otra silueta parpadeante, varios escalones más arriba.

El pánico volvió a ponerla en marcha. No sabía hacia dónde dirigirse pero no podía estarse quieta. Al volver a entrar en el andén, lo encontró lleno de gente que esperaba, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente los paneles informativos que indicaban, invariablemente, que el tren tardaría  cinco minutos en llegar.  Seguramente aquella escena no le habría resultado estremecedora de no ser porque algunas personas desaparecían diluidas en el aire como... ¡fantasmas!

Paralizada por el horror, vio aparecer de la nada a la mujer del vestido de flores que volvía a mantener la mirada fija en la pantalla. Un segundo después todo su cuerpo parpadeó, se giró hacia Cristina violentamente señalándola con el brazo extendido y la boca en un grito mudo y aterrador.

Entonces ella gritó, gritó con todas sus fuerzas mientras cerraba los ojos para no seguir viendo y, sobre el fondo de su propia voz, escuchó el tren que atravesaba el túnel a toda velocidad. No lo pensó, fue una reacción instintiva de animal en fuga: se impulsó con toda su fuerza y, sin volver a abrir los ojos, se lanzó al vacío, dejándose arrollar por el convoy desbocado. Las páginas del libro abierto, revolotearon abandonadas sobre el banco del andén, las luces se apagaron y el silencio lo devoró todo.

Al día siguiente alguien encontró una novela de terror olvidada sobre un asiento de piedra, miró a su alrededor y se la guardó en la mochila. Nadie denunció la desaparición de Cristina y por ese mismo motivo, jamás se inició una investigación policial, ni salió su fotografía en las noticias.

Nada distingue esa estación de cualquier otra, ningún signo delata que allí ocurran cosas extraordinarias y, sin embargo, si se fija usted bien, es muy posible que vea a Cristina alguna vez, mezclada entre la multitud, sentada en el banco de piedra, con los brazos caídos, pesados, a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente el panel de información que indica el tiempo restante para la llegada del siguiente tren...

Paloma Ulloa
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lunes, 1 de julio de 2013

El Rey del Mar sigue buceando en el imaginario infantil


Claudia Moya 

El Rey del Mar sigue buceando entre las páginas de los libros que leen los niños... y los no tan niños.

Aquí añado un vínculo de la Biblioteca Infinita donde vuelven a recomendar el cuento:

http://labibliotecainfinita.com/index.php/las-adivinanzas-del-rey-del-mar-de-paloma-ulloa-y-claudia-moya

Sigue siendo maravilloso leer este texto en directo, escuchar las respuestas de las adivinanzas y contemplar las miradas dilatadas de los más pequeños mientras Daniel, el protagonista, se enfrenta al enorme y poderoso Rey del Mar.


miércoles, 10 de abril de 2013

Hasta pronto

Imagen tomada de www.que.es

Muere José Luis Sampedro, pero quedará para siempre su esencia: su obra, su pensamiento y sus actos con los que, sin duda, alcanzará los cielos de la inmortalidad.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Monólogos del despropósito (1)



Después de una profunda reflexión, he llegado a concluir que “los mercados” (los lobistas, las agencias de calificación, Angela Merkel, el FMI, o quienes sean) están en lo cierto (o como diría mi madre: “tienen más razón que un santo”), porque hemos despilfarrado (confesémoslo todos en un acto de contrición) más allá de lo razonable ¿O acaso no somos todos culpables de haber comprado mortadela extra, incluso hasta con aceitunas, en vez de consumir la humilde mortadela de toda la vida (que ya no nos parecía suficiente: ¡Mierda de nuevos ricos!)?

No lo nieguen, lectores que intentan mirar hacia otro lado, con gesto de disgusto y hasta de vergüenza: Somos culpables.

Hemos alquilado o comprando viviendas que no podíamos pagar (porque los precios subían y subían y subían como si el ascensor “del mercado” no tuviese instalado el botón de stop), en vez de vivir debajo de un puente, que como todo el mundo sabe, es mucho más barato y hasta más ecológico.

Hemos derrochado, mes tras mes, comprando el abono de transporte en vez de hacer el recorrido desde nuestra casa al trabajo a pie (o en bicicleta) que es, desde luego, mucho más saludable (y evitaría esa imagen de vagos que tenemos los españoles y que parece extenderse por la Europa del Norte como un mal olor).

Hemos disfrutado ociosamente al sol, sentados en una silla de tijera en primavera mientras soñábamos con Saint Tropez (¡Qué desfachatez! Por gasto desmesurado de imaginación también deberíamos pagar una tasa, como para viajar. A fin de cuentas las dos cosas son un lujo).

Y, admitámoslo con todo el peso de la verdad y de la vergüenza sobre los hombros: Hemos consumido irresponsablemente una lata de berberechos y una cervecita fría todos los domingos, para celebrar el descanso semanal con la familia (¿Alguien ha calculado el costo anual que podríamos habernos ahorrado mojando un palillo en agua del grifo para sustituir este vicio tan feo?).

Sí conciudadanos, sí, como diría mi madre (que como todas las madres es muy sabia) “Las juergas se pagan” y a nosotros se nos ha terminado el “sarao”, como a los de Chipre, que acaban de descubrir (y de descubrirnos), que también ahorrar está por encima de nuestras posibilidades y que esas cosas se hacen en privado, y a ser posible en Suiza, porque ahorrar es como “tocarse”, hay que hacerlo cuando (y donde) nadie se entere.

Y para terminar, y después de haber analizado detenidamente el gran concepto de la verdad y la justicia, he llegado a comprender (y ustedes estarán de acuerdo conmigo como personas responsables que son) que, para aliviar el gran peso que algunos países del norte llevan sobre sus espaldas, los países del Mediterráneo, por haber sido bendecidos por la gracia de Dios con el sol, la comida mediterránea, las terrazas veraniegas, la cerveza fría y este gusto por vivir (que nos va a matar a todos), deberíamos pagarles un impuesto extraordinario, porque es de todo punto antidemocrático el reparto divino y de alguna manera habrá que compensarles, digo yo, no lo van a poner ellos todo.

Texto registrado

sábado, 23 de marzo de 2013

¿Dictaduras virtuosas?


Fotograma de "El gran dictador" de Chaplin



Ayer, mientras tomaba un café en Madrid, escuché la conversación que se desarrollaba en la mesa contigua donde, dos hombres españoles de una cierta edad y una mujer extranjera, analizaban los sucesos de España y de Europa con inteligencia y hasta con un cierto grado de ironía que me hizo interesarme por sus reflexiones. 



Sin embargo, en un momento, el hombre que guiaba la charla, en un tono claramente reflexivo y exento de humor, dijo: "Si pudiera ser posible una dictadura virtuosa....", y ese arrebato de melancolía enfermiza, me hizo estremecer porque comprendí que comenzamos a perder la esperanza y que en la búsqueda de soluciones utópicas corremos el riesgo de que el fascismo y el populismo, íntimamente ligados, nos devoren.

Por otra parte, es posible que ya vivamos sumidos en una dictadura, una que tal vez lleva gobernando nuestras vidas mucho más tiempo de lo que pensamos: la temible dictadura de los mercados.

