lunes, 19 de enero de 2015

Me siento triste


© Michael Kenna

Hoy que hace un día frío y reluciente, me siento triste.
Hoy que no tengo problemas que me aflijan, me siento triste.
Hoy que el amor que crece junto a mí y dentro de mí florece sin estorbos, me siento triste y añoro tanto a quien no está como a quien aún vive porque del primero ya no tengo la caricia y del otro sólo me llega la bofetada descompuesta de quien macera en rabia su memoria y vomita odio en sus maletas.

Paloma Ulloa

martes, 13 de enero de 2015

La soledad de las palabras



Podría haber sido un hombre cualquiera, de una ciudad cualquiera. Podría haber seguido estudiando medicina como quería su padre y haber heredado la pequeña consulta bien amueblada en una calle elegante del centro de la ciudad; pero prefirió marcharse, soportando la mirada decepcionada de sus progenitores, aquella tarde helada del mes de enero, cuando se despidieron  en el andén de la estación con el convencimiento de que nunca más volverían a encontrarse.

Jamás se arrepintió de haberse marchado, ni siquiera cuando todo parecía demostrar que se había equivocado y que no debería haber abandonado el acogedor hogar burgués en el que había sido educado bajo el respeto a dios y la iglesia; pero en algún lugar de su infancia algo debió de torcerse porque comenzó a pensar por sí mismo sin que nadie pudiera sospecharlo, dejándose crecer a la sombra de los grandes relojes que pautaban el tiempo de su infancia en el salón y en la nutrida biblioteca de su padre, en la que soñaba volando sobre las páginas marchitas de los viejos volúmenes largamente olvidados.

No, no se arrepintió de nada, ni del frío que carcomía sus horas infinitas en el ático mal aislado de una buhardilla minúscula en la Rue de Poiteou, encaramada en unas escaleras retorcidas como huesos engarfiados, ni de la soledad de las palabras garabateadas con una pluma rasposa, mientras se acurrucaba en una manta que alguien le había regalado. Todo había merecido la pena, se decía, por haber podido paladear la libertad con la que se enfrentaba cada mañana a las horas infinitas, jugosas de expectativas e incertidumbres.

A menudo, cuando el invierno se hacía cruel, se refugiaba en algún bar sonámbulo, y combatía el hambre con un café con leche y un panecillo tostado con el que pasaría el resto del día, mientras consumía cuadernos escolares e imágenes cinematográficas henchidas de poesía.

Pasó mucho tiempo hasta que terminó aquella primera obra escuálida y vacilante que dirigió a Gallimard aún a sabiendas de que jamás la publicarían, pero con la pasión desbocada de su pulso joven y entusiasta, envolvió el paquete en un papel marrón, lo ató con un cordel fino, pegó los sellos, costosos y brillantes y rotuló, con su mejor letra de colegial, la dirección en la que habitaban sus sueños. Al terminar, tras haber entregado al funcionario de correos el fruto de sus largos meses de trabajo, se quedó desamparado, vacío, incómodo en su propia piel. Durante muchos días no fue capaz de imaginar otro relato y se sintió extraño, como una sombra anónima perdida  en la ciudad de las palabras.

Pasaron las semanas con ese desasosiego que sienten los recién amputados cuando notan todavía el cosquilleo de un miembro recientemente extirpado. Se sentaba ante su ventana o en el café y dejaba la mente en blanco, insegura, fija en el vuelo cadencioso de la lluvia, en el paso sonoro de un transeúnte solitario, en la monotonía de los minutos vacíos que deshojaba el reloj indolente en su muñeca; hasta que un día se dio cuenta de que había empezado a escribir otra novela y ya, apenas se acordaba de aquel primer intento que aún esperaba respuesta sobre alguna mesa anónima de algún lector cansado.

Y volvió a trabajar sin descanso, desde  que entregaba las últimas  baguettes hasta que el cansancio o el hambre le vencían y le obligaban a separarse del curso de esa historia que transcurría por meandros inimaginables. Pero incluso soñando iba añadiendo pedazos a su monstruo de papel, notaba cómo cada parte abría una nueva puerta o un reguero distinto de situaciones, de emociones que imaginaba más que conocía. El mundo que crecía en su interior florecía ahora sin esfuerzo, como empujado por una mano invisible que susurrase las palabras a la pluma inquieta y veloz, adherida al papel como una lamprea enfebrecida. Y con esa intensidad indefensa crecieron entre sus manos tres novelas más que hicieron el viaje de ida y vuelta hasta la editorial esquiva.

