
Como islas, navegamos cada mañana la luz sonámbula del metro, nos escondemos en los rincones del vagón, sin mirarnos, sin tocarnos, aislados por la música que destilan nuestros pequeños auriculares, o adheridos a las líneas impresas de gruesos volúmenes efímeros. Algunos, los que se sienten más huérfanos, mantienen conversaciones telefónicas inverosímiles que entremezclan risas y lamentaciones en una rutina sincopada de silencios y palabras incoherentes. Otros, los menos, hacen un inventario inimaginable de zapatos gastados o parecen querer taladrar la gomosa superficie del suelo con sus penetrantes miradas humilladas.
Como islas, tememos la palabra de los otros, la recibimos con un sobresalto de miedo o de vergüenza, escondidos tras los periódicos gratuitos e impersonales que alfombran la soledad cálida y humana del suburbano.
A veces alguien se levanta y cede un asiento, alguien sonríe, alguien es amable y protector con otro pasajero y los demás le miran, con una mezcla extraña de insensibilidad y sorpresa. A veces, un niño humaniza con su conversación el vacío electrizado entre los asientos y se despiertan ternuras inesperadas bajo los rostros pétreos y deformes del cansancio. Después, se diluye la magia de nuevo, se cierran las compuertas de los rostros y retorna el aislamiento.
Como islas, tememos la palabra de los otros, la recibimos con un sobresalto de miedo o de vergüenza, escondidos tras los periódicos gratuitos e impersonales que alfombran la soledad cálida y humana del suburbano.
A veces alguien se levanta y cede un asiento, alguien sonríe, alguien es amable y protector con otro pasajero y los demás le miran, con una mezcla extraña de insensibilidad y sorpresa. A veces, un niño humaniza con su conversación el vacío electrizado entre los asientos y se despiertan ternuras inesperadas bajo los rostros pétreos y deformes del cansancio. Después, se diluye la magia de nuevo, se cierran las compuertas de los rostros y retorna el aislamiento.
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