Bajo su imponente dominio los países han perdido su soberanía y se encuentran sometidos a los inclementes caprichos de una oligarquía anónima que, hasta hace unos años, nos había permitido vivir en la ficción de la libertad y hasta del libre albedrío, pero que ahora se obstina en doblegarnos en favor de ciertos intereses opacos y egoístas por los que, al parecer, merece la pena quemar a países enteros en la pira de los sacrificios.

jueves, 21 de marzo de 2013

miércoles, 6 de marzo de 2013

En la oscuridad (microrrelato)


Jacek Kaczynski

Vivo en la oscuridad, me muevo entre sus pliegues con soltura y desde su calor os observo y os acompaño, susurrándoos al oído, acariciando vuestra nuca con mis dedos.

Vosotros me hacéis grande y fuerte, me alimentáis con vuestro pensamiento y acorazáis mis trémulos miembros  de vapor hasta convertirme en una criatura invencible, capaz de colarme en vuestra respiración y de clavarme en vuestro pecho: Soy vuestro temor.

sábado, 2 de marzo de 2013

Puro metal (2ª parte)



Cuando atravesé el umbral supe que algo extraño estaba ocurriendo. El ambiente estaba tenso, electrizado. Subí rápidamente las escaleras hasta el dormitorio de Katja, pero allí no había nadie, pasé después a la sala de juegos y encontré, sentada en una silla, con las manos juntas sobre las rodillas, a una niña que me recibió tan asustada como expectante.

- Hola – dijo con un hilo de voz mientras se ponía de pie de un salto – soy Edwina.

- ¿Has venido con Katja? – Le pregunté. Ella asintió tímidamente - ¿Eres su nueva hermana, verdad? – Volvió a afirmar con la cabeza.

Aparentaba tener aproximadamente la misma edad que Katja, pero era más menuda y su pelo negro y crespo, la piel dorada, y unos hermosos ojos almendrados, definían su origen latinoamericano.

- Está bien – Me acerqué a ella, la besé y la abracé – Bienvenida Edwina.

Sonreí cálidamente, quería transmitirle confianza, dejarla al margen de mi miedo, ayudarla a sentirse más segura. Jugamos durante una hora aproximadamente, después, siguiendo el ritual obligado de la mansión, la acompañé hasta el baño donde disfrutó del agua caliente y de la espuma que cubría la superficie de la bañera, antes de vestirse con uno de aquellos espantosos vestidos de terciopelo marrón para bajar a cenar.

La pequeña se miró en el espejo así vestida y pareció que le gustaba aquella ropa, que se sentía más importante, o más rica, pero no dijo nada. Se limitó a peinarse unas tirantes coletas negro azuladas, se calzó los zapatos, se perfumó y suspiró como si hubiera concluido con un ritual importantísimo que le abriera las puertas de otra vida.

Debo reconocer que bajé al comedor con la pequeña tomada de la mano y un enorme deseo de encontrar a mi otra pupila sentada ya a la mesa, pero lo cierto es que la larga mesa estaba vacía y sólo había dos servicios dispuestos para nosotras. Comimos solas y en silencio, como si se cerniese sobre nuestras cabezas una temible amenaza, mientras la señora Dunwich iba y venía sirviendo los platos.

En el dormitorio infantil todo estaba preparado para Edwina: un camisón de franela colocado sobre la cama, exactamente igual a los que usaba Katja, la chimenea encendida y la lamparilla de noche correspondiente a su cama iluminando un pequeño rodal de la noche.

Aprovechando que la señora Dunwich daba los últimos retoques al dormitorio antes de retirarse, le pregunté por la primera hija de los Gilman. Me informó brevemente que la niña se había sentido enferma después del viaje y que se encontraba en el dormitorio de la Señora Gilman.

- Qué mejor atención que la de una madre cuando un niño está enfermo ¿No le parece? – Me dijo justo antes salir del dormitorio para perderse en la oscuridad del corredor.

- Claro – dije con un hilo de voz. Pero sentí cómo se precipitaba todo el miedo de nuevo sobre mi estómago al pensar en aquella extraña mujer que nunca venía a su dormitorio para darle un beso de buenas noches, ni le leía un cuento antes de dormir.

Acosté a la pequeña, intentando apartar por un momento mi inquietud para no transmitírsela a ella. Me senté en la cama a su lado, le retiré un mechón de cabello oscuro de la frente y le pregunté si quería que leyéramos un cuento juntas.

- Bueno – dijo indecisa.

- Si no te gustan los cuentos o si estás muy cansada no tenemos por qué hacerlo. – insistí para infundirle valor.

- Sí, si que me gustan. Es que allí no nos solían leer cuentos, no al menos en la cama... – Sonrió tristemente. – Además prefiero no quedarme sola – añadió mirando inquieta hacia la oscuridad – Esto es tan grande...

- De acuerdo, pues entonces, leeremos un cuento – Nos acurrucamos juntas en la cama y comencé lentamente, frase a frase, paso a paso, dejando que la historia se abriera como una flor, pero en pocos minutos sentí la respiración rítmica y acompasada de Edwina sobre mi pecho y, con mucha precaución, coloqué su cabeza sobre la almohada, la arropé y me senté en la cama contigua hasta comprobar que no volvería a despertarse sobresaltada. Después me escurrí por el pasillo y salí a inspeccionar. Estaba preocupada por Katja, sentía que era mi responsabilidad comprobar que realmente se encontraba bien y que su madre adoptiva realmente se estaba ocupando de ella.

Encendí mi linterna y rompí la oscuridad del corredor, después la apagué rápidamente por miedo a que me descubrieran merodeando por la noche y bajé la escalera de puntillas, guiándome por la escasa luz que entraba desde el exterior nevado. Iba palpando el sinuoso y desagradable lomo de la barandilla cuando oí el rumor amortiguado de una puerta que se cerraba lentamente, pero el eco me llegaba desde todos los rincones y no pude identificar la procedencia. Lentamente me escondí entre las sombras del descansillo, con las sienes palpitantes y la respiración retenida, esperando lo inevitable.

Oí unos pasos ligerísimos que se acercaban a mí y la silueta alargada de la Señora Gilman pasó rozándome sin verme. Me fijé bien en ella, caminaba con la sutileza de un fantasma, parecía no mover el aire a su paso. La seguí a cierta distancia hasta que se detuvo al fondo del pasillo, se movió ligeramente, abrió una puerta apenas durante lo que dura un parpadeo, y me quedé parada en al oscuridad, justo en el límite en el que la luz procedente de la estancia lamía el suelo de mármol. Pero ella ni siquiera levantó la mirada del suelo, tal vez, si lo hubiera hecho, me habría encontrado allí clavada, con los ojos desorbitados por el terror. Tardé una eternidad en lograr comprender lo que acaba de presenciar: el Señor Gilman, inclinado sobre un cuerpo inerte, parecía estar practicando algún tipo e intervención quirúrgica a un ser humano.

