domingo, 7 de julio de 2013

Terror en el metro



Autor desconocido

A las diez de la noche del domingo, Cristina bajó hacia la estación vacía. Las escaleras se deslizaban a tirones, como de costumbre, y el pasillo multiplicaba el eco mecánico contra las paredes sucias y enlosadas. Se volvió varias veces para mirar a su espalda, de forma instintiva. No era una mujer miedosa, le gustaba estar sola, incluso había elegido el turno de tarde en su trabajo porque odiaba las aglomeraciones en el metro, las carreras por conseguir un asiento, las apreturas y el calor sofocante de los vagones atestados de gente nerviosa.

Del fondo del túnel le llegaron las notas de una melodía conocida, de esas que se pegan a la memoria con insistencia obligándote a tararearla durante toda la jornada. Imaginó que quedaría aún algún cantautor solitario embrujado por la acústica de los corredores, pero lo cierto es que no se cruzó con nadie en los pasillos y el andén estaba totalmente vacío.

Cansada, se dejó caer sobre un banco de piedra, respiró con dificultad, se enjugó el sudor de la frente y esperó a que su corazón volviese a acompasarse. Le costaba caminar porque tenía las piernas gruesas y la cintura demasiado ancha. Tampoco podía agacharse con facilidad y algunas de las rutinas habituales, como anudarse unas zapatillas de deporte, levantarse de un asiento demasiado bajo o subir cuestas, le resultaban una verdadera tortura. Hacía mucho tiempo ya que no podía correr, que se sofocaba en los largos veranos de ciudad y que no iba a las piscinas ni a la playa porque se avergonzaba de su cuerpo, y por eso, vivía en una realidad paralela en la que evitaba en lo posible el contacto con desconocidos y cualquier actividad que rompiese sus rutinas protectoras.

Miró la pantalla de información y vio que faltaban cinco minutos para la llegada del siguiente tren, así que abrió su bolso, sacó un libro y comenzó a leer. Devoraba las líneas con ansiedad, con temor, con avaricia. Había dejado a su protagonista en una situación comprometida, en medio de un relato terror y esperaba con ansiedad descubrir cómo terminaba la historia. Al final de un capítulo dejó el dedo índice entre las páginas y volvió a consultar la pantalla. Le extrañó que aún siguiese indicando cinco minutos de espera pero se convenció de que debía de tratarse de algún fallo informático aunque, aquella noche, todo parecía un tanto extraño: los andenes continuaban vacíos y silenciosos y tampoco llegaba el eco de los coches, distantes y veloces desde el exterior.

Movió la cabeza como intentando sacudirse un mal pensamiento y volvió a inclinarse sobre su libro con un suspiro. Poco después sintió un rumor, miró y vio, al otro lado de las vías, a un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje azul, corriente. Le observó durante un instante: no se movía, no parpadeaba, parecía que no pudiese respirar; sólo estaba ahí, de pié, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, como si le pesaran tanto que sus músculos apenas pudiesen sostenerlos. Tenía la miraba tan fija en la pantalla de información que parecía que esperase que surgiera de ella algo terrible e inevitable.

Cristina se removió en el banco, inquieta. Sabía que algo no iba bien pero intentaba tranquilizarse: “No pasa nada, es mejor así” se dijo “ya no estoy sola. Era muy raro que a esta hora no hubiese viajeros”. Y zanjó su propia inquietud volviendo a concentrarse en la lectura, pero cuando poco después pasó la página y levantó de nuevo la vista, el desconocido ya no.

Se sobresaltó, tampoco en esta ocasión había oído el eco de sus pisadas a pesar de que estaba atenta, casi alerta, de cualquier ruido que pudiese producirse a su alrededor.

Pero no quiso atender a esa alarma diminuta que se había comenzado a encenderse y apagarse en su cerebro y continuó buscando excusas: “Seguramente estaba mucho más concentrada en la novela de lo que creía, y la gente siempre tiene prisa a estas horas. Habrá decidido tomar el bus o marcharse caminando o en taxi en vez de dejar que pasaran los minutos aquí dentro.

Consultó su reloj: no podía ser ¡Se había parado! Marcaba exactamente la misma hora que cuando entró, y de eso ya debía de hacer un buen rato. Se puso en píe y comenzó a moverse. Se acercó a la pared, repasó el listado de estaciones y comprobó los tramos horarios de servicio. Revisó el hueco de las vías, los respiraderos que se alineaban bajo las plataformas, la negrura del túnel, las luces de los semáforos: todo parecía normal.

Volvió a sentarse con un suspiro, revolvió en el fondo del bolso y sacó una bolsita de galletas. Cogió una de ellas entre los dedos, la mordisqueó con cuidado, deleitándose en la textura terrosa, en los pedazos escasos de chocolate, en el dulzor almendrado que dejaba al fondo del paladar al masticarla. Después, abrió de nuevo el libro e intentó leer pero, enseguida, un escalofrío le heló la sangre: una silueta de mujer, envuelta en un vestido de flores, acababa de aparecer a escasos centímetros sin hacer ruido. La luz de neón le daba una cierta inconsistencia. Parada en mitad del andén, los ojos fijos en el indicador del tiempo restante con la misma expresión cansada e inexpresiva que el hombre del traje azul: los brazos caídos a lo largo del cuerpo, como dos pesos muertos, la mirada ausente.

