jueves, 8 de noviembre de 2012

Vanna

Sarolta Ban


Como un cíclope, Edmundo miraba con su único ojo hacia la puerta de la librería de segunda mano que regentaba en el barrio viejo de la ciudad. Cuando sonaba la campanilla indiscreta y alzaba la vista, casi siempre descubría la actitud insegura de un delator o de un confidente que, escudándose en su anonimato, dejaría bajo los primeros volúmenes del expositor de la  entrada, una traición cobarde y sin sentido.

Edmundo los reconocía por la sordidez de su vergüenza, por la previsible cobardía de sus preguntas esquivas sobre cualquier novela y por el breve intercambio comercial que se desarrollaba sobre su mostrador con el tintineo de las monedas que se manejan con mano temblorosa.

Después, con su sucia cosecha bajo el brazo, caminaba hacia el café, se sentaba al fondo y esperaba a que algún empleado de los servicios secretos ocupase la mesa contigua y retirase  discretamente el sobre marrón que llevaba en su interior la muerte o, en el peor de los casos, la destrucción de otra vida.

Con el tiempo, el asco que se había producido a sí mismo por haberse visto obligado bajo tortura, a  colaborar con el estado, se fue transformando en un odio sin fronteras contra los que vendían, gota a gota, la sangre más pura del país para dejarla al albur de la soberbia de unos pocos déspotas que se alzaban de puntillas sobre la convicción de su invulnerabilidad.

Pero aquella mañana del 8 de noviembre, soleada de primaveras porteñas, fue diferente. Sonó la campanilla y alzó la vista con la boca ladeada en un gesto de asco que se quebró en el aire al ver la silueta demasiado joven, demasiado ligera y desenvuelta de una muchacha que empujaba con ímpetu la puerta quejosa y le miraba de frente, dirigiéndose a él sin artificios.

- Buenos días. - Canturreó - Estoy buscando a Edmundo Morales.

Él notó cómo se le arrugaba algo en las entrañas, algo gomoso, justo en la boca del estómago, y no logró responder. Pero ella esperaba, con su sonrisa nueva, sin urgirle.

- Se que trabaja aquí. - Le miró detenidamente - Llevo mucho tiempo buscándole.

Edmundo titubeó. Las primeras palabras le salieron rasposas de silencio y de desuso, después logró dominar su voz:

- Yo soy ¿Qué desea de mí? 

- Sí, ya lo sabía  - Dijo ella riéndose despreocupadamente, dejando que el sonido alegre de su garganta chocara contra todos aquellos viejos libros apilados que parecían recibir su alegría con gratitud. Extendió su mano en un gesto espontáneo de saludo - Yo soy Nana.

Tal vez ella esperaba que aquel nombre despertase algún recuerdo en él, pero no fue así. Seguramente quedó decepcionada pero no desfalleció:

- Nana, de Giovanna - Volvió a canturrear alegremente.

"Giovanna" repitió Edmundo, y aquel eco del pasado rompió el dique de la memoria trayéndole de pronto un torrente de impresiones, de olores, de esperanzas que venían de mucho tiempo atrás, de cuando aún tenía confianza en el ser humano, de cuando había intentado luchar contra la maldita dictadura y había creído que un sólo hombre podía ser capaz de mover el mundo.

"Giovanna", volvió a decir. Y la recordó tan joven, tan hermosa como esa muchacha que tanto se le parecía. ¿Qué habría sido de Vanna? ¿Dónde había ido a parar su recuerdo? Tal vez por miedo a delatarla en los interminables interrogatorios o en las visitas recurrentes de los servicios de inteligencia la había borrado de su memoria como se borra un mal sueño que ahora venía de nuevo a las orillas de esa librería oscura y sucia, de esa cárcel en la que sobrevivía sin vivir, envenenado por la culpa.

- Ella se marchó justo a tiempo. - Dijo Edmundo como para sí mismo - Yo tendría que haberla seguido unos días después pero...  - Se detuvo, se le acumulaban los recuerdos, las voces. El pensamiento que había mantenido reprimido, doblegado durante décadas, ahora  quería salírsele todo de una sola vez con tanta urgencia que se le derramó en lágrimas que babeaban sin decoro de su ojo izquierdo.

- Sí, nosotras nos marchamos justo a tiempo - Dijo Nana tomándole de la mano y volviéndole a mirar de frente, como no le habían mirado desde que el mundo se había convertido en un barro gris y doloroso que lo envolvía todo.

- "Nosotras" - repitió llenándose de asombro - "Nosotras"... - y aquellas palabras se fueron abriendo camino en su inteligencia - Tú.... Ella... Nosotros...

La puerta volvió a abrirse con el rumor cansino de la madera dilatada y en el umbral se recortó otra silueta de mujer, más mayor, más firme y certera pero igualmente hermosa que  le vino a su encuentro sonriendo.

- Vanna - dijo - Vanna. - Y la abrazó con desesperación, con sorpresa, con alivio, como un náufrago se agarra a su tabla de salvación. Pero enseguida la retiró violentamente. - Aquí corres peligro ¿A qué has venido? Ellos te detendrán - miró a Nana - Os detendrán... Después de estar a salvo, después de haber escapado de la tortura, del miedo, de la muerte.

Ella le acarició la cara, le acarició la tela negra que tapaba el ojo ausente y le dijo:

- Ya no, por fin todo ha acabado, por fin todo ha acabado...

Edmundo la miraba sorprendido, intentando abarcar en un solo vistazo los veinte años transcurridos, la belleza de la mirada doblegada, la sutil sonrisa perfilada de carmín.

- Vanna. - Volvió a decir y un dolor agudo y largo, como el filo de un cuchillo impertinente le partió el pecho en dos y apagó la luz de su memoria.

"Vanna" iba diciendo mientras la ambulancia, renegada, atravesaba rugiendo la ciudad para salvarlo de sí mismo.

Texto registrado

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es precioso, como todos los anteriores... Cristina