Sentí que se me detenía el pulso. No sabía cómo debía reaccionar. Me aterrorizaba abrir la puerta y comprobar que la joven que se encontraba sobre la mesa de operaciones pudiera ser mi alumna y me debatía entre mi deseo de salvarla de aquella bestia insensible y mi propio instinto de supervivencia.

Recuerdo que cuando logré moverme subí las escaleras a tal velocidad que casi no llegaba a rozarlas con los pies. Abrí la puerta del dormitorio de las niñas y vi que Edwina dormía plácidamente. No quise despertarla, pero tampoco estaba dispuesta a dejarla sola en mitad de aquella noche de pesadilla, así que me acurruqué sobre la colcha de la cama de Katja, cerré los ojos e intenté respirar acompasadamente hasta doblegar el galope de mi corazón y de mis pensamientos que se enardecían con cada pequeño ruido, cada chasquido de la madera en la chimenea, cada roce del viento en los cristales que me obligaba a abría los ojos violentamente intentando palpar la oscuridad, para enfrentarme de nuevo el horror, hasta que el propio cansancio fue apoderándose de mi y caí en un inquieto sueño, lleno de presagios en los que la imagen de aquella operación clandestina se repetía una y otra vez con diferentes víctimas.

A la mañana siguiente, me esforcé en repetir las rutinas diarias con mi nueva pupila. Edwina era más retraída que Katja, escuchaba y obedecía sin hacer preguntas, sin duda esperaba la  caricia y el calor de sus nuevos padres, pero ante su ausencia, aceptaba mi cariño con avidez, acercándose a mí con cualquier excusa para atrapar mi atención. Revisamos brevemente su nivel académico, no era una niña brillante, pero sabía todo lo que debía saber para su edad y tenia cierta habilidad para encontrar caminos alternativos a los problemas que no sabía solucionar.

A la caída de la tarde, mientras ella repetía algunos ejercicios, me las arreglé para evitar la mirada controladora de la Señora Dunwich, y subir hasta el primer piso para buscar la entrada del quirófano que había vislumbrado la noche anterior pero, ante mi estupor, al final del corredor no encontré ninguna puerta, sino un grueso muro de mármol profusamente tallado.

Reflexioné. Seguramente el miedo me había confundido. Tal vez todo lo que creía que había visto el día anterior no había sido sino un sueño, pero eso no me parecía plausible porque tenía la impresión de que todos mis temores se iban materializando, por absurdos que pudiesen parecer.

Durante la siguiente noche retorné sobre mis pasos y busqué, escuché y me volví a ocultar en la oscuridad, pero todo fue en vano. Parecía que la mansión se estuviese protegiendo a sí misma. No se escuchaban rumores y la luz de la luna llena se filtraba clandestinamente a través de las vidrieras, rompiendo el suelo en temibles sombras de mil pedazos.

Regresé al dormitorio más desasosegada que la noche anterior. Comenzaba a tener dudas. Estaba empezando a madurar la posibilidad de hablar con el Señor Gilman y presentarle mi renuncia. Mi parte racional quería imponerse sobre toda aquella absurda situación para reclamar calma. Si le explicaba que me encontraba mal, que quería volver con mi familia, que el trabajo se estaba duplicando y nadie me había informado sobre ello, tal vez lograría dejar atrás aquella pesadilla. Pero había algo en mí que me decía una y otra vez que estaba atrapada, que vivía en el nido del terror, en una cárcel temible de la que jamás podría salir.

Al abrir la puerta del dormitorio infantil todas esas ideas daban vueltas en mi cabeza, angustiándome hasta tal punto de que no me di cuenta de que Katja estaba durmiendo en su cama, junto a su nueva hermana. Al descubrirla levanté el cobertor y la observé detenidamente. No parecía tener vendas o señales de haber sido intervenida quirúrgicamente, no había signos de ninguna clase de violencia en su cuerpo, que se revolvió ligeramente buscando el refugio de las mantas.

No estoy segura de si esa noche me acurruqué en una butaca de la habitación de las niñas para para estar a su lado porque quería protegerlas o porque seguía estando aterrorizada y no quería quedarme sola. Traje una manta de mi dormitorio, me envolví en ella y cerré los ojos deseando despertarme de aquella espantosa pesadilla. Al amanecer Katja me despertó con un beso. Parecía tan normal: sonreía y parloteaba como todas las mañanas, pero no recordaba nada de su enfermedad ni de su convalecencia y una cierta frialdad asomaba a sus preciosos ojos oscuros.

Las niñas parecían entenderse bien, se ayudaban, jugaban juntas, se peinaban y se disfrazaban. Por primera vez desde mi llegada se sentían voces infantiles desgarrando el inquietante cansancio de aquella propiedad y eso me permitía tener más tiempo libre para analizar la extraña actividad de la Señora Dunwich, que parecía obedecer a un patrón mecánico, perfectamente pautado, del que no se salía jamás. Observé sus movimientos, anoté mentalmente la cantidad de veces que veía a los Señores Gilman. Comprobé que nunca salían coches de la mansión hacia la ciudad, ni tampoco llegaban repartidores que trajesen suministros.

Para estar segura de que no me fallaba la cordura, fui escribiendo en una pequeña libreta que llevaba siempre conmigo todos los pequeños detalles que construían mi locura: las puertas que desaparecían, los extraños símbolos que rodeaban algunos de los relojes de las habitaciones, la niebla que siempre parecía flotar, hiciera sol o no, en torno a la propiedad.

Con el transcurrir de los meses fueron llegando más niñas, siempre de la misma edad, siempre con rasgos bien diferenciados, como si la familia quisiera tener un muestrario de razas que adornase su árbol genealógico.  Tras la llegada de Edwina, vino Emma, con sus enormes ojos azules y asustadizos, su cabello rubio de ángel y su piel casi transparente. Ella comenzó teniendo pesadillas cada noche. El mismo día que llegó a la mansión durmió acurrucada debajo de la cama, decía que no podía dormir porque los monstruos vivían en el sótano, así que le permití que durmiese conmigo durante una semana entera, después cayó enferma, como todas las demás, estuvo dos noches ausente y a su regreso no volvió a temer la oscuridad. Aseguraba que su mamá le había explicado que los monstruos no existen y un brillo inquietante pasó a través de sus pupilas transparentes al decirlo. Definitivamente se le había borrado el terror de la mirada y en su lugar una sonrisa beatífica ocupaba su rostro. Desde aquella convalecencia nunca más quiso dormir en mi cuarto y esquivaba mis preguntas como si tuviese un secreto enorme escondido en su pequeño cuerpo. Pasó de atemorizarse a cada paso en la inquietante mansión a vivir en simbiosis con ella. Ya no sentía escalofríos al tocar la barandilla bulbosa, ni se sobresaltaba en la oscuridad. Algo había cambiado en ella, igual que en Katja y en Edwina, pero de una manera mucho  más profunda, más intensa. No sólo convivía con la extrañeza, sino que parecía disfrutarla intensamente.