Cristina no quería mirarla, no quería aceptar que algo extraño estaba ocurriendo, bajó la vista hacia el libro e inmediatamente la alzó de nuevo, como para querer convencerse a sí misma de lo absurdo de su aprensión, pero entonces, la mujer ya había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón, volvió a escuchar una  guitarra que interpretaba la misma melodía, pero más lentamente. Se asomó al corredor, pero la música se diluyó en el aire con olor a desinfectante. Al volverse descubrió a su espalda, a un joven con tejanos y una mochila azul, con los mismos ojos borrosos y ausentes.

Notó cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba en una oleada eléctrica ¡No eran imaginaciones suyas, era imposible! Ante sus ojos, el cuerpo del chico fue borrándose lentamente, como si lo absorbiese un aspirador invisible. Se dio la vuelta aterrorizada y corrió hacia salida y, mientras lo hacía, buscaba instintivamente en las paredes y en el techo un proyector, algo real que justificase aquellos fenómenos alucinantes.

Alguien había parado las escaleras automáticas y tuvo que subir a pié, como pudo. Sintió como si le atravesaran las rodillas con lanzas, aprisionadas por su propio peso. La carne le caía pesada y mórbida después de cada zancada, tirando de ella hacia el suelo. Constantemente tenía que detenerse para respirar y volvía la mirada hacia atrás, aterrorizada, esperando encontrar sombras acechándola.

Estaba muy fatigada, cada peldaño era una tortura, le costaba respirar. El sudor se le colaba en los ojos y se mezclaba con sus lágrimas que luego resbalaban por su cara y su cuello. Intentó concentrarse, pensar: “Ya estás cerca de la entrada, ya estás cerca de la entrada”, pero entonces, las escaleras de bajada se pusieron en movimiento con un ruido sordo, como si alguien se estuviese burlando de ella. Volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo, pero no había nadie, sólo aquella repetición mecánica, el ruido de la maquinaria que recorría el largo túnel en pendiente.

Finalmente, en el vestíbulo atravesó como pudo los tornos metálicos y sintió, aliviada, el fresco olor de la noche. Se volvió de nuevo, sin detenerse, ensayando una sonrisa, pero al llegar finalmente a la salida, comprobó horrorizada que las gruesas verjas de hierro estaban cerradas. Corrió entonces hacia el otro acceso, justo en el extremo opuesto del corredor y comprobó, que también aquella había sido clausurada. Entonces comenzó a gritar, a gritar con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Zarandeó la puerta de hierro y aulló hasta quedarse afónica, pero desde fuera sólo llegaba el frío y el silencio, un silencio sepulcral que parecía haber absorbido todos los ruidos de la ciudad enmudecida.

Se estremeció, alguien tenía que haberla visto entrar, como cada noche. Corrió entonces hacia las taquillas, se colocó justo delante de las pequeñas cámaras de seguridad que registraban todas las entradas y salidas y comenzó a saltar, forzando a todo su cuerpo, haciendo que sus carnes doloridas tirasen de ella hacia el suelo una y otra vez. Cuando ya no le quedó aliento, comenzó a mover los brazos y a llorar, se arrodilló, se balanceó como una niña atemorizada hasta detenerse, agotada. Desesperada, observó las cámaras y comprendió que estaban apagadas, bloqueadas o rotas porque no se movían ni parecían enfocar, simplemente colgaban del techo como telas de araña deshabitadas.

Desolada y exhausta, volvió a atravesar los tornos y se deslizó sobre las escaleras hacia el andén. Tenía tan doloridas e inflamadas las articulaciones que le costaba mantenerse en pie. Una corriente de aire frío le heló la piel sudorosa. Se giró para mirar a su espalda y, le dio un vuelco el corazón al ver otra silueta parpadeante, varios escalones más arriba.

El pánico volvió a ponerla en marcha. No sabía hacia dónde dirigirse pero no podía estarse quieta. Al volver a entrar en el andén, lo encontró lleno de gente que esperaba, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente los paneles informativos que indicaban, invariablemente, que el tren tardaría  cinco minutos en llegar.  Seguramente aquella escena no le habría resultado estremecedora de no ser porque algunas personas desaparecían diluidas en el aire como... ¡fantasmas!

Paralizada por el horror, vio aparecer de la nada a la mujer del vestido de flores que volvía a mantener la mirada fija en la pantalla. Un segundo después todo su cuerpo parpadeó, se giró hacia Cristina violentamente señalándola con el brazo extendido y la boca en un grito mudo y aterrador.

Entonces ella gritó, gritó con todas sus fuerzas mientras cerraba los ojos para no seguir viendo y, sobre el fondo de su propia voz, escuchó el tren que atravesaba el túnel a toda velocidad. No lo pensó, fue una reacción instintiva de animal en fuga: se impulsó con toda su fuerza y, sin volver a abrir los ojos, se lanzó al vacío, dejándose arrollar por el convoy desbocado. Las páginas del libro abierto, revolotearon abandonadas sobre el banco del andén, las luces se apagaron y el silencio lo devoró todo.

Al día siguiente alguien encontró una novela de terror olvidada sobre un asiento de piedra, miró a su alrededor y se la guardó en la mochila. Nadie denunció la desaparición de Cristina y por ese mismo motivo, jamás se inició una investigación policial, ni salió su fotografía en las noticias.

Nada distingue esa estación de cualquier otra, ningún signo delata que allí ocurran cosas extraordinarias y, sin embargo, si se fija usted bien, es muy posible que vea a Cristina alguna vez, mezclada entre la multitud, sentada en el banco de piedra, con los brazos caídos, pesados, a ambos lados del cuerpo, mirando fijamente el panel de información que indica el tiempo restante para la llegada del siguiente tren...

Paloma Ulloa
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Nunca más volveré a tomar el metro sin un cierto nerviosismo.... Camila

Anónimo dijo...

Palomita, GENIAL