martes, 6 de enero de 2015

La carta


Fotógrafo desconocido 

Es bien sabido que los hombres importantes no creen en los Reyes Magos, no se lo pueden permitir porque las decisiones que toman a diario ponen al descubierto las debilidades más mezquinas del ser humano.

Luis Artero era uno de esos hombres perdidos en la rápida sucesión de momentos y decisiones que, acorazado detrás de su traje bien cortado, creía controlar el mundo desde la atalaya de su despacho del piso treinta de un rascacielos con ambiciones neoyorquinas. A menudo extendía la mirada sobe la chata ciudad castellana y se sentía poderoso, ajeno a la suciedad de la existencia corriente, a los embotellamientos matutinos, al olor asfixiante de las cañerías del metro, a la aprensión de la pobreza.

Tal vez por todo eso, aquella noche, víspera de Reyes, se metió en su amplia cama sólo, como de costumbre, después de haber degustado manjares inconcebibles en su restaurante favorito y de haber disfrutado de un masaje a domicilio que le había hecho reconciliarse con todos los músculos tensionados de su cuerpo; vio durante una media hora una cadena de televisión de pago y apagó la luz con la tranquilidad de haber consumido limpia y satisfactoriamente, otro día de su bien construida existencia.

El sueño le llegó, como siempre, recubierto de una aterciopelada oscuridad en la que raras veces se colaban las imágenes o las pesadillas. Durmió sin sobresaltos hasta las tres de la madrugada, cuando un recuerdo se le coló inesperadamente, el eco de un nombre en el que hacía mucho tiempo que no había vuelto a pensar: Álvaro.

Seguramente habría olvidado rápidamente ese pequeño incidente si tras el nombre no hubiera surgido la figura residual de una criatura llorosa y sucia, recién parida, que pendía boca abajo de las manos nudosas de un médico que le daba la enhorabuena. Una oleada molesta surgió de sus ojos empapándole las mejillas. Entre sueños intentó contener esa efusión insana, revolviéndose en las sábanas.

Se esforzó por reprimir de nuevo el recuerdo. Estaba furioso. Había logrado sobrevivir al abandono de su hijo, había logrado construirse una muralla libre de la contaminante y molesta degeneración de las emociones y se sentía traicionado por esa debilidad. Algo más tarde llegó la tranquilizadora oscuridad y el silencio. Distendió su cuerpo de nuevo y se dejó acariciar por la nada.

“Noche de Reyes” oyó en alguna caverna invisible de su cerebro, y volvió a tensarse, apretando fuertemente los párpados para no dejar que el pasado pudiesen entrar de nuevo en él.

Su hijo se había marchado sin dejarle una nota, ni una dirección, ni un mensaje. Había dado un portazo después una desgarradora discusión sin sentido y nunca más había vuelto a tener noticias suyas. Es verdad que tampoco intentó localizarle, que no investigó, que se protegió en su orgullo, engrosando el caparazón de su indiferencia con olvido, con trabajo y con lujosos caprichos que le iban aislando cada vez más de la vida.

“Deberías haber pedido un deseo, hoy es la noche de Reyes.” Escuchó la voz de su mujer susurrándole al oído, como hacía habitualmente cuando su hijo dormía en la pequeña habitación contigua y charlaban en voz baja para no despertarle.

“No,” gritó furioso, empapado en sudor “tú estás muerta, tú fuiste la primera en abandonarme, me dejaste sólo con aquella criatura balbuceante de la que no sabía apenas nada y después, después creció y me odió y me dejó, como tú”.

“Hazlo, deséalo, sólo tienes que pensar un segundo en ello y se cumplirá”. Oyó de nuevo en su interior.

“Todo esto es absurdo” se dijo “Los Reyes Magos no existen, las personas no cambian, los deseos sólo se cumplen cuando se trabaja sin descanso y se dejan los sentimentalismos a un lado.

“¡Quiero despertar, quiero despertar!” Gritó mientras se sentaba violentamente en la cama, apenas consciente. Jadeó durante unos segundos. La habitación en penumbra, extremadamente austera, por un momento le pareció desconocida. Las primera luces del amanecer comenzaban a pintar con tonos malvas y grises el lejano horizonte que se colaba por la ventana.

Encendió la luz y se puso en pié. Caminó hacia el cuarto de baño, se dio una ducha para arrancarse el sudor de la piel. Detestaba la humedad maloliente del cuerpo transpirado. El agua corrió por su pecho enjuto y relajó sus músculos de nuevo. Era gratificante regresar a la calma ordenada de la vida real. Se secó y se cubrió un albornoz antes de salir.

El sol ya despuntaba abiertamente. El explosivo amanecer entró depositando los primeros rayos sobre el mostrador de la cocina en el que había dejado la correspondencia la noche anterior. Preparó café, se sentó en el taburete y barajó las cartas con el consabido aburrimiento de lo obvio: extractos bancarios, promociones comerciales enmascaradas de cartas empresariales y dos informes de la compañía de detectives con la que colaboraba habitualmente su firma. “Nada extraordinario” estaba pensando, cuando un sobre algo más pequeño, asomó de entre los otros.