Yo seguía investigando y cada noche me desplazaba por los pasadizos buscando algo, no sabía con exactitud el qué, pero esperaba encontrar cualquier indicio que me permitiese proteger de mis niñas. Por otra parte apenas podía conciliar el sueño, las pesadillas me atenazaban, imaginaba a las pequeñas presas de peligros intangibles, las oía gritar. A menudo me levantaba bañada en sudor, en plena noche, convencida de haberlas oído llamarme. Atravesaba las habitaciones atropelladamente, a tientas y cuando llegaba al dormitorio las encontraba descansando tranquilamente.

Muchas veces llegaba hasta la planta baja en mi búsqueda de la verdad, bajaba los primeros peldaños hasta el sótano y una energía incomprensible me paralizaba antes de poder llegar hasta la gran puerta talla con extraños símbolos. Nunca lograba atravesar la barrera de oscuridad que parecía anidar allí abajo, pero tampoco pude volver a ver jamás la terrible escena en la que el Señor Gilman parecía jugar a Frankenstain sobre una mesa de quirófano.

Los meses transcurrían y yo iba uniendo laboriosamente las piezas de un rompecabezas estremecedor. La señora Dunwich me vigilaba de cerca cuando estábamos en la casa o en el jardín y el señor Ward tenía la extraña habilidad de aparecer inesperadamente en cualquier momento, sin hacer ruido, como si pudiese desplazarse por el aire.

Llegó la primavera, las siete niñas jugaban en el jardín y yo aprovechaba para leer los extraños libros que poblaban la biblioteca y que alimentaban aún más mi inquietud. Acababan de incorporarse a la prole las pequeñas Angélica y Virginia y por lo que parecía ya no llegarían más niñas, la familia estaba completa: siete niñas de siete años, lo suficientemente mayores para que pudiesen razonar, lo bastante pequeñas para poder moldearlas a su imagen y semejanza.

Las noches fueron haciéndose más breves. El sol lamía con dificultad aquella mole gótica que parecía ir cambiando a lo largo de los días. Un olor a humedad parecía haberse hecho fuerte en el interior de la mansión. Se acercaba el solsticio de verano y comencé a notar cierta actividad extraordinaria en la casa. Los Señores Gilman se dejaban ver más a menudo junto a sus hijas, incluso compartían algunas comidas con ellas, sentados a la mesa del gran comedor umbrío. El servicio iba y venía desocupándose de mí que, por otra parte, parecía el único ser de aquel conjunto de criaturas dispares que no parecía formar parte de la misma escena.

El 23 de junio, mientras leía sentada al sol en el jardín, escuché la voz del Señor a mi espalda:

- Esta noche cenaremos todos juntos, Señorita Morn – Me estremecí – Hoy tenemos mucho que celebrar.

Me hubiera gustado preguntar qué era lo que teníamos que celebrar, pero su voz me pareció metálica y amenazadora. En su rostro  se volvía a dibujar aquella mueca incómoda que quería evocar una sonrisa. Miraba hacia el horizonte como si pudiese ver cosas que estaban vedadas para mí. Poco después se acercó a nosotros la Señora Gilman y colocó a su mano helada sobre mi hombro, como si me estuviese dando un voto de confianza del que había carecido hasta aquel momento y permaneció inmóvil, combinando aquella extraña trinidad incompleta.

Todo mi cuerpo temblaba. Me sentía presa de todo tipo de temores. Ahora todas las miradas parecían fijas en mí. Las niñas habían dejado de jugar y nos miraban. La señora Dunwich y el señor Ward, también habían fijado sus inexpresivos ojos en nosotros y en mi cabeza se consolidó la idea de que tenía que huir esa misma tarde.

Las niñas parecían excitadas, se miraban entre ellas, murmuraban, se reían, me sentía presa de una de esas estúpidas escenas de película de terror en las que el protagonista hace exactamente todo lo que la prudencia considera  inoportuno.

- Voy a dar un paseo – dije como para mí misma – Caminé en la misma dirección que aquella tarde de invierno, con la ansiedad pegada a la piel, andando, corriendo, en busca de los límites de la propiedad. Ya no había tiempo que perder, el peligro me acechaba, lo sentía pegado a mí como un mal olor, denso y pegajoso. Llegué a la empalizada de piedra y no me detuve, trepé quebrándome las uñas, me puse en pie sobre la piedra. Me giré inquieta, no parecía que nadie me hubiese seguido y eso me resultó extraño, extendí el brazo hacia el frente para tomar impulso y sentí cómo todo mi cuerpo rebotaba, provocándome una sacudida. Había tocado una superficie fría y mórbida, elástica, desconocida.

Comenzó a temblarme todo el cuerpo, pero volví a extender la mano lentamente esta vez y ví como penetraba en aquella viscosa cobertura y abría un orificio que me dejaba ver un horizonte mecánico, oscuro y desconcertante que nada tenía que ver con el mundo real.

¿Dónde me encontraba? ¿Dónde había estado viviendo durante todos aquellos meses?

La pequeña y fría mano de Emma tomó la mía:

- No tengas miedo – me dijo con dulzura – Todo está bien, todo está bien.

Me sentía derrotada, sin voluntad. La niña tiró de mí hacia la casa y la seguí. En el camino se fueron uniendo todas las pequeñas: Katja, Edwina, Rachel, Eve, Angélica y Virginia, mis siete pequeñas, mis niñas, que me devolvían al corazón del pánico aprovechando que mi cerebro era incapaz de aceptar lo que acababa de ver, que mi  cuerpo no reaccionaba a los impulsos naturales de huída, que todo el miedo de aquellos meses me mantenía profundamente paralizada.

Lo que ocurrió desde ese momento se grabó en mi mente como una película en la que la inquietud se amortigua ante la comprensión de que los acontecimientos terribles le ocurren a otro. Cada movimiento de los miembros de aquella extraña compañía parecía repetidamente ensayado. No había espacio para el error.

Las pequeñas se vistieron para la cena con sus trajes de gala, al igual que sus padres. El señor Gilman, por primera vez, lucía en su dedo anular de la mano izquierda un anillo grueso y brillante que representaba una calavera con una pequeña piedra rosada incrustada en uno de sus globos oculares y la señora Gilman lucía sendos pendientes con el mismo inquietante motivo.

Me senté a la mesa temblando, notaba una electricidad temible en el aire, una expectación brumosa e intangible. La señora Dunwich me sonreía mostrándose casi  amable, el Señor Ward había perdido el acartonamiento de sus facciones y las pequeñas parecía más cariñosas que nunca.

- Señorita Morn – dijo Katja – Hoy es un gran día para todos nosotros – Buscó la mirada de complicidad de su padre adoptivo y por primera vez vi que había entre ellos una relación intensa, llena de sobrentendidos, que no lograba comprender cómo podría haberse producido dado el escaso contacto  que tenían entre ellos. – Después de esta cena todos nosotros seremos una gran familia.

Me pareció escuchar unas risas ahogadas. Bebí un sorbo de agua, tenía la boca seca como cuando me enfrentaba a los exámenes de la facultad. Me sudaban las manos, miraba a mi alrededor intentando averiguar cómo podría escabullirme, el corazón se me salía por la boca.

- Sí, querida – dijo la Señora Gilman finalizando rápidamente aquel discurso – Pero es hora de cenar, tras la cena tendremos tiempo suficiente para hablar de todas esas cosas.