Con el correr de los meses encontró un nuevo trabajo, más cómodo y confortable, en una pequeña librería que frecuentaba desde su llegada a París. El viejo dependiente le veía entrar casi todas las tardes, acariciar las cubiertas de los libros apilados sobre las mesas y en las estanterías, hojearlos y detenerse leyendo en voz baja algunas páginas, pero nunca se  decidía a comprar uno. Él mismo le explicó al librero, sin vergüenza y sin orgullo, como contaba todas las cosas que sentía, que ahora no podía comprar libros porque apenas le llegaba el dinero para comer, pero que no cambiaría por nada la vida que había elegido, ni el dudoso y frágil futuro que estaba construyendo paso a paso. Tal vez el librero le entendió, o quizá simpatizó con él por su inocencia, o quién sabe si por fin encontró el relevo que llevaba esperando tanto tiempo, el sucesor que asumiera la carga de las páginas impresas, el olor a tinta nueva y del papel envilecido, el ronroneo constante de la curiosidad de los clientes que buscaban sin saber y compraban bajo el influjo de un nuevo diseño o de un nombre repetido en un periódico; y al final de una de esas conversaciones le ofreció un trabajo que le permitiría escribir en un lugar cálido y leer sin mesura cuanto cupiese en su memoria.

Y así nació su quinta novela, como un milagro que fluía sin respiro. Los personajes atravesaban sin más las puertas de la tienda y entraban en su mundo para siempre, quedando capturados en la tela de araña de su pluma. Durante dos inviernos trabajó sin descanso, encorvado en una esquina, leyendo y corrigiéndose a sí mismo con una disciplina inquebrantable, y al llegar la siguiente primavera se encontró con un grueso fajo de papel, meticulosamente envuelto, de camino a la estafeta de correos donde lo expidió con satisfacción, hacia Gallimard.

Sintió un gran alivio en su interior al enviarla. Caminó bajo el sol cálido, sacó del bolsillo de su chaqueta un libro antiguo, y comenzó a leer las frases de otros, paladeando el reencuentro con sus viejos autores favoritos. Después paseó por un París dorado por el sol y respiró el aire transparente y fresco que llegaba del Sena. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el pasado y le pareció extraño no haber sentido nunca nostalgia del paisaje de la infancia o de sus padres. De la niñez tenía el recuerdo de los abrigos incómodos y escasos que nunca llegaban a protegerle del frío lacerante, las camisas irritantes que le picaban sobre la piel, los zapatos estrechos y brillantes que utilizaba los domingos para ir a misa y sobre todo, el silencio sepulcral que se instalaba entre sus padres, como una electricidad mortificante que le aplastaba hasta hacerle invisible. Fue un paseo largo y fructífero que le llevó a reconciliarse con el tiempo transcurrido, con la escasas cartas que le llegaban desde su ciudad natal, siempre cargadas de reproches, con los intentos frustrados de entenderlos y entenderse que se habían sucedido sin éxito durante esos años.

Dos meses después de aquella tarde de recreo, recibió una carta solitaria en el pequeño buzón de lata que colgaba del patio de la casa. Sobre el papel cálido, rampaba el sello luminoso de la editorial y por unos segundos pensó que había habido algún error. Leyó repetidas veces el nombre del destinatario y, tras comprobar que era correcto, se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta y subió las escaleras sinuosas con el corazón agitado. Abrió la puerta de un empujón, acercó la silla a la ventana y comenzó a darle vueltas al sobre, sin atreverse a abrirlo, mientras se hacía reflexiones insensatas: tal vez habían rechazado el manuscrito y se ahorraban el gasto de devolverlo, o quizá le comunicaban que debía pasar otro filtro antes de saber si sería aceptado, o sencillamente le pedían excusas por haber perdido el original y le solicitaban que lo enviase de nuevo. Por fin, respirando hondo, se dispuso a desgarrar el papel, extrajo la hoja bien doblada y cuando la tuvo ante sí, se obligó a fijarse en todos los detalles, la fecha exacta: París, 25 de mayo de 1952, la firma sencilla y bien trazada, el logotipo azul en el encabezamiento; y sólo cuando hubo revisado todo se dispuso a descifrar el contenido. Leyó lentamente, afianzando bien cada frase antes de continuar. Quien le escribía lo hacía utilizando ese lenguaje esmerado del respeto y escogiendo meticulosamente las palabras. Sí, aceptaban publicar su obra, que habían encontrado interesante, y le pedían que acudiese a una reunión en sus oficinas para acordar las condiciones y firmar el contrato. Le invitaban a que hiciese una llamada telefónica para obtener una cita concreta y se despedían de él cordialmente, agradeciéndole que hubiese depositado su confianza en su firma para ofrecerles su inestimable trabajo.

Apenas podía respirar. Sintió una presión confusa en el pecho que era una mezcla de alegría y de aprensión. Hurgó con las manos trémulas en el bolsillo buscando unas monedas, pero no encontró nada. Salió a la calle como un sonámbulo, buscando un teléfono y llegó hasta la librería casi sin darse cuenta. El propietario levantó la cabeza al sentir la campanilla y sonriéndole dijo:

- Llegas pronto.

Pero en seguida se dio cuenta de que su empleado estaba pálido y le temblaban las manos.

- ¿Qué te ocurre? ¿No querrás pedirme un anticipo? – bromeó.