Se detuvo un instante antes de extender la mano. Sintió un estremecimiento. No sería la primera vez que recibía anónimos o amenazas como consecuencia de sus arriesgadas operaciones financieras que ponían en situaciones extremas a otras compañías. Pero él no era un hombre que se lamentase o que se dejase doblegar por el miedo, así que apartó el resto de los documentos y se enfrentó a la carta con firmeza.

El remite estaba escrito a mano, con una letra clara, lejanamente familiar. Se entretuvo en observar el sello. Hacía mucho tiempo que no recibía una carta como las de antes, con un sello y no con un timbre informatizado de una central de reparto. Se interesó por el remitente y tuvo la impresión de que se le detenía el pulso:

Mr. Álvaro Artero
Columbia Heights 117
Brooklyn, NY 11201
USA

“Álvaro Artero,” repitió como un autómata, “mi hijo”.

Le temblaron las manos. Por un momento estuvo a punto de romper el sobre en pequeños pedazos, olvidarse de haberlo visto, cerrar definitivamente ese doloroso episodio de su vida, su único fracaso, y seguir adelante, pero le pudo la curiosidad y quizá también el orgullo. En unas décimas de segundo imaginó que su hijo le pedía disculpas, que se arrodillaba ante su magnánima bondad solicitando ser admitido de nuevo en su vida, que podría imponerse a él y dominarle como siempre había deseado y entonces, rasgó el sobre dispuesto a destripar su contenido.

Notó el papel de carta, meticulosamente doblado en cuatro, tiró de él y se dispuso a leer, pero al sacarlo algo se deslizó y cayó sobre el mostrador suavemente. Era una fotografía. En ella la mirada limpia de un bebé de unos nueve meses le sonreía desde un lugar muy remoto, con los brazos alzados, como si le pidiese un abrazo. Se quedó paralizado por la sorpresa. ¿Quién podría ser ese ser que se alegraba mirando a su observador desconocido? Y sobre todo, qué esperaba de él.

Él nunca lo admitiría, pero desdobló la carta con cierta ansiedad, tal vez hasta con algo de esperanza y comenzó a leer atropelladamente. Le costaba comprender la letra y también el mensaje, a veces releía una frase como si, pasando de nuevo sobre ella, pudiese descubrir un mensaje cifrado, algo oculto que no era capaz de captar a primera vista.

“Padre:

Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que nos vimos y me ha costado encontrar tu nuevo domicilio, por él comprendo que te han ido muy bien las cosas y eso me alegra. Te preguntarás, con razón, por qué te envío una carta en vez de mandarte un correo electrónico que habría sido más aséptico y, desde luego, más rápido y efectivo, pero lo que quiero decirte me parece que, a través de una pantalla, no sería tan cálido y personal como diciéndotelo sobre un papel escrito a mano.

Como podrás comprobar, cuando nos separamos, cambié radicalmente el rumbo de mi vida y me encaminé hacia los Estados Unidos donde he logrado tener más de lo que jamás pude imaginar, pero sobre todo, donde encontré a una persona maravillosa con la que he construido lo más maravilloso que se puede crear: vida. Hace apenas unos meses tuvimos nuestro primer hijo, Jorge, del que te envío una fotografía. Él, seguramente, ha sido el responsable de que te escriba esta carta porque, desde que está junto a mí he comprendido lo difícil que debió ser para ti criarme sólo y lo traicionado que debiste sentirte cuando me maché de aquella manera, sin dejar rastro, abandonándote en tu torre de marfil.

Seguramente pensarás que esta carta te llega demasiado tarde pero, aún así, quiero pedirte disculpas por lo que hice y por lo que no hice, por enfrentarme a ti y por no volver a ponerme en contacto contigo durante demasiado tiempo.

Deseo sinceramente que aún estemos a tiempo de reconciliarnos y que vengas pronto a visitar a tu nieto, el hijo de tu hijo, lo antes posible.

Espero con ansiedad y con esperanza tu contestación.

Te abraza,

Álvaro”

Las lágrimas rodaron por sus secas mejillas como dos lenguas de lava, devorándole, calándole hasta el alma. Sentía en la garganta una consistencia nudosa que le abrasaba y que iba derritiéndole lentamente, deshaciendo sus defensas, cerrando sus abismos.


Dejó caer la carta y tomó de nuevo la fotografía en sus manos. Aquella criatura se parecía a su hijo cuando tenía la misma edad: el mismo brillo limpio en la mirada, la alegría generosa en la sonrisa, el cabello ensortijado y luminoso. Casi sin darse cuenta pasó su dedo índice por la mejilla satinada de la imagen y murmuró con una sonrisa en los labios: “Así que es verdad que existen los Reyes Magos…”

Paloma Ulloa

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