Su esposo la miró complacido. Vi cómo todos hundían sus cucharas en la crema de verduras y guardaban silencio. A mí me temblaba las manos. Bebí de nuevo, me sentía exhausta, comencé a notar que me abandonaban las fuerzas. La señora Dunwich llenó de nuevo mi copa de agua y volví a beber todo su contenido de un trago, con ansiedad, con vehemencia, con desesperación y cuando la hube vaciado comprendí que perdía el conocimiento, que había caído en la trampa, que mi cuerpo se rendía a algún tipo de narcótico que me dejaba indefensa en manos del enemigo.

Lo siguiente que recuerdo es que me llevaban tumbada en una angarilla. Tenía una conciencia entrecortada y neblinosa en la que pude ver que toda la familia me seguía en una procesión macabra. Se dirigieron a la primera planta, exactamente al final del pasillo en el que yo había vislumbrado el quirófano clandestino aquella noche de invierno. Se detuvieron ante el muro de piedra y la pequeña Katja pulsó varias figuras hasta que la piedra cedió, impulsada hacia arriba como la puerta de una nave de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto.

Me intenté remover inútilmente. Apenas podía sentir el rumor de mi garganta, los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. Depositaron mi cuerpo inmóvil sobre una camilla, tal vez la misma en la que vi el cuerpo inerte de Katja aquella noche. Toda la familia me rodeaban mientras el Señor Gilman preparaba su instrumental decimonónico y hablaba en voz baja, sólo para mí, con un tono tranquilizador, pausado.

- Sentirás un poco de dolor – decía – pero pronto pasará porque después serás perfecta.

- Yo no quiero ser perfecta – pensé, pero mi voz no pudo salir de mi garganta.

El señor Gilman hizo una incisión larga y dolorosa en mi frente, otras dos a lo largo de los brazos, siguiendo el curso del radio, y sendos cortes en las piernas, junto a las tibias. Después separó sin piedad la carne de cada uno de los cortes e introdujo su grueso anillo en ella hasta asegurarse de que el metal estaba en contacto directo con el hueso. Una oleada de frío se fue clavando en mi cuerpo sin piedad. Era muy doloroso, lo que fuese que surgiera de aquel anillo se instalaba en mis huesos bajando desde el cráneo hacia la garganta y los hombros. Cuando llegó el turno de los brazos el dolor me quemó el pecho, las costillas, las caderas, más tarde llegó el turno de las piernas y los pies y en poco tiempo el frío en mi interior era tan intenso que pensé que estaba muriendo.

- Tu cuerpo está sufriendo una mutación – dijo tranquilamente el Señor Gilman. – No luches contra ello porque sería más doloroso.

Entonces la Señora Gilman se acercó a mí y me habló lentamente, casi con dulzura.

- Ahora eres una de nosotros. Tu cuerpo se está transformando: tus miembros se hacen más fuertes, tus órganos tendrán una vida más prolongada, ajena a las debilidades humanas, porque tus células son ahora biomecánicas, transforman el calcio de tus huesos en puro metal, renuevan la sangre convirtiéndola en un fluido ajeno a la oxidación, pero perfectamente compatible con tu origen orgánico. En definitiva, ahora estás preparada también tú para  mejorar la especie.

Aquel pensamiento sacudió mi conciencia, ahora lo comprendía todo. Habían preparado a sus hijas, cada una de una raza, cada una con unas características físicas concretas, para colonizar la tierra.

- No puedes luchar contra ello – Intervino el Señor Gilman – Ya no. Cuando regreses a 2013, nuestras hijas ya habrán tenido biznietos que llevarán a nuestra raza al poder. Tú sólo eres el eslabón que faltaba, el elemento necesario para llevar a cabo el plan.

Mi pensamiento se desbocaba. Era demasiado increíble para que todo aquello pudiese ser real. Aquella criatura insinuaba que me habían hecho retroceder en el tiempo, que me habían mantenido aislada en una burbuja espacio-tiempo a la que habían ido trasladando también a las niñas, desde el futuro.

Mientras más luchaba contra toda aquella información, más dolor sentía.

- No te resistas – dijo Katja acariciándome el pelo – Cuando todo haya terminado podrás entenderlo y verás que es mejor así.

- La información genética que hemos depositado en tu cuerpo también invadirá tu cerebro – dijo la Señora Gilman – Dentro de poco tendrás una imagen completa de todo lo que ha ocurrido y de lo que va a suceder. En el momento en que eso ocurra, la parte humana de tu conciencia quedará latente pero incapaz de actuar contra lo que eres ahora. Podrás sentir la presencia de los que son como tú y actuarás de acuerdo con tu nueva vida.

Notaba cómo todo mi cuerpo bullía, sentía un cosquilleo intenso que regeneraba mi estructura ósea, mis músculos, mi piel, que comenzaba a cerrarse y a cicatrizar espontáneamente. La tumefacción de mis miembros fue cediendo y recuperé la movilidad. Me sentía ligera, llena de energía y profundamente confusa porque en mi memoria comenzaban a instalarse, como si de un programa informático se tratase, una larga serie de datos, imágenes y sensaciones que nada tenían que ver conmigo y que, sin embargo, parecían haber estado allí desde siempre.

Ahora se que el futuro, tu presente, es nuestro y, si al leer mi historia sabéis de lo que estoy hablando, es porque vosotros mismos habéis descendido de algunas de mis pequeñas, pero si no es así, estad bien atentos a las personas que os rodean, observad sus rostros, la expresión vacía de sus ojos y, sobre todo, desconfiad de aquellos que, en el dedo anular de su mano izquierda, porten un extraño anillo de puro metal... 

Texto registrado

jueves, 28 de febrero de 2013

Puro metal (1ª parte)


Puro metal (www.purometal925.com). Una nueva e inquietante línea de joyas en plata maciza 
diseñadas por mi buen amigo Álvaro Pérez para www.elpasogaleriadecomuniacion.com)




Llegué a Providence el 28 de febrero de 2013. Una gruesa capa de nieve cubría la calle y el viento soplaba colándose por debajo de mi abrigo como si quisiera desnudarme con sus helados dedos. Mientas avanzaba pegada a los edificios, en mi cabeza sólo había una idea, llegar lo antes posible a la mansión de los Gilman con la esperanza de que, tal y como imaginaba, fuese una confortable residencia bien caldeada, en la que podría refugiarme del frío y de la soledad que traía acumulada desde Nueva York, como una pesada carga de secretos.

Deseaba experimentar la vida idealizada de las ciudades pequeñas: buenos vecinos, comida abundante, reuniones familiares de Acción de Gracias y entretenimientos provincianos con olor a  galletas de jengibre. Sin embargo, una extraña inquietud anidaba en mi estómago desde el mismo momento en que acepté el trabajo y comencé a tener terribles pesadillas de las que despertaba en mitad de la noche empapada en sudor.