- No, no – respondió a media voz y  le extendió la carta que llevaba arrugada en la mano como única respuesta. El hombre la leyó ávidamente, alzó los ojos sorprendido, conmocionado y le abrazó.

- Ne… - titubeó él – necesito un teléfono.

- Un teléfono, claro, tienes que llamar a la editorial, por supuesto. – Se pasó la mano por la frente. – Pero antes de llamar tienes que calmarte, estás pálido como un muerto. Te traeré un café. – Se dirigió al bar que había justo enfrente y volvió con humeante vaso de café con leche.

- Bebe, – le ordenó – te sentará bien.

Mientras intentaba serenarse compartieron el humo del tabaco y comenzaron a hablar pausadamente, como habían hecho durante todas las tardes desde hacía dos años. Poco a poco recuperó el dominio de sí mismo y se sintió capaz de realizar aquella llamada.

La conversación fue breve y cordial. Debía presentarse cuatro días más tarde, a las diez en punto de la mañana, en la sede de la editorial, donde le recibiría personalmente el director para acordar las condiciones y firmar el contrato. Él no supo qué decir, pero la secretaria que le atendía deshizo con desenvoltura el silencio y se despidió de él cordialmente deseándole una feliz jornada.


Tras el nacimiento público de aquella primera novela llegaron muchas otras. Dejó el escondite helado de la Rue de Poiteou y habitó otras habitaciones, y otros apartamentos, más cálidos y confortables. Y después de aquella primera carta, se sucedieron muchas otras en las que le invitaban a participar en coloquios, a dar conferencias, a cambiarse de editorial y hasta a patrocinar una beca; pero hubo algo que jamás cambió, siguió dirigiéndose cada mañana a la vieja librería del señor Crayencour, continuó hojeando y leyendo con veneración los libros que vendía, y compartió conversaciones con los clientes, exactamente igual que el anterior propietario las había compartido con él, por el simple placer de hablar entre, con y de libros. Y, tal vez, si algún amante de la buena literatura empuja por curiosidad, o por placer, la pequeña puerta de madera de esa librería más vieja que antigua que aún sobrevive en la Rue Vielle du Temple, encontrará a un anciano pequeño, de manos sarmentosas y piel cetrina, que le venderá un libro maravilloso, con una sonrisa cómplice, sin que usted pueda sospechar que le atiende uno de los mejores y más reconocidos escritores de toda Francia.

Paloma Ulloa

domingo, 11 de enero de 2015

Coburn (Exposición fotográfica de la Fundación Mapfre)


 © Alvin Langdon Coburn


He navegado la exposición de Alvin Langdon Coburn con la sorpresa cosida a las pupilas, paladeando escenarios pictóricos que crecían sobre el fondo de un cuarto oscuro. He leído con detenimiento la magnífica información que los acompañaba y he descubierto, conmovida, que casi todas las piezas son originales de época y que pertenecen a grandes museos y a colecciones privadas en las que viven una juventud infantil colmada de atenciones y de reverencias por su valor artístico e histórico indiscutible.

Me he perdido en las brumas de algunos paisajes ensoñadores y he valorado las composiciones geométricas de las extensiones urbanas, con las que el autor jugaba deliberadamente, retándose y retando al espectador sorprendido por la nueva tecnología que paulatinamente lograba arrogarse el título de arte.

Finalmente, he comprendido la experimentación vanguardista que asaeta con luz los prismas ofrecidos a la cámara y en los que exploró las nuevas tendencias que arreciaban en la pintura y en las conversaciones bohemias de café.

Sinceramente, para aquellos enamorados de la fotografías, de la buena fotografía, pionera y hasta cierto punto ingenua; para quienes comprenden el trabajo de compositor, de pintor y de laborista de Coburn; para los que no solamente desenfundan una cámara digital o un teléfono móvil para intentar recrear un mundo inexistente, sino que comprenden la borrachera de los químicos que emanan del laboratorio y oprimen los pulmones y liberan la mente, ésta es una exposición imprescindible.


Exposición de la FUNDACIÓN MAPFRE
C/ Bárbara de Braganza, 13
28004 Madrid
Del 13 de diciembre de 2014
al 8 de febrero de 2015

miércoles, 7 de enero de 2015

Hoy todos formamos parte de la redacción de Charlie Hebdo



Hoy los intolerantes han querido cerrar la boca a los críticos, han querido dar un golpe de fuerza contra quienes hacen del humor su bandera, han querido arrodillar, no a un pueblo o a una nación, sino a toda una civilización que, durante siglos, ha logrado superar su propia intolerancia para construir una sociedad, seguramente imperfecta, pero plural y libre, capaz de reírse de sus propias miserias.


No olvidemos jamás que el humor es la única cualidad que nos diferencia de las bestias y por eso tengo fe en que,  en breve, serán otros los que tomen el testigo de los periodistas y dibujantes que hoy han muerto en nombre de la intolerancia para dar una nueva vida a la revista Charlie Hebdo, de manera que esta matanza deje bien al descubierto su inutilidad salvaje.

Hoy, todos somos Charlie.