viernes, 26 de diciembre de 2014

La causa



© Satoki Nagata 

Había estado lloviznando toda la tarde. Los anchos grumos de nieve y hielo comenzaban a deshacerse lentamente. Marcelo y Juan se alejaban por la acera lúcida, encogidos dentro de sus largos abrigos negros.

Ya no quedaba nada por hacer, la célula permanecería dormida aún durante unas horas, cobijada en aquella pequeña casa anónima del centro de la ciudad. Ya habíamos recibido las últimas instrucciones y no debíamos volver a conectar con la organización hasta que el trabajo hubiera finalizado. Miré de nuevo a través de la ventana. Hubiera preferido marcharme con ellos en vez de hacer guardia porque el silencio me obligaba a pensar y me inquietaba.

Paseé por la casa vacía. Las habitaciones en penumbra parecían contener una calma hostil, los relojes pautaban un tiempo denso y sofocante que me enloquecía. Me refugié en el dormitorio y me tendí sobre la cama, pero mi cabeza no paraba de trabajar a un ritmo frenético: “Ahora estarán llegando al centro”. “Ahora habrán colocado el temporizador”. “Ahora estarán en la estación, recogiendo los equipos”.

Me revolví sobre la colcha. Me sudaban las manos. Intenté recordar todo lo que había memorizado: planos, direcciones, instrucciones precisas, pero los números y las calles se enredaban en mi mente en una fiesta de confusión estremecedora. Una gran presión se apoderó de mi pecho. No me entraba aire en los pulmones que comenzaron a quemarme como cuando me instruía en el desierto y sentía el viento denso que me abrasaba azotándome la cara.

Me senté en la cama: aún estaba a tiempo de remediarlo, solicitaría la baja inmediata; podrían designar un sustituto que manejase los artefactos con más soltura que yo, alguien con sangre fría al que no le temblaran las manos, que no pusiera en duda los motivos ni los métodos de la causa.

Salí al pasillo, el sudor bañaba mis sienes. Un calambre encogió mi estómago obligándome a doblarme sobre mí misma y tuve que hacer un gran esfuerzo para arrastrarme hasta el teléfono.

El tono de la línea sonó pesadamente. Me pareció que tardaban una eternidad en contestar pero finalmente oí una voz masculina, muy pausada, al otro lado. Recuerdo que hablé atropelladamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras suplicaba que me relevaran del servicio alegando enfermedad e incluso incompetencia y cuando terminé, temí que la línea hubiera sufrido algún corte porque no se oía nada.

- ¿Me oye? – grité al auricular.

- Sí, – me respondieron - lo he oído todo.

- Entonces comprenderá que tienen que relevarme inmediatamente. No seré capaz de hacerlo, pondré en riesgo la misión y a mis compañeros. – Hablaba tan deprisa que apenas tenía tiempo de respirar.

- No. – La voz, serena pero implacable, se detuvo justo detrás del monosílabo.

- No. – Repetí sin aliento.

- No habrá un sustituto, no te relevaremos. Tú te has comprometido con esta misión y tú la llevarás  a cabo. –Se detuvo un instante como esperando que las palabras calaran en mí - No tengas dudas, has sido entrenada duramente, te hemos obligado a hacer cosas inimaginables, te hemos llevado al límite de tus fuerzas, puedes estar segura de que, cuando llegue el momento, harás un gran servicio a la causa”.

- La causa. – Repetí como una autómata - Pero yo…

- No hay marcha atrás. - Sentenció la voz - Nadie puede abandonar.

Inmediatamente después se cortó la comunicación y me quedé con el auricular pegado al oído sintiendo el titubeo de la línea. Las piernas no me sostenían, me sentía agotada.

“No tengo elección” pensé, “tendré que seguir adelante pase lo que pase”. Volví a tumbarme. Me temblaban las piernas y me pesaban los párpados, terrosos. Poco después estaba profundamente dormida pero, en algún momento, mientras caía en el sueño, deseé no volver despertar jamás.

Me sobresalté cuando se abrió la puerta de la calle y sentí las voces claras de Marcelo y de Juan que se sacudían el frío de los abrigos y dejaban sus pesados fardos en el corredor. Una resignación gomosa me ayudó a levantarme para salir a su encuentro.

- Ya está todo preparado - sentenció Marcelo.

- Está bien - Respondí.

Se sentaron a la mesa de la cocina y se dispusieron a cenar, pero yo no quise acompañarlos. Con la excusa de que prefería prepararme concienzudamente antes de comenzar, tomé mi ropa de trabajo y me encerré en el cuarto de baño. Desde allí oía su conversación queda. Parecían tranquilos, hablaban como se hace en una noche cualquiera. Tintineaban los vasos y los cubiertos, se hacían pequeñas pausas entre las palabras, como si nada de lo que sucedería en unas horas tuviese importancia, como si miles de ojos expectantes, palpitantes en la oscuridad, no estuvieran pendientes del  éxito de nuestra misión.

Sentí náuseas, me incliné sobre el retrete y vomité sacudiéndome como un muñeco. Un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Cuando por fin logré serenarme, me incorporé con dificultad, me lavé la cara, me vestí lentamente y me peiné mirándome fijamente en el espejo queriendo penetrar a través de mis pupilas hasta ese lugar en el que habitaba la voluntad testaruda que me había empujado hasta esa noche.

- Está bien, – me dije mientras me pasaba las manos por la cara para arrancarme la angustia - ¡vamos!

Salí al pasillo, llamé a los muchachos y, tomando los  voluminosos fardos, salimos a la noche.

Un viento frío recorría la calle. Había dejado de llover y ahora se estaban formando unos finos cristales de hielo sobre el asfalto.

- Caminad con cuidado, no conviene tener incidentes que nos puedan delatar. - Dije con un aplomo que no logré reconocer como mío.

Avanzamos hasta alcanzar la plaza mayor, activamos el temporizador y sincronizamos los relojes.

- Si todo sale bien nos encontraremos en este mismo lugar un minuto antes del amanecer, si no… - dudé sobre cuáles serían las instrucciones que debía darles en caso de fracaso, pero preferí dejar la frase suspenso - ¡Buena suerte!

Nos dispersamos. Todos habíamos memorizado nuestros objetivos, la organización era extremadamente inflexible en ese punto: no podíamos usar ningún instrumento electrónico que fuese rastreable, ni documentos de identidad, ni cuadernos o notas. Debíamos continuar siendo células invisibles hasta el final.

Me acerqué al primer objetivo, saqué una ganzúa y forcé la entrada. Me deslicé suavemente, con movimientos rápidos y silenciosos y me encontré en un recibidor minado de zapatos, abrigos y juguetes. Sorteé los obstáculos sin hacer ruido. Tenía la boca seca y me temblaba el corazón en el pecho como un pájaro enjaulado.

Me detuve un segundo para adaptarme a los rumores de la casa y para cerciorarme de que nadie me había visto entrar. Consulté mi reloj, comprobé de nuevo que no había una alarma conectada y me dirigí de puntillas hasta la siguiente habitación.

Abrí mi bolsa y saqué los artefactos que debía depositar en el lugar convenido. Inmediatamente, con la ligereza de haber logrado superar con éxito la primera etapa, me deslicé en la oscuridad hasta alcanzar la salida.

Estaba pletórica, había recuperado el dominio sobre mí misma. Y con paso firme me dirigí hasta mi siguiente objetivo. Me deslicé en el patio de una gran casa de vecinos. Allí tendría que franquear varios accesos. Recordé el ruta que había memorizado y me dirigí hacia una puerta lateral, pero inesperadamente se encendieron las luces y alguien salió a tirar la basura.

Oculta en las sombras contuve la respiración y esperé. El desconocido se entretuvo una eternidad fumando un cigarrillo. Daba la impresión de hacerlo a escondidas porque cuando terminó se introdujo un chicle en la boca y olfateó sus manos y su camisa.

Finalmente se perdió en la claridad del portal y yo esperé a que la oscuridad volviera a protegerme. Ascendí por las escaleras muy lentamente, deteniéndome cada poco tiempo para cerciorarme del silencio. Cuando alcancé la primera puerta me pegué a ella y escuché. Allí vivía uno de los objetivos preferentes, había que ser especialmente escrupuloso al depositar el artefacto, debía ser una entrega rápida y sigilosa, una buena parte de la misión dependía de ello, pero superé el momento sin dificultad y me lancé a la carrera a completar el recorrido.

La noche pasó anormalmente rápido. Cuando terminé comprobé mi reloj, debía dirigirme al punto de encuentro, pero estaba sensiblemente alejada y sólo faltaban diez minutos para que comenzase a amanecer. Pronto estallarían los gritos, los nervios, la confusión, pero para entonces nosotros deberíamos haber desaparecido sin dejar rastro.

Corrí con todas mis fuerzas. Ya no llevaba peso en la bolsa y eso me permitió ser más ágil. Me crucé con unas sombras esquivas y me oculté en los soportales, pero cuando apenas me faltaban unos metros para alcanzar mi meta, comprobé que uno de los desconocidos era Juan, que se dirigía ágilmente hacia el punto de encuentro y el otra, más alto y desgarbado, era Marcelo, que arrastraba su bolsa como si fuese un niño disgustado.

Nos abrazamos insensatamente en mitad del silencio roto del amanecer, mirándonos con los ojos brillantes de excitación y de cansancio.

- Misión cumplida – susurró Marcelo.

- Sí, misión cumplida – repetí exultante mientras los empujaba para alejarlos de la  primera claridad del día que ya corría a nuestro encuentro.

Antes de penetrar en la sala de espera de la estación donde desapareceríamos para siempre, nos detuvimos un instante a ver el amanecer que se alzaba a nuestra espalda, furioso por no haber logrado atraparnos y Juan, con un sollozo ahogado, dijo entre dientes:

– ¡Lo logramos! ¡Ahora tendrán lo que se han merecido!


Nos dimos la vuelta y encaramos el portal de los talleres por donde accederíamos a las cloacas. Pero a lo lejos ya se sentía el rumor de la mañana y los primeros niños se despertaban, excitados y asustados, dispuestos a desgarrar los coloridos papeles que envolvían sus artefactos a pilas, sus muñecas, sus trenes eléctricos, los deseos que habíamos logrado entregarles sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera interceptarnos. El secreto de la Navidad regresaba intacto a la Central y pequeños y mayores podrían seguir soñando porque la magia continuaría viva en algún lugar maravilloso, en una tierra ignota, donde miles de seres anónimos la hacemos posible cada año.

Paloma Ulloa

viernes, 21 de noviembre de 2014

Un poema de otoño de Carlos Murciano


"Está noviembre alzando
su castillo de arena. Está la tarde
abierta y leve, como el ala sola
de algún pájaro solo. Están los árboles
revestidos del cobre de la muerte.
Está creciendo el mundo de nadie".
Fragmento de "Los asombros" de Carlos  Murciano

lunes, 22 de septiembre de 2014

Si no era estrictamente necesario


Imagen tomada de "Recambing.es"

Madrid se despertaba con un tráfico resignado de comienzos del otoño. Llovía dulcemente sobre las aceras sucias y las chaquetas comenzaban a ocultar la piel aún morena que tiritaba con la caricia del viento. 

Sandra conducía pesadamente su pequeño vehículo. Tenía muchos nuevos propósitos para el nuevo curso: regresar al gimnasio, leer más, intentar ver más a sus amigos, apagar la televisión cuando ya no le gustasen los programas y gastar su dinero con mayor rigor, pensando dos veces antes de usar la tarjeta de crédito. 

El semáforo perezoso se había vuelto a ruborizar. Miró a través del retrovisor al vehículo de atrás: alguien se maquillaba con gestos nerviosos; lápiz de ojos, colorete y un toque carmesí para los labios. Lo había visto hacer muchas veces, pero hoy, que regresaba de las vacaciones, aquel esfuerzo compulsivo le pareció un tanto angustioso. 

En el utilitario de su derecha una mujer gesticulaba desesperadamente regañando a sus hijos que acaban de comenzar una nueva batalla. La falta de sonido y la incomprensión de la escena la dejaron boquiabierta y tuvo la sensación de que el tiempo y la vida corrían en contra de todos, sin que nadie pudiera darse cuenta.

Miró hacia el coche detenido a su izquierda: un hombre vestido de traje movia los labios y las manos, concentrado en una conversación muda. Le llegaba muy amortiguado el eco del discurso que se derramaba desde el altavoz del teléfono suspendido en el salpicadero, envuelto por el humo rizado de un cigarrillo que se consumía lentamente sobre el cenicero entreabierto.

Sandra se miró entonces en el retrovisor y se preguntó si los demás la verían a ella  tan desesperada e infeliz, esforzándose por ganar más dinero para gastarlo más rápidamente en intentar olvidar lo vacía que en ese momento le pareció su existencia. “Once meses” pensó “once meses y un día de condena para poder sentirme libre otra vez”. Suspiró profundamente. 

Todos corrían a su alrededor: unos se apresuraban para alcanzar el autobús que se aproximaba a la parada, otros debían dejar a los niños a tiempo en la escuela, para encontrar un aparcamiento antes de la hora punta, algunos arañaban unos minutos para poder salir algo más pronto el viernes o para poder tomar un café en el bar antes de comenzar la jornada; en definitiva, todos empujaban el tiempo sin darse cuenta de que de esa manera la vida se consumiría mucho antes.

El semáforo parpadeó y finalmente se encendió la luz verde. Sandra arrancó y avanzó lentamente, impelida por la impaciencia del resto de los conductores que, como ovejas de un rebaño, no permitían que ningún animal se alejase de su destino. Pero ¿quién era el pastor que guiaba ese rebaño? Se preguntó inesperadamente en mitad de aquel lunes de septiembre en el que se enfrentaba al regreso a la rutina. 

Algunos creerían que el pastor es Dios, pensó, otros pensarían que es el destino o la providencia y muchos, incluso, estarían convencidos de que el pastor eran ellos mismos que, camuflados en el interior de la manada, manejaban los hilos del grupo. Pero quién sería realmente el guía, insistió mientras dirigía la vista hacia los demás vehículos que volvían a detenerse. Sandra no lograba contestar a su pregunta y eso le hizo pensar que tal vez se estaba obsesionando. Era un tanto excéntrico imaginar que existiese un titiritero que los dominase a todos, pero sobre todo era demasiado doloroso aceptar con resignación la impotencia de saberse esclavizado. 

Respiró profundamente como si desease sacar de sí todas aquellas ideas nefastas que estaban llenándola justo antes de comenzar su primera jornada. Si se sentía negativa atraería la negatividad de su entorno, era mejor que dejase atrás aquellas ideas turbias que comenzaban a angustiarla, así que, como hacía casi siempre, encendió la radio, de ese modo neutralizaría sus pensamientos y podría volver a ser feliz. 

Las voces amigas le devolvieron la calma. Bastaría con dejarse arrastrar por el oleaje y todo volvería a la normalidad. Alguien se reía a través de la emisora y bromeaba con la fastidiosa vuelta al trabajo y con las recompensas del retorno a casa aquella misma tarde, y Sandra se consoló creyéndolo mientras recordaba sus nuevos propósitos: trabajaría con más ahínco, se ganaría un ascenso, cambiaría las cortinas de su dormitorio para que pareciese más moderno, se compraría esa gabardina que tanto le había gustado, haría una escapada de fin de semana a un spa que le quitase la ansiedad, quedaría a cenar con su amiga A o con su amiga X, y se descargaría gratuitamente una de esas películas que estaban en cartel, para ahorrarse el dinero de la entrada.

Todo volvía a colocarse en su sitio. El riesgo de ansiedad había sido superado, ya podía regresar a la rutina sin miedo a perderse para siempre.


Los coches avanzaron unos metros más antes de volver a detenerse. Alguien eligió en algún lugar la sinfonía sincopada de las señales luminosas, el ritmo de la circulación humana, la desesperación contenida de algunos, la riqueza indecente de otros, el delirio de casi todos. Alguien, quién sabe si brillante o mediocre, repartió instrucciones y coordinó medidas extraordinarias para la ciudadanía cansada, mientras Sandra y otras muchas Sandras y Gonzalos y Robertos y Susanas, se resignaban dócilmente para no sufrir, si no era estrictamente necesario.

martes, 26 de agosto de 2014

Ellos siempre vienen a fisgar (Relato nº 83)


Angelo Bronzino

El viejo silencio del cuartel crujía abandonos por las puertas descolgadas y por las ventanas rotas. Habían destrozado muchas veces los candados de la entrada y ya nadie se molestaba en volverlos a poner. Los vagabundos solían refugiarse allí del frío de la noche y de la lluvia.
A veces, por efecto de la humedad, desprendía un olor agrio, extraño, como si de la tierra surgieran vapores etílicos y era tan penetrante el flujo de esos vapores que se pegaba a la ropa delatando a los niños y a los adolescentes que se atrevían a adentrarse entre esos muros.
Durante algún tiempo, las ruinas fueron visitadas por parapsicólogos y periodistas atraídos por cierta leyenda sobre aparecidos, pero la gente del pueblo insistía en que jamás habían oído ruidos extraños, ni recordaban haber visto allí, como decían algunos, ciertos resplandores como fuegos fatuos.
Lo único cierto es que, como cualquier construcción abandonada, el cuartel tenía algo misteriosos que a veces atraía a los curiosos y que siempre refugiaba a desamparados y drogadictos, o lo que es lo mismo, a ese otro tipo de almas perdidas que no necesitan un exorcismo.
Cuando yo llegué con mis recortes de prensa, con mi mochila al hombro y mis ganas de ejercer ese periodismo que bordea las lindes de la realidad, me instalé en una habitación que me había alquilado Paca, la hermana del cura, en una casa pequeña y fría que se calentaba aún con braseros y desconocía el agua caliente. Cuando le pregunté por el cuartel, desconfió de mí y desvió la conversación. Me habló de la sierra, de los prados, de la vieja mina abandonada, de las espesas nevadas invernales de otros tiempos, que últimamente se habían reducido a una presencia esporádica e inconsistente, pero no quiso darme ninguna información sobre las ruinas.
A la mañana siguiente me calcé las botas de montaña y, con mi mochila al hombro, caminé hasta el cuartel abandonado. Hice fotografías de los muros llenos de pintadas, de las vigas de madera corrompidas que colgaban como cuerdas de la ropa al cielo raso, de las paredes embaldosadas de algunas salas, de la vieja cocina y de los retretes.
Cuando ya comenzaba a atardecer, después de haber tomado notas en mi cuaderno de apuntes y de haber revisado casi todo el recinto, descubrí la escalera de bajada al sótano. Como estaba sola y caía ya la noche, no me atreví a bajar y dejé ese recorrido para el día siguiente.
Después de la cena, se acercó hasta allí Jinés, el cura, un hombre robusto de unos sesenta años, que según me comentó había nacido y crecido en esas tierras y por ese mismo motivo había pedido su traslado a la comarca para poder volver a estar cerca de los suyos.
Era un personaje franco, con una risa rotunda y una mirada inteligente y penetrante que no permitía excusas y que te mantenía prendida a sus pupilas durante toda la conversación. Había traído una botellita de vino de misa, una delicia golosa y adictiva que me gustó más de lo que hubiera deseado confesar. Y entre conversación y charlas distendidas, llegamos al motivo de mi viaje. Por supuesto él ya había supuesto que, a pesar de la belleza del paisaje, de la atractiva gastronomía rural y de la inestimable fauna de la zona, mi único interés era el maldito cuartel en ruinas.
- Los jóvenes siempre andáis buscando la eternidad en los fantasmas en vez de en la casa de Dios. Pero creo que, al menos en este caso, te ha fallado el radar. Allí lo único que quedan son restos de ladrillo y de madera, que crujen y se quejan al pasar entre ellos como una vieja reumática.
- Sí, creo que tiene usted razón, hoy mismo he tomado estas fotografías – le comenté ofreciéndole la cámara – y no he encontrado nada de interés. Por otra parte, cuando he hablado con los vecinos, han evitado siempre el tema.
Él sonrió satisfecho y, quizá eso me empecinó más en mi decisión de seguir investigando. Aquella misma noche dejé encendida la grabadora en mi dormitorio. Ya sabía que la captura de psicofonías era improbable, pero no disponía de material sofisticado para intentar captar otras energías y la cámara fotográfica, al menos hasta el momento, no me había dejado ningún rastro espectral.
Me acosté convencida de que allí no existía ningún fenómeno paranormal y dormí plácidamente, quizá también acunada por los vapores del vino de misa. A la mañana siguiente volví a las ruinas para asegurarme de que no me había dejado ningún detalle por explorar y, con la linterna en la mano y libre de aprensiones, bajé a los sótanos del cuartel.
Allí abajo el olor era fortísimo y los ruidos, acrecentados por el eco de las salas vacías, resultaban extremadamente inquietantes. A mi espalda quedó un chorro de luz natural que arañaba la densa oscuridad en la que me estaba adentrando. Poco después, los crujidos y los ecos comenzaron ya a inquietarme, pero ese nerviosismo, en cierto modo estimulante, sólo me convencía de que estaba sugestionada y de que todo aquello era normal, producto de la vejez y del abandono.
Continué por el pasillo oscuro y, al fondo, me pareció poder ver una luz. Temí que, tal vez, algún vagabundo estuviese viviendo allí y al verme, quisiera atacarme, pero aún así continué caminando. El resplandor se movía como si se tratase del efecto de una fogata, chocaba contra las paredes embaldosadas y se derramaba por el corredor, invitándome a entrar.
Allí no había nadie y, sin embargo, cuatro antorchas de jardín iluminaban las esquinas. Nada espeluznante ocupaba la sala, tampoco había signos de presencia humana, excepto el fuego. En las paredes, había multitud pintadas obscenas, propias de adolescentes, y el suelo conservaba casi intacto, el terrazo original.
Me pareció escuchar una voz a mi espalda, me giré violentamente, asustada. Pero no pude ver a nadie. Algo decepcionada y a la vez aliviada, saqué de la grabadora la cinta que había registrado durante la noche y que aún no había escuchado, y puse otra. Dejé el aparato en el suelo, durante unos minutos y después, sin apagarlo, volví al corredor para buscar la salida.
En el camino de vuelta me asusté en varias ocasiones por que me pareció escuchar ruidos. Con la oscuridad me desorienté y tuve que retroceder en varias ocasiones antes de encontrar la salida. Una vez en la calle, bajo el sol primaveral, me reí de mis miedos y disfruté de mi paseo de vuelta: el día estaba especialmente hermoso, hacía frío pero la luz, dorada, le daba una calidez única al campo.
Una vez en mi habitación vacié la mochila, revisé las pocas fotografías que había tomado y me tumbé en la cama, con la grabadora y las dos cintas al lado para escuchar, con paciencia, el largo vacío.
La grabadora comenzó a funcionar y, efectivamente, no se escuchaba absolutamente nada anormal en la grabación de la noche anterior: pequeños crujidos y estática. Sin embargo, muchos minutos después, me pareció oír algo parecido a un susurro. Emocionada rebobiné y volví a escuchar una y otra vez hasta lograr identificar el sonido: sin duda se trataba de una que decía:
“Ellos siempre vienen a fisgar”.
Comencé a temblar de pies a cabeza. Me senté con la espalda pegada al cabecero de la cama, aterrada y, en cierto modo, feliz por lo que había logrado “cazar”. Seguí escuchando sobrecogida, pero no pude encontrar nada más. Aunque después de aquel hallazgo habría que procesar toda la grabación con detenimiento.
Enseguida, introduje la otra cinta en el reproductor. El mismo silencio llegó desde el pequeño altavoz, salpicado de crujidos. Después de cinco minutos escuché lo que me pareció un suspiro y después una voz que decía: “Vete”, coincidiendo con eso oí cómo había recogido la grabadora del suelo y, con ella encendida, recorría el camino de vuelta. Durante todo ese espacio de tiempo, las voces insistían, empujándome hacia la salida: “Márchate”, “Fuera de aquí”, “Vete”, “Esta es nuestra casa” repetía un hombre en un susurro.
Estaba tan asustada con lo que había captado, que no pude continuar ni un segundo más allí. Preparé mi bolsa, hablé con la señora, le aboné lo que le debía de la habitación más algo más por marcharme tan precipitadamente, me subí al coche y comencé mi camino de regreso a casa.
Temblando, introduje la cinta en el viejo radiocasete y continué escuchando. Cuando la grabación ya estaba a punto de llegar a su fin, exactamente en el kilómetro 325 de la autovía, oí el último mensaje que decía: “Ella va a morir, avísala, ella va a morir, no debe viajar”. Y justo en ese momento reventó uno de los neumáticos, perdí el control del coche y choqué de frente contra un camión que no tuvo tiempo de frenar.
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sábado, 16 de agosto de 2014

El gigante de la Transición se desploma



Dicen que a veces los sueños se entretienen en las ramas del tiempo y allí quedan detenidos sin motivo. Tal vez España se enredó en su propio sueño y se durmió en él y ahora despierta en esta pesadilla intrusa en la que nos encontramos; en la que el nombre heroico de la Transición se desploma como un gigante con pies de barro y nos deja con las manos vacías y la memoria enferma.

Tal vez debimos pedir más, aspirar a más y no conformarnos con una libertad partida que miraba ciegamente hacia el futuro, intentando olvidar un pasado gangrenado que antes o después tendría que alcanzarnos. Quizá deberíamos haber exigido a los adalides de la nueva libertad sus referencias humanas antes de dejar en sus manos, inocentemente, el timón de nuestras vidas.


Pero todo eso es pasado, ahora tendremos que exigir como ciudadanos maduros lo que como niños ilusionados no supimos pedir antes. Es el momento de que la política comience a ser un referente para el pueblo y no un pozo infecto en el que todo se salva con una mentira más o con un nuevo chivo expiatorio arrojado a las llamas de los sacrificios por el bien común del resto de la escoria. Tal vez, por fin, es la hora de que cada ciudadano tenga un nombre y una mirada, y no sea un número que añadir a una lista de criaturas invisibles a las que trasegar de un extremo a otro de una encuesta como gotas entre vasos deformados.

Paloma Ulloa

martes, 12 de agosto de 2014

Todos llevamos en nuestro interior un lector ávido


Autor desconocido

La lectura es un entretenimiento gozoso y, desde luego, un camino hacia la cultura y el conocimiento pero, lamentablemente, muchos niños llegan a ella únicamente a través de la escuela y carecen de la delicia de escuchar cuentos antes de dormir, del privilegio de encontrarse rodeados de adultos que amen los libros, o de descubrir una biblioteca o una librería hasta que se enfrentan con la obligación inexcusable del aprendizaje.

Por otra pate, estoy convencida de que los maestros intentan atraer a sus alumnos hacia las páginas escritas, y nunca como ahora se han podido encontrar ediciones tan bellamente ilustradas que pretenden seducir tanto a los niños como a sus padres, pero aún así, frente a otros divertimentos más sencillos e inmediatos (y a menudo también más económicos), el libro queda muchas veces relegado.

Es cierto que los niños que ven leer a sus padres, que escuchan cuentos desde que apenas saben hablar, se acercan con curiosidad a los libros que los rodean, los abren, los miran, los pintan incluso, intentando interactuar de alguna manera con ellos y se adaptan a su tacto y a su presencia de la misma manera que casi todos son capaces de jugar con una pantalla táctil o manejar el mando a distancia de un televisor o de un reproductor de vídeo. Pero también es verdad que los adultos tendemos a mantener a nuestros hijos en permanente actividad para huir de la terrible y amenazadora frase: “me aburro”, que nos lanzan como un reproche. Sin embargo ¿no sería necesaria una cierta dosis de aburrimiento para que se sientan inclinados a explorar de nuevo esos juguetes que se amontonan en una estantería; para imaginar aventuras increíbles; o para acercarse a un libro?

A menudo los padres preocupados por el rechazo de sus hijos hacia la lectura intentan llevarlos a la biblioteca, compran los títulos de moda que leen sus amigos, incluso los amenazan con castigos o los incentivan con recompensas, sin éxito, y se preguntan qué han hecho mal. No hay que frustrarse, puede ser que nuestros hijos no hayan tenido aún la fortuna de acertar con el texto que habla de esos temas que les interesan, o que les falte o les sobre madurez para enfrentarse a una obra, o sencillamente, que aún no haya llegado su momento, pero hay que estar siempre receptivo y admitir que no hay libro menor, que cualquier historia, cualquier novela, cualquier cómic, puede ser la llave que abra la puerta de la literatura a un niño, a un preadolescente, a un adolescente y hasta a un adulto. 

No hay edad para comenzar a leer por placer, como no hay edad para seguir aprendiendo y por eso recomiendo a los padres que se preocupan por el desinterés de sus hijos hacia la literatura que no bajen nunca los brazos y que sigan intentándolo (sin imposiciones ni reproches) con la misma paciencia con la que les enseñaron en su día a comer la fruta triturada o a lavarse los dientes, porque todos llevamos en nuestro interior un lector ávido, sólo hay que encontrar el camino para llegar hasta él.

Paloma Ulloa




miércoles, 6 de agosto de 2014

El problema de Israel.




Israel sigue dejando caer su lluvia de fuego sobre Palestina. Día tras día el número de muertos aumenta irresponsablemente arrastrando tras de sí una larga lista de niños aterrorizados, mutilados y traumatizados que serán el caldo de cultivo del que surgirán, forzadas por la miseria y la ignorancia, las nuevas generaciones de fanáticos que decidirán morir por la libertad de su tierra y por su Dios.

Y, entre tanto, el lector de diarios del mundo en calma ya casi ha olvidado que, si no recuerda mal, esta ofensiva comenzó como respuesta a los asesinatos de tres adolescentes hebreos que resultó que no habían sido cometidos por palestinos radicales. Pero tal vez las cosas ya habían llegado demasiado lejos como para poder rectificar y ahora, la servil dependencia económica y geoestratégica de las democracias occidentales (los ojos de un aliado en esa zona pueden servir para controlar a un enemigo generalmente imprevisible y profusamente dividido) obligaba a lanzar tibias reprobaciones desde una Europa en decadencia y desde una Norteamérica demasiado comprometida por sus negocios con Israel.

Sin embargo el pueblo hebreo, que ha experimentado en carne propia que la única manera de lograr que todo su país apoye un exterminio es transmitir a sus ciudadanos que el enemigo es un ser inferior, una bestia que sobrevive, cueste lo que cueste, hacinado entre la suciedad y azotada por el fanatismo, continúa su ofensiva aplastante y su campaña mediática, enarbolando la bandera de la justicia y sacralizado por la mano del único Dios verdadero, frente a los "terroristas bárbaros que quieren robarles la patria".

Pero ¿Qué deberíamos hacer nosotros que observamos, desde la calidez de nuestros salones, cómo avanza la locura que llena de cadáveres de niños nuestros telediarios y que convierte, de nuevo, las tensiones de Oriente Próximo en un polvorín que nos podría estallar en la cara? Tal vez tendríamos que reflexionar un poco sobre cómo llegó a existir Israel como país para conocer el origen de esta furia homicida que enfrenta a dos pueblos mucho más emparentados entre sí de lo que ellos mismos estarían dispuestos a admitir.

Algunos datos históricos:

Durante la Primera Guerra Mundial los británicos logran arrancar a los Otomanos el poder sobre el Próximo Oriente.

En 1916 se firma el acuerdo Sykes-Picot sobre la reparación de la Turquía asiática entre Francia e Inglaterra; Inglaterra se reserva Palestina e Irak; Francia Siria y Líbano. Este acuerdo contradice las promesas inglesas hechas tanto a árabes como a judíos.

A partir de 1933 la presión migratoria judía aumenta constantemente. En 1939 un tercio de la población en la zona y el 12 % del territorio están en manos judías. Aumenta la oposición árabe, económicamente atrasada y políticamente dividida.

Entre 1936 y 1939 se desarrolla una guerra civil en la que la administración británica apoya, alternativamente, a los partisanos árabes y al Haganah judío.

En 1937 se presenta el plan PEEL de partición, rechazado tanto por los árabes como por los judíos.

En 1939 el gobierno británico presenta el Libro Blanco en el que se dan concesiones a los árabes: se limitan las migraciones judías y las adquisiciones de tierras y se toman medidas contra el terrorismo contra la población árabe.

En 1942 una brigada de voluntarios judíos lucha en la Segunda Guerra Mundial en las filas del ejército británico. Pero tras la guerra Inglaterra continúa con su política de bloqueo del transporte clandestino de inmigrantes judíos y de protección a los árabes expuesta en el Libro Blanco. Se producen repatriaciones forzosas de judíos y se abrieron campos de concentración para la inmigración irregular en Chipre. Como consecuencia surgen el terrorismo judío y el contraterrorismo árabe.

En 1946 una comisión angloamericana presiona para que se abran las fronteras a 100.000 inmigrantes judíos. Desde Inglaterra se intenta solucionar el problema en la conferencia sobre Palestina celebrada en Londres, donde la Liga Árabe, decidida a entrar en guerra, somete el problema a la ONU.

En 1947 el Comité Especial de la ONU recomienda la división de Palestiana, aprobada por la Asamblea General de la ONU y por la Agencia Judía, pero rechazada por los árabes y un “ejército de liberación” de la Liga Árabe ocupa Galilea y ataca la ciudad antigua de Jerusalén.

En 1948 Gran Bretaña renuncia a su mandato sobre Palestina y retira sus tropas y funcionarios precipitando la anarquía en la zona.

El 14 de mayo de 1948 se proclama el Estado de Israel por el Consejo Nacional Judío.

La historia de terrorismos y contraterrorismos, de ataques, masacres e injusticias, desafortunadamente, llega hasta el día de hoy. Es recomendable que, al menos, los espectadores pasivos de esta larga tragedia sepamos cómo comenzó todo para poder entender qué es lo que estamos viendo.

Fuente resumida: Atlas histórico mundial (Editorial Istmo).

Pie de fotos: Los niños son todos iguales. En estas fotos se ve un niño israelí aterrorizado, en la otra dos niños palestinos muertos. ¿Alguna de esas vidas vale más que la otra?

martes, 5 de agosto de 2014

Lecturas: "El valle de la alegría" de Stefan Chwin



Con una ironía electrizante y una narrativa fluida y mórbida, Stefan Chwin secuestra al lector y lo arrastra a través de una sucesión de situaciones surrealistas desde la Alemania de entre guerras, a la residencia privada de Hitler en el Berghof, al frente oriental, a la Rusia soviética en la que se describe un imaginativo e improbable encuentro con Stalin y con el cuerpo momificado de Lenin, para devolvernos finalmente a la Polonia de postguerra con la sensación de haber vivido toda una aventura salpicada de reflexiones y de anécdotas imposibles.

Vibrante, crítica, intensa y prolija, la novela de Chwin es todo un regalo para leer con calma en un largo verano como este.

Paloma Ulloa

sábado, 12 de julio de 2014

0000001/DSM/11192036


© de la Imagen: Fernando Puche

Se ha detenido el tiempo, ya no avanzará más para mí. Navego en un entorno insustancial, mezclado con otras presencias que no logro concretar. No puedo decir que aquí exista la luz porque no siento que pueda ver, ni oír, ni tocar, pero percibo algo similar a esa impresión que uno tiene cuando le están mirando fijamente a la nuca.

No puedo saber si la baliza que instalé en mi nube trascendental, o como otros la llaman, mi alma, ha logrado transpasar las fronteras de la vida y está enviando esta señal a mis colaboradores, pero yo cumpliré con mi misión y seguiré transmitiendo.

No recuerdo haberme adentrado en ningún túnel al atravesar la frontera de la muerte, ni haber visto mi vida como si fuese una sucesión de fotogramas, sólo recuerdo el miedo ante el último estertor y una presión en el centro del pecho, como si algo estuviese intentando salir de él.

Me siento bien. Soy como una gota de agua que forma parte de un río en movimiento, pero no puedo entender lo que ocurre a mi alrededor. ¿Entender? Ahora no recuerdo muy bien lo que significa esa palabra. Comienzo a verlo todo muy borroso. Es cálido, hay algo que podría decirse que es como un sonido, aunque no puedo... no recuerdo... no oigo... es otra cosa, algo que surge de mi interior, del interior de todo lo que me rodea.

Me estoy diluyendo, olvido, olvido lentamente, pero no siento miedo. Las palabras... qué inútiles, no sirven para nada aquí, son como la piel muerta de un animal que se regenera. Regenera, regenera, bienestar, calidez, sueño, mucho sueño, dulce sueño... Todos duermen ya, dormimos, duermo...

Navegamos, navego, na.... Sueño...

Fin de la transmisión: 19 horas 37 minutos del miércoles 19 de noviembre de 2036.

Los doctores Bonnzkewitzz, Niu y Mahtani dan por finalizado el experimento y proceden a la desconexión definitiva de la baliza trascendental del doctor Cortázar tras superar los veinte minutos sin recibir señal.

Los responsables del proyecto reconocen el éxito de la prueba y admiten que, siendo un conocimiento valiosísimo para la humanidad, la falta de datos sólidos y útiles aconseja no divulgar, por el momento, la información recogida hasta no contrastarla con otras experiencias de las mismas características para poder hacer estudios comparados entre diferentes individuos de influencias culturales y religiosas diferentes.

El estudio quedará archivado y restringido bajo el código de seguridad 0000001/DSM/11192036.

El Director-Presidente del Instituto Internacional para la Búsqueda de la Trascendencia Humana.

© del texto: Paloma Ulloa
© de la Imagen: Fernando Puche


viernes, 11 de julio de 2014

Marta



Brad Kunkle

Era  una preciosa mañana del mes de junio. Marta se había levantado muy temprano para ir a trabajar y al despertar sentí el silencio del otro lado de la cama, el vacío que abarcaba la mano inquieta, el perfume frío de su pelo sobre la almohada abandonada.

Nos habíamos conocido en una de esas barbacoas multitudinarias que convocaba un amigo común poco después de su divorcio, seguramente para hacernos ver a todos que no se sentía tan solo o que podía sobrevivir sin ella, al menos hasta la madrugada, cuando sus borracheras llorosas lo desnudaban ante los amigos más íntimos y le dejaban a la intemperie de su dolor.

Nos tropezamos por casualidad, intercambiamos algunas palabras sin importancia y unos minutos después navegábamos en una conversación cuajada de meandros en los que encontrábamos, casi sin querer, el motivo para alargar la noche y la semana y los meses.

Apenas bebimos una coca-cola que a fuerza de sostener en la mano se había recalentado y había perdido las burbujas, pero que servía, cada cierto tiempo, para hacer un pequeño descanso que despejara la mente y ayudase a recuperar el hilo del pensamiento. De aquella conversación, lo que más recuerdo, es su mirada verde y penetrante como una aguja, clavada en mis pupilas, como si quisiese entrar a través de mis ojos y tocarme por dentro.

Cuatro meses después vivíamos juntos en mi casa, lejos de la ciudad, rodeados por mis árboles, mis cuadros y su presencia que lo invadía todo sin empujar, dejándose florecer en cada una de las pequeñas rutinas de la vida. Al principio se me hizo extraño ver su cepillo de dientes junto al mío, que siempre había sobrevivido taciturno y seco en aquel vaso esmerilado que encontré en algún lugar de aquella casa que había sido de mi abuela y que seguía tan sonámbula como el día que me instalé en ella.

Hasta que Marta llegó, yo pasaba la mayor parte de mi tiempo en la galería en la que había instalado mi estudio. Allí dormía, cuando caía agotado por el cansancio y la soledad, allí bebía mi sensación de fracaso, mis dudas, mis insomnios, enfangado en la rabia de no saber transmitir con mis pinceles lo que pasaba por mi cabeza o por mi corazón, arrollado por la incertidumbre sobre el valor de mi trabajo y por una inquietud sin palabras que me devoraba como una enfermedad que fuese apoderándose de mis tejidos, de mi aplomo y hasta de mi deseo de vivir.

Ella no tocó nada, no  cambió nada y sin embargo lo cambió todo con su presencia. Se sentaba a menudo a verme trabajar y a mí me entraba una necesidad de macho alfa por satisfacer su curiosidad y, bajo su mirada, nacieron mis mejores obras, las más espontáneas, también las más arriesgadas. Pero jamás hablábamos de mi trabajo, ella respetaba mi pudor, el miedo escénico a mostrar la obra, la congoja ante las críticas, disfrazada de indiferencia.

Me levanté perezosamente. Dejé correr el agua tibia de la vieja ducha, que hizo temblar de cansancio y de vejez las tuberías, me demoré tal vez unos segundos más bajo la lluvia templada, me enjaboné lentamente, recordando algunos momentos íntimos con Marta y después, dócilmente, abrí los grandes ventanales de mi estudio, volcados sobre el jardín rumoroso y aún fresco, y me puse a preparar la tela y los pinceles para enfrentarme a la tarea.

Adoraba trabajar rodeado de luz, invadido por la vida irrefrenable del principio del verano. No podría haber sido una jornada más hermosa. Recuerdo cada detalle con una exactitud fotográfica y el olor de los lilos que penetraba sin descanso llenándolo todo de un perfume femenino y cálido.

Los pájaros revolvieron el aire con sus juegos y me asomé a la ventana justo a tiempo para ver cómo escapaban furtivamente de mi alfeizar para posarse inmediatamente en las ramas más cercanas, como si quisieran burlarse de mi incapacidad para alcanzarlos.

Comencé a trabajar enseguida, impulsado por un estado anímico brioso y chispeante. Parecía que nada podría frenar la enorme felicidad que me invadía, el equilibrio precioso en el que se mantenía mi espíritu desde que Marta había entrado en mi vida como una ráfaga de aire fresco enseñándome a disfrutar cada momento como si fuese el último y cada matiz de la luz como si mañana mismo pudiese enceguecer.

Hacía ya dos años que estábamos juntos, habíamos trazados miles de bocetos sobre lo que sería nuestro futuro, pero ninguno parecía lo suficientemente perfecto y, entre tanto, íbamos viviendo y respirando y sintiendo el palpitar constante de nuestro día a día con una dicha que no pude describirse con palabras, tal vez sí con colores, con formas o con notas musicales, pero las palabras, mis palabras al menos, parecían mustias al lado de aquella catarata de emociones.

Deslicé el pincel sobre el lienzo en un trazo limpio y puro y me detuve antes de continuar. Había en mi interior una melodía redonda y concéntrica que se repetía constantemente, algo así como un mensaje cifrado que me esforzaba por materializar pero que parecía divertirse huyendo de mí.

Aquella misma tarde teníamos previsto volar hacia Lisboa. Marta había dejado colocadas las dos pequeñas maletas alineadas junto al dintel de la puerta de nuestro cuarto. Sobre la suya reposaba un pañuelo de gasa azul que ahora se movía ligeramente con la brisa.

Sí, eso era exactamente la felicidad, ese instante retenido sobre la tela movediza, la seguridad de que ella volvería aquella tarde, me abrazaría, me arrastraría hacia esa balsa de felicidad que llevaba estancada en el verdor de sus ojos y me dejaría recorrerla palmo a palmo, reteniendo mi impaciencia, antes de precipitarme violentamente en su interior.

Mi mano se agitaba sobre el lienzo recorriendo notas y texturas que surgían de mí como si estuviese en trance. Bebía un sorbo de café, me retiraba y seguía trabajando con una alegría casi infantil, con la mente ausente de cualquier idea que no me llevase de ida y vuelta a mi trabajo.

En algún momento, a mi espalda, sentí un leve crujido, un rumor, como el que hace la madera al dilatarse y contraerse, uno de esos chasquidos familiares que no inquietan, y sin embargo, me volví a mirar. Ahora pienso muchas veces qué habría ocurrido si no me hubiese dado la vuelta y no la hubiera visto allí, mirándome desde la puerta de nuestro dormitorio, sonriéndome con esa dulzura que me hacía estremecer.

- Pero ¿qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en la oficina? – Pregunté lleno de felicidad.

- He venido a verte – contestó.

Me levanté para acercarme pero ella me detuvo con la mirada, como solía hacer, adoptando ese gesto tan suyo de niña que guarda las distancias.

- Te quiero. – dijo – Necesitaba decírtelo.

Sonreí como un idiota enamorado pero sentí un pellizco en el pecho, una pulsión de llanto y quién sabe si también de pena.

- Yo también te quiero, mi amor. – Respondí y di un paso más hacia delante. Ella siguió mirándome como si se encontrase muy lejos o como si estuviese esperando algo de mí que yo no acertaba a comprender, y entonces sonó el teléfono.

- ¿Sí? – contesté mirándola a los ojos.

- ¿Jorge Alierta? – Escuché una voz masculina y plomiza al otro lado de la línea.

- Sí, soy yo. – Respondí mientras Marta se daba la vuelta con una sonrisa y se perdía en la penumbra de nuestro dormitorio.

- Le llamo de la comisaría de policía de X. ¿Es usted el esposo de Marta Izquierdo?

No se por qué, pero volví a mirar hacia la penumbra de nuestro cuarto con angustia y respondí con la voz estrangulada un brevísimo monosílabo.

- Soy el inspector Bermúdez. – Continuó - Lamentablemente tengo que comunicarle que su esposa Marta Liébana ha sufrido un accidente esta mañana....

- Pero ... – dudé tanteando de nuevo la oscuridad de nuestro cuarto – eso es imposible, ella, ella.

- Lo siento, señor – concluyó con una voz templada con la que pretendía amortiguar mi angustia – pero los servicios de emergencia certificaron su fallecimiento hace veinte minutos y trasladaron su cuerpo al hospital de Nuestra Señora de la Tierra donde permanecerá hasta que la familia se haga cargo de sus restos.

A partir de ese momento mis recuerdos se nublan en una sucesión cinematográfica de actos sin sentido. Sé que recorrí la casa como un náufrago, buscándola y que después volé sobre mi auto hasta el hospital donde ella reposaba extendida sobre una camilla con el rostro dulce y sonriente, como si estuviese dormida.

A menudo, mientras trabajo en la galería siento el perfume de su piel que me rodea, pero nunca más la he vuelto a ver, aunque estoy seguro de haber sentido el tintineo de su cepillo de dientes en el lavabo, y hasta el rumor de su voz junto a mi oído cuando la oscuridad me arrastra y me abrazo a su almohada para no perderme.

Paloma Ulloa

jueves, 26 de junio de 2014

OXÍMORON - 4


Christopher Blossom

"Larga singladura"


singladura.

(De singlar).


1. f. Mar. Distancia recorrida por una nave en 24 h, que ordinariamente empiezan a contarse desde las 12 del día.

2. f. Mar. En las navegaciones, intervalo de 24 h que empiezan ordinariamente a contarse al ser mediodía.

3. f. rumbo (‖ dirección trazada en el plano del horizonte).
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