Tomé el tren en la Gran Central con una pequeña mochila azul a la espalda y mucha inquietud, tanta que en varias ocasiones estuve a punto de bajarme del vagón, sin embargo, poco  tiempo después de que arrancara el convoy sentí un suave olor a flores, tal vez el perfume de alguna pasajera entrada en años que había desempolvado una vieja fragancia y caí en un sueño inquieto y denso.

Desperté cuando el revisor, me avisó de que estábamos llegado. Según la información que había recopilado a través de Internet, debía llegar a la moderna estación de ferrocarril, pero cuando el tren se detuvo, me encontré en el andén de una construcción decimonónica y desierta en la que nadie más que yo se apeó. Parecía un apeadero fantasma de esos que quedan a su suerte en algunos pueblos abandonados del interior. No había señal de vida humana: ni viajeros, mi maleteros, ni las socorridas máquinas de refrescos que sustituyen a las personas en los lugares con poca afluencia de viajeros.

Estuve sentada en los duros bancos de madera de la sala de espera durante más de veinte minutos, ya que según las instrucciones que me habían dado llegaría un coche a recogerme a mi llegada. Inquieta saqué del bolsillo en varias ocasiones mi teléfono móvil para comprobar invariablemente que no tenía cobertura. Después desdoblé la carta que guardaba en el interior de mi abrigo, en la que se indicaba la dirección exacta de la casa y salí al exterior. Con un profundo suspiro de desolación contemplé el ancho desierto helado que se extendía ante mi, envuelto en una niebla plomiza y perturbadora y comencé a caminar sobre las aceras heladas.

En varias ocasiones sentí la tentación de regresar a la estación y tomar el primer tren con destino a cualquier parte, pero seguí avanzando como un zombi hasta que, desde el fondo silencioso de la avenida me llegó un siseo desconocido que rompía el tedioso silencio. Alcé la vista sobresaltada y ví cómo un viejo trineo tirado por cuatro caballos negros de piel brillante y mirada asustadiza se acercaban a mí a toda velocidad hasta detenerse justo a mi lado.

La portezuela se abrió violentamente y una mujer menuda descendió de él tendiéndome la mano. Tendría más de cincuenta años e iba vestida con un abrigo anticuado y un sombrero de piel pasado de moda.

- ¿Señorita Morn? Soy la Señora Dunwich. Suba al coche, por favor.  – Parloteaba con mucha soltura, como si fuésemos viejas amigas - Lamento haber llegado tan tarde, pero los señores Gilman decidieron ayer mismo trasladarse a su villa de las afueras de Providence y, desafortunadamente, la nevada de esta noche nos ha dejado algo aislados. – Sonrió como si estuviese recordando una escena entrañable – El Señor Ward,– dijo señalando hacia donde debía encontrarse el pescante -  ha tenido que retirar una buena cantidad de nieve de la entrada de la cochera, pero a pesar de eso, el único vehículo capaz de salir de la finca esta mañana, ha sido esta vieja antigualla.

- Entiendo – contesté tímidamente mientras observaba el cálido refugio entelado que resultó ser aquel carruaje. Desde luego, podía pensarse que se trataba de una pieza de museo, una nueva extrañeza que subrayaba mi inquietud.

Dorotea Dunwich sonrió distraídamente mirando hacia el exterior. Todo parecía estar dormido. Pasábamos velozmente junto a las viejas villas cerradas, no se veían personas en las ventanas ni en las calles, no había luz tras los cristales de las tiendas y tuve la sensación de que el viento nos seguía, nos rodeaba y hasta nos empujaba, como si estuviésemos atravesando un túnel de pruebas.

- Es hermosa la nieve – dijo como si pudiera leer mis pensamientos y quisiera tranquilizarme  – Cuando nieva se hace el silencio y todo se detiene.

Mis pies y mis mejillas comenzaban a entrar en calor. El cosquilleo gratificante de la sangre que circulaba de nuevo alegremente por mis venas, el cansancio acumulado del viaje y un sutil olor a flores que me resultó vagamente conocido, se apoderaron de mí arrastrándome a una irresistible somnolencia. No se cuanto tiempo estuve inconsciente, pero al despertar el carruaje estaba atravesando las altas puertas de hierro de la antigua mansión Gilman, un enorme palacio de piedra gris, cuajado de formas arbóreas que le daban un temible aspecto orgánico desde los cimientos hasta excéntricas almenas cuajadas de espeluznantes gárgolas.

Me estremecí de nuevo y tuve que reprimir el impulso de huir.

- Ya hemos llegado, querida – dijo la señora Dunwich mientras abría la puerta y se lanzaba al exterior con una agilidad que no correspondía ni a su edad ni a su silueta algo entrada en carnes. Yo bajé inmediatamente después. El suelo estaba resbaladizo. La nieve había dejado de caer hacía tiempo y el viento había congelado la superficie.

Caminé cuidadosamente hasta llegar a las anchas escaleras que terminaban en un profuso portón tallado de madera oscura que se abrió justo cuando estábamos a punto de alcanzarlo.

- Bienvenida a Arkham House. – Dijo una dilatada voz masculina que se deslizó desde el interior de la mansión y que precedió a la alta y distinguida figura de un hombre de rostro alargado y tortuoso que me resultó extrañamente familiar.

- Señor Gilman – intervino rápidamente la señora Dunwich – ella es Leonora Morn, la nueva institutriz.

- Por supuesto –dijo él tendiéndome una mano helada mientras plegaba su rostro acartonado en lo que quería ser una  sonrisa. – Enseguida conocerá a mi hija, pero antes acompáñeme a la biblioteca, allí podremos hablar sobre lo que se espera de usted mientras entra en calor junto a la chimenea.

Al atravesar el umbral sentí aún más frío que en el exterior. El edificio era enorme, las escaleras ascendían acompañadas de una barandilla que se retorcía sobre sí mismas como la espalda de un animal del abismo. Las ventanas, veladas con enormes vidrieras de colores, filtraban enérgicamente la luz exterior convirtiendo las salas en lugares inquietantes y llenos de sombras móviles. Los ecos de las pisadas ascendía como amenazas rebotando en las paredes. En definitiva, la imagen idílica y confortable que me había hecho de mi estancia en Providence se diluía rápidamente como papel mojado.

Me senté tiritando junto a la chimenea. Aún no me había quitado el abrigo. El señor Gilman se sentó frente a mí, envuelto en su batín de terciopelo y me tendió una taza de té humeante antes de comenzar a hablar:

- Las normas de esta casa son sencillas pero estrictas. Está prohibido bajar al sótano y salir del recinto de la Mansión sin la compañía del señor Ward. Eso es todo, como puede ver, señorita, no es mucho pedir. En cuanto a mi hija Katja, usted misma comprobará que se trata de una niña muy dócil y afectiva, por lo que espero que su estancia  aquí sea agradable y prolongada.

El señor Gilman volvió a repetir un esbozo de sonrisa para dar por terminada nuestra conversación. Inmediatamente, como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta, entró la señora Dunwich y me indicó con una mirada que debía acompañarla. Di un último sorbo a mi taza de te y salí de nuevo al corredor.

Noté cómo el vello de todo mi cuerpo se erizaba mientras subíamos las escaleras hacia mi dormitorio. La señora Dunwich brincaba alegremente sin dar señales de fatiga, mientras que yo había comenzado a jadear y sentía la irregularidad bulbosa de los peldaños bajo las suelas de los zapatos.

En el rellano del último piso nos encontramos con Katja, una silueta sonriente y silenciosas que esperaba clavada en mitad de aquel frío insufrible con un anticuado vestido de franela y el pelo retenido en dos gruesos lazos de terciopelo de azul. Me dio un vuelco el corazón al verla con las manos enlazadas a la espalda igual que un soldadito. Jamás en mis años de experiencia me había encontrado con ningún niño de siete años capaz de esperar quieto y silencioso durante varios minutos a la llegada de su profesor.

Cuando estuve a su altura me tendió una manita helada e hizo una reverencia mientras decía con su voz infantil:

- Encantada, señorita Morn.

Me produjo escalofríos.

- Hace mucho frío aquí, ¿verdad? – dije reaccionando rápidamente. – Vamos a algún sitio más acogedor y nos conoceremos mejor. – Ensayé una sonrisa que calculo que debió de resultar muy insegura porque enseguida la Señora Dunwich tomó el relevo y con paso ágil nos condujo hasta el final del corredor.

- Este será su dormitorio – Sentenció mostrándome una recargadísima habitación devorada por cortinajes y paneles de madera tallada.

- Como verá el dormitorio infantil, la sala de estudio y la de juegos están todas comunicadas entre  sí para que tengan mayor independencia. De ese modo no tendrán ningún motivo para transitar por los helados pasillos de la mansión – dijo con un ligero rastro de ironía antes de mostrarme las salas contiguas.

El dormitorio infantil no era una habitación sólo pa ra Katja, sino que resultó ser una enorme sala en la que se alineaban siete  camas con dosel que se separaban unas de otras por una amplia alfombra, una mesilla y una pequeña cómoda. Instintivamente busqué mi teléfono en el bolsillo del abrigo y comprobé que seguía sin conexión. La señora Dunwich de un vistazo atrapó mi consternación y dijo:

- Lamentablemente aquí no tenemos cobertura para poder utilizar dispositivos electrónicos,  de manera que vivimos bastante aislados y felices.

Si lo había dicho con ironía yo no lo había notado, pero tuve una sensación de angustioso aislamiento que me recorrió la espalda con un espasmo que no debió pasar desapercibido porque la niña me tomó de la mano y me llevó a rastras hasta la sala de juegos.

- Siéntese señorita Morn, jugaremos a tomar el té y a las mamás.

- Bueno, las dejaré solas para que se vayan conociendo - dijo la Señorita Dunwich y salió de allí con una sonrisa.

Cuando volví los ojos hacia mi pupila encontré a una niña totalmente diferente, menos inexpresiva y sonriente, mucho más humana.

- ¿Es un poco extraña, verdad? – me dijo – Aquí nada es del todo normal.

- ¿Por qué dices eso? - pregunté.

- ¿Has conocido a mi padre adoptivo? – me devolvió la pregunta como un boomerang.

- Por supuesto – dije expectante.

- ¿Y no te ha parecido un poco.... anticuado? – continuó bajando la voz. – Yo llevo aquí sólo unas semanas, pero todo me parece viejo, empezando por esta ropa que me obligan a ponerme.

- Entiendo. – dije – Bueno. Ahora estoy yo aquí y espero que nos entendamos bien.

- Y tú ¿por qué has venido? – preguntó – Quiero decir que yo estaba deseando tener una familiar y salir de aquella horrible institución y, a pesar de que todo esto sea un poco misterioso, estoy mucho mejor aquí.

- Bueno, digamos que yo también necesitaba una vida nueva – dije y, sin darle tiempo a que siguiese con aquel interrogatorio, me levanté dando una palmada – Pero ya está bien de preguntas, ahora ayúdame a deshacer el equipaje y nos organizaremos.

- Claro – saltó de su asiento y me siguió a través de las puertas contiguas hasta mi habitación.

- A esta mansión le falta un poco de alegría y de luz – dije y ella se rió – Abrí la ventana y miré al jardín cubierto de nieve. Desde esa altura debería verse una vista amplia del paisaje que rodeaba la mansión, pero lamentablemente una densa niebla se alzaba como un muro unos metros más allá. – Cámbiate de ropa y saldremos a jugar un poco.

- Estupendo – gritó Katja y salió corriendo de la habitación.

Pocos después estábamos tirándonos bolas de nieve y riéndonos. Había dejado de nevar y el sol calentaba tímidamente, a través de las nubes. La niña se divertía, parecía que hacía mucho tiempo que no jugaba con nadie. Pero mientras corríamos lejos de la fachada principal, noté que una sombra alargada se movía detrás de los cristales. Se abrió la ventana y vi la silueta inexpresiva del Señor Gilman observándonos. No puedo decir que su actitud fuese reprobatoria, desde luego, pero había algo de extrañeza en su manera de mirar, como si jamás hubiera visto a unos niños jugando con la nieve.

Unos días después de mi llegada, bajé a la cocina para hablar con la Señora Dunwich:

- Señora Dunwich – rectifiqué buscando su complicidad – Dorotea. La niña y yo desearíamos acercarnos a la ciudad para hacer unas compras.

La mujer se volvió a mirarme como si no comprendiese de lo que estaba hablando.

- ¿Hacer compras? – repitió – No creo que sea necesario. Puede usted pedirme a mí o al Señor Ward todo lo que necesite y se lo traeremos encantados.

Dudé durante un segundo:

- Por supuesto, por supuesto... Pero creo que sería una buena experiencia para la niña salir de aquí durante unas horas. A pesar de que la mansión sea grande, bueno, hay un mundo por explorar ahí fuera y los niños, también tienen que conocerlo. – Sugerí como si no tuviese importancia su negativa.

- En fin, lo consultaré con el Señor Gilman. – Me dijo con una sonrisa – Como comprenderá esa decisión no depende de mí.

- Desde luego – Contesté creyendo haber logrado superar una barrera infranqueable. Pero la respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche el dueño de la mansión me hizo llamar y me invitó de nuevo a sentarme ante él en la biblioteca. En esta ocasión su rostro alargado, circunspecto, de mirada un tanto asombrada, no esbozó ningún intento de sonrisa sino que clavó en mí sin piedad antes de decir:

- Señorita Morn, entiendo que a veces se le hará difícil no salir de este recinto, pero créame – hizo una pausa que se me antojó temible – que por su bien y por el de la niña están mucho mejor aquí, lejos de todos los peligros que acechan en el exterior. – Aquel discurso me resultó trasnochado, oscuro e intenté rebatir:

- Pero Señor Gilman, lo único que pretendo que es que su hija crezca como una niña normal, que salga de compras, que vaya al cine, que se divierta – Tal vez el gesto de extrañeza que cruzó su rostro debería haberme avisado de que había algo más que excentricidad detrás de su actitud, pero en ese momento sólo veía una cosa, la necesidad de ganar la primera batalla que me dejase consolidarme en ese entorno hostil.

- Creo que no me ha comprendido bien, Señorita – continuó él sin cambiar el tono de su voz y sin parecer contrariado – No quiero que mi hija sea una niña normal.

Me estremecí. No había ninguna posible réplica a aquella aseveración y la mirada insensible que me taladraba desde sus inquietantes pupilas subrayaban aquella hipótesis que se concretó con la entrada en escena del señor Wad. Se acercó hasta mí con su rostro cetrino y su riguroso traje negro y, sin llegar a rozarme, sentí cómo me obligaba a ponerme en pie y a salir de allí.

Desde aquel encuentro estuve estudiando detenidamente la mansión y a sus habitantes. Sobre la azotea no existían antenas ni repetidores y el sistema eléctrico resultaba incomprensiblemente precario. Una enorme y anticuada caldera de carbón calentaba escasamente las habitaciones que, afortunadamente, mantenían siempre encendidas sus anchas chimeneas humeantes.

Por otro lado, el servicio doméstico parecía evitar el contacto con la niña y conmigo. En ocasiones  les veía cuchichear entre ellos con cautela y volvían a sus tareas indescifrables de subidas y bajadas, de apariciones como si nosotras no existiésemos. A veces Katja y yo podíamos pasar horas sin encontrarnos con nadie. Salvo en las rigurosas horas de comida, clases y baño, las habitaciones principales parecían no tener vida. El silencio se instalaba como una amenaza húmeda que lo llenaba todo.

Recuerdo que poco tiempo después, mientras leíamos un viejo libro de cuentos infantiles, inclinadas sobre las ilustraciones decimonónicas, notamos la presencia de la señora Dunwich a nuestra espalda y las dos gritamos sobresaltadas. La mujer no se sorprendió por nuestra reacción ni hizo ningún comentario al respecto, sencillamente se limitó a recordarnos que habíamos sobrepasado la hora marcada para ir a dormir y que debíamos retirarnos.

Aquella noche la pequeña me llamó desde su cama en varias ocasiones porque no podía conciliar el sueño. Decía que cada vez que cerraba los ojos veía el rostro del ama de llaves iluminado por el resplandor de la chimenea y que el corazón volvía a ponerse en movimiento como una locomotora.

Una semana más tarde, cuando me levanté por la mañana, no pude encontrar a Katja en su dormitorio. La busqué en el jardín, en la cocina, incluso me aventuré a llamar a la puerta de la biblioteca con la intención de preguntar al señor Gilman por su hija, pero allí me encontré a una mujer delgada y hermosa a la que no había visto nunca antes, ataviada con un vestido largo y demasiado elegante, que me recibió con una calurosa sonrisa.

- Señorita Morn – me estrechó la mano – Soy Mona Gilman, la madre de Katja. – Parloteaba con ligereza, sonriendo y gesticulando con elegancia – Le extrañará no encontrar a mi hija por aquí pero hoy está cumpliendo una importante misión junto a mi esposo y a la señora Dunwich.

Yo no sabía cómo reaccionar, así que esperé pacientemente a que continuase su discurso.

- Hoy será el gran día – continuó – porque Katja elegirá a su nueva hermanita – Dijo con una sonrisa soñadora.

- Nadie me había avisado de ello – intervine extrañada. Pero la mirada de la mujer, algo confusa, se fijó en mí y me vi obligada a añadir, titubeando – Pero supongo que eso es ... fantástico ¿Verdad?

- Claro que sí, querida. La familia Gilman crece, y seguirá creciendo durante mucho tiempo. – Aquella frase quedó temblando en el aire y me resultó tan enigmática como temible.

Salí de allí sin saber qué debía hacer. Vagabundeé por la mansión vacía, el día me pareció interminable y temible: los sonidos de la mansión crecían y chocaban contra las paredes de los corredores recordándome mi inquietud. Los relojes martilleaban machaconamente su cantinela que rebotaba en mi cabeza llena de temores, hasta llevarme a un estado de ansiedad que me obligaba a respirar desacompasadamente, como si estuviese sufriendo una crisis de asma. La realidad asfixiante de aquel lugar, sin la presencia de la niña se me hacía totalmente insoportable y decidí salir a dar un paseo. Me puse el abrigo, me calé el gorro de lana, la bufanda, los guantes, respirar aire fresco.

Bajé hasta la superficie nevada con la única idea fija en mi cabeza de llegar como fuese al límite de la propiedad. Quería ver los confines de ese mundo privado en el que me sentía recluida y en el que Katja y yo habíamos llegado a desarrollar una relación muy estrecha, llena de complicidades, en la que nos sentíamos más seguras. Juntas entre la pequeña multitud de seres extraños que transitaban a nuestro alrededor como marionetas malignas.

La nieve nueva, crujía y se hundía fácilmente bajo mis pies. Caminé con dificultad alejándome de la casa. Cada paso me suponía un esfuerzo enorme que me hizo sudar enseguida, pero después de una agotadora hora de fuerza de voluntad y zozobra, logré vislumbrar los límites de la propiedad. En mi cabeza había comenzado a formarse la idea de huir, de escapar, de alejarme lo más posible de allí, huir. Giré varias veces la cabeza para asegurarme de que nadie me seguía y continué anotando cada rumor de mis pies, cada jadeo que parecía delatarme en mitad del silencio, cada oleada de calor que subía desde mi pecho perlando mi frente de gruesas gotas de sudor.

Llegué hasta la valla, que no era más que una pequeña empalizada de piedra, nada que pudiera retenerme, nada que no fuese capaz de superar de un salto. Respiré aliviada. Coloqué mis manos sobre la roca y me puse de puntillas para averiguar qué había con exactitud al otro lado, pero solo pude ver el bosque,  solitario y misterioso, extendiéndose ante mis ojos. Intenté subir sobre la empalizada para ver si lograba tener una mejor perspectiva, pero entonces sentí ese pequeño rumor que me obligó a mirar detrás de mí. Desee encontrar algún animal pequeño, quizá un conejo, que habría me hubiera sobresaltado sin ningún motivo, pero en vez de eso encontré de frente con el rostro cetrino y hermético del Señor Ward, que me observaba amenazante.

Todo mi cuerpo comenzó a temblar presa del pánico y me pedía que saliera corriendo de allí lo antes posible, ya, en aquel mismo instante, pero las piernas no me respondían y aquel hombre estaba demasiado cerca, demasiado como para que no le hubiera sentido caminar sobre la nieve fresca, demasiado como para que no hubiera producido ningún  ruido antes de llegar junto a mí.

- La señorita Gilman ya ha llegado – dijo como si su presencia no fuese una amenaza sino un simple servicio para notificarme la llegada de mi pupila. Pero yo no podía moverme. Me sentía atrapada en mi cuerpo como si fuese víctima de una droga paralizante. Él esperó pacientemente a que reaccionase, sin volver a hablar, pero también sin retirarse. Parecía alerta, presto a actuar si tomaba la decisión equivocada y, finalmente, logré ponerme en movimiento y seguirle a través del páramo helado mientras me decía a mí misma una y otra vez que acababa de desperdiciar la única posibilidad que tendría de huir de aquella cárcel.

(Continuará